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LA PÓLVORA DEL DESTINO

Cuando Fernán Montanía ingresó a su cuarto y se puso a buscar a tientas el interruptor de la luz para expulsar a las tinieblas que, como estalactitas cavernarias, parecían estancadas en el lugar desde tiempos inmemoriales, dos trozos de plomo partieron veloces de un revólver silenciado y se metieron en él como una enfermedad indeseada. Uno a la altura del hígado y otro a la del corazón, cada proyectil eligió un poro que ensanchar para iniciar la penetración, ambos se abrieron paso a través de la nevada piel, atravesaron los blandos órganos en desenfrenada carrera, se escabulleron entre las costillas y evitando a la dura y vertical columna vertebral volvieron a salir, creando un par de dolorosos huecos en su espalda. El primer proyectil, bañado en sangre, fue a quedar cautivo hasta la eternidad entre las poderosas fibras del quebracho de la puerta principal en tanto que el otro huyó silbando ingrávido y alegre por sobre la multitud que, entregada a los bullicios y estruendos bacanales del recién nacido carnaval, copaba las calles y estaba muy ocupada como para desviar la atención de la extática contemplación de la carne y la enloquecedora llamada del sexo sin amor.
Sin haber logrado el objetivo de anular la oscuridad, Fernán Montanía lanzó un grito desaforado al tiempo en que dejó repentinamente todo el peso de su cuerpo a merced de la gravedad y cayó de rodillas, como un peregrino suplicante ante un altar. Sintió que la sangre empezaba a brotar de los pequeños surcos, bullía, salía espesa, caliente y espumosa, la percibía recorriendo su anatomía como una serpiente que reptaba hasta por los lugares ocultos, le empapaba la pulcra y almidonada camisa, se escurría por entre las costuras de su corbata italiana y descendía tiñendo de rojo el cinturón y los calcetines que había mandado tejer con el que era el motivo de sus pueriles ínfulas nobiliarias: el escudo de armas de su familia. Sabía que la vida se le iba desgastando con cada gota que perdía, tenía la certeza de que el alma estaba disuelta en la sangre y que al acabar de fugarse ésta hacia el mundo exterior, a través de las canaletas de las venas, se terminaría para siempre su estancia en este plano físico que tantas satisfacciones le había dado.
No lo tomó demasiado por sorpresa, pues se sabía predestinado a una muerte prematura desde el día en que decidió iniciar sus peligrosas proezas con las ajenas esposas y se atrevió a divulgarlas y a jactarse de ellas en el círculo de amigos. Sabía que tarde o temprano debía llegar ese día, que alguno de los maridos burlados se enteraría alguna vez de la noticia y querría cobrar venganza. Desde su genuflexa posición aguardó unos instantes esperando la desaparición de ese repentino sentimiento que lo embargó y que, si no lo era, se parecía demasiado al arrepentimiento. Cuando sus órganos de visión se acostumbraron a la oscuridad, los dirigió hacia el sitio del que partieron los proyectiles y entonces fue cuando detectó el pálido centellear de los ojos de su victimario entre la niebla translúcida, los vio allí, en un rincón del cuarto, contemplando pasivamente su agonía y los últimos momentos de vida que le quedaban. Pero no podía morirse sin saber quién era el artífice de su deceso, estaba convencido de que sus huesos no hallarían paz si descendía a la tumba ignorando la identidad de su asesino.
-¿Quién eres? - interrogó con tono herido, a medio camino entre el lamento y el gemido–. Tengo derecho a saberlo.
