| Caminaba rastreramentepor un pasillo oscuro,
 vi un conjunto de hermosas estrellas.
 Tú eras la más brillante.
 Me encandilaste
 como a un ciego
 en el vientre materno,
 y me tuve que devolver,
 solo para contemplarte.
 Las primeras palabras
 fueron mías, mojadas
 por mi temblor de enamorado.
 Me sentía con todo el derecho
 de decirte “mi amor”,
 como nunca antes lo hiciera,
 como nunca antes te habían dicho.
 Mientras flotaba en tus nubes,
 quise aprender a volar,
 para buscarte en el cielo,
 traerte a la tierra,
 a mi tierra.
 Ese único encuentro bastó,
 para que con furias
 las tormentas del amor y el desespero
 surcaran mi alma vagabunda.
 Lo fuiste todo en ese momento.
 Escribí mil cartas
 tratando de encontrarte,
 te busqué por las noches
 bajo la luna,
 te busqué siguiendo el aroma
 de las flores y colibríes,
 te busqué…
 pero las tormentas se convirtieron
 en diluvio,
 los vientos en huracanes,
 el tibio amparo de la cordura
 se extravió en los hielos glaciares.
 Ya todo estaba dicho,
 mi destino
 escrito con piedras de carbón.
 Ay, mi amada!
 ¿Me has enloquecido tanto acaso,
 que te apareces, así de repente,
 como en un delirio?
 ¿Eres tú la que danza a mi encuentro
 buscando mis ojos?
 Frente a mí, cuerpo de mujer.
 Ahora, te pude amar
 con más detención.
 El brillo de tus ojos me
 traspasaba como brisa tropical,
 y tuve miedo que adivinaras
 mis pensamientos,
 que te asustaras con tanta
 ternura que había juntado,
 toda mi existencia,
 solo para compartir contigo.
 Tu larga cabellera ondulada,
 negra,
 contrastaba con tu piel blanca de luna.
 En tus labios, residían todas mis esperanzas.
 Tus firmes y simétricos montes,
 escondían todo mi deseo.
 Quise tomar de tu cintura,
 para comprobar que no eras un ángel,
 ni una diosa… solo tú mi amor,
 mi amada.
 De tus plenas caderas, nacían
 largos muslos,
 largas piernas,
 pero bien condimentadas,
 cocinadas a la medida,
 para mis manos.
 Tus firmes pies, anchos, largos
 eran necesarios,
 para soportar a
 tanta mujer.
 Eres todas las mujeres!
 Te lo iba a decir en ese momento,
 mi amor no podía esperar.
 Si te hubieras asustado,
 mi ancho hombro te habría abrigado,
 mis anchos brazos
 te apretarían,
 construyendo una morada
 invencible a los embates de
 mi pasión.
 Te habría dicho
 todas estas cosas,
 y aún más,
 pero mi corazón acostumbrado
 a la soledad, se encogió
 de miedo y vergüenza,
 de inseguridades y perdición.
 Estaba todo escrito
 te alejaste dejando una
 estela de luz,
 que no fue suficiente para
 rearmar mi alma
 partida en pedazos.
 Mientras divagaba
 por sopores de entierro,
 me trataron de enterrar…
 pensaron que estaba muerto.
 Mi sangre se estancó,
 y mi corazón hueco se puso a llorar.
 El diagnóstico fue:
 muerto por desamor.
 En eso, los vientos del sueño,
 me fueron a visitar.
 Soñé contigo mi amor,
 mi amada,
 ni en la muerte
 me dejaste tranquilo.
 “¿A qué vienes?
 Deja ya de atomentarme”
 Como una dama me miraste,
 tus tibias manos se entrelazaron
 con mi sucia piel,
 e imprimiste el aliento
 de la vida en mi ser.
 En un frenesí desperté
 te busqué y no te encontré.
 Ofuscado por las calles,
 los río y el mar,
 salí a buscarte.
 Le pregunté a una abeja
 donde estaba la flor más dulce,
 la más colorida,
 y me indicó el camino
 a tu hogar.
 Al verte, una vez más,
 en vida,
 con tus mismos cabellos radiantes,
 finas manos y temblorosa voz,
 Simplemente te toqué,
 y el contacto
 nos fundió la carne,
 nos hicimos uno.
 Mis delirios se convirtieron
 en nuestros besos.
 
 
 
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