Él sólo la vio pasar, con sus piernas dilatadas y ojos desganados, al encuentro de otras voces. La piel se había perdido en los recuerdos de sus muertos, como un abanico de incertidumbres apostadas en cada una de las manos. Con el alba, amanecía lenta hacia el mundo, bajo esa fatiga constante, mirada somnolienta y gestos obsoletos, caminando frente al umbral de las aceras, por esos míseros recodos que la hacían trastabillar en su indulgencia.
El hombre apareció ligeramente, con sus manos ocultas y la mirada trunca, mientras empuñando un arma, desgarraba esa última ilusión de su figura en forma de billetes. Luego el arrebato, las corridas y los gritos, el deterioro de las almas, esa inolvidable sucesión de imágenes, la brisa rozando sus mejillas en una suerte de íntimos dolores, otra vida que era extinguida en la ciudad... Sin embargo, nada de lo que por su mente aconteció, nos podrá ser nunca revelado.

Ana Cecilia.