El ser de las tinieblas no se dio por aludido y siguió quieto como una estatua cincelada en mármol, permaneció con los ojos abiertos y su mirar felino, que parecía contribuir a la aniquilación del moribundo, aparentaba apresurar la última expiración y acelerar la entrada de la carroza fúnebre por las ventanas de vidrio entre cuyas cortinas se podía observar a una multitud concentrada solamente en lo suyo. Fernán Montanía consideró adecuada su posición actual, con todo el peso del cuerpo reposando sobre las rodillas ensangrentadas y, cerrando los ojos, se sumergió entre los vericuetos de su mente, se abandonó a los intrincados laberintos de su pensar, intentando con ello mitigar el dolor que le mordía las entrañas. Pensaba: "¿Quién será este sujeto? Será quizás el marido de Leonora, el licenciado. O tal vez el esposo de Juana, ese infeliz que no sabe cómo tratar a una mujer. Pero no lo creo, esos dos hombres no son tan iracundos como quien desposó a Natalia, ese leñador bien podría ser el autor de estos balazos. El saberse burlados genera en los hombres cambios muy profundos, tan profundos que los lleva a perder el control de sí mismos. El pecho me duele tanto que de tanto dolerme ya casi no lo siento. Es como si el cerebro se cansara de recibir de los nervios la información e hiciera simplemente caso omiso. Dos balazos, sí, lo que siempre temí se ha cumplido. He recibido dos disparos por toda la culpa que cargo sobre mis espaldas. Ya decía mi tío que toda la jerigonza del polimórfico destino siempre acaba tarde o temprano con la muerte. Parece increíble que el último en conocer la noticia sea siempre el marido engañado, ya todo el pueblo conoce la historia menos él. Tal vez quien me ha herido sea don Gonzalo, siempre amó mucho a su esposa, aunque ella me aseguraba no corresponder a su amor. Sé que merezco este castigo, por haber profanado tantos lechos, por haber sembrado en surcos ajenos. Aunque quien tomó la pistola pudo haber sido Martín Moreira, recuerdo que en la cabecera de su cama matrimonial tenía un arma. Debo saber de quién se trata; no me quejo, la culpa es mía, estoy pagando por lo que hice, es la historia repetida del crimen y el castigo".
-¿Quién eres y por qué haces esto?- brotaron las sílabas que navegaron a tientas la oscuridad voluminosa hasta alcanzar los oídos del asesino.
-He estado por culpa tuya diez años en la cárcel, Clemente, diez años por el crimen que tú cometiste. Ahora he venido a vengarme -respondió el autor de los disparos.
Fernán aspiró lentamente la embriagadora respiración del jardín que penetraba por la ventana. Respiró hondo y le pareció comprender la situación. Volvió a recordar aquello de que el polimórfico destino acaba siempre tarde o temprano con la muerte. Estaba a punto de decir algo cuando la luz se encendió y esparció sus fotones sobre la envoltura externa de las cosas que ocupaban la habitación. Quien lo había herido lo miraba sorprendido. Fernán lo contempló de pies a cabeza, un mareo lo embargaba, se sentía débil, estaba muriendo sin remedio. El hombre con la pistola en la mano dijo:
-Pero, ¡tú no eres Clemente!
-Pues claro que no. Clemente Villagra se mudó de aquí hace tres días- respondió Fernán.
-¡Oh! He cometido un error, mil disculpas- replicó el hombre.
-No hay por qué- dijo Fernán, cortésmente, para luego caer de bruces sobre las frías baldosas del piso ensangrentado.

Texto agregado el 21-09-2005, y leído por 869 visitantes. (4 votos)


Lectores Opinan
29-08-2006 hewrmos mis***** yeyson
20-11-2005 Exelente me atrapaste, verdaderamente bueno, que expresivo. saludos chaja
07-11-2005 Me cautivo mucho la prolija descripcion del recorrido de las balas, es algo que sucede en un segundo y que sin embargo en mi mente sucedio como en pasos de "camara lenta"..Algo que siempre me pregunto, cual sera el monologo interior cuando se este en las orillas de la muerte..y para concluir, "nadie muere en la vispera". Mis saludos. Mildemonios
07-11-2005 ***** peinpot
31-10-2005 ¡Esto es muy bueno!, me alegra haberlo "descubierto" Iwan-al-Tarsh
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