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Allí estaba, sitiado en una mesa diminuta. No serían ni las diez, siquiera, y no habían consumido más de una botella de vino. El segundo aún por venir, y ya estaba acorralado. Completