Regocijándome en tu dolor, casi como si no hubiese querido padecer el propio. Y claro que así fue, claro que el propio no tocó el barullo de la piedad cautivando a mis oídos, no quise ni acercar su inusual manera de desfilar.
Porque no estaba preparada. ¿Y qué?
¿Acaso nunca les pasó que el dolor les duela?.
A mí sí. Hay decorados pueriles que dejan caer sus mantos por la mera manera de no saber sostener lo impune. Porque para sostenerlo, se necesita el propio odio, sí, aunque suene contradictorio, ese odio a uno mismo, el dolor más grande.
Y es cierto, que darse cuenta de esta mancha duele. ¿Sabían?, duele...
duele porque al encontrar una minúscula posibilidad de interés en serio, en algo o alguien, despierta sensaciones y emociones, que no queríamos resucitar, de esos fantasmas que veíamos en otros y carecíamos su vaho, y renunciábamos por terror.
Terror a quedar pegados en esa misma bola de peldaños mal obrados, y queriendo arriar el doblez de algún poder extraño que todos poseemos, y es el tilde en la sílaba equivocada, creyéndonos superiores, por vender a quien sea, una especie de suerte, que en realidad, cuando van cayendo las fichas, es una suerte tirada a menos.
Se convierte ocioso intentar esclarecer la fortuna de probar que una realidad no es una, sino varias, y a la vez no son varias sino una...
¿Y la verdadera realidad, cuál es?. Ahí, es cuando buscamos los hechos, ahí revisamos ese sector virgen, que existió antes de conceder lo que no es,
y aparentar ser ese engendro promiscuo de hacer y deshacer, de armar la maravillosa estructura que des-estructurará nuestra propia conciencia.
Entonces mi pregunta, apareja una respuesta violada a cualquier pretensión.
¿La realidad es sana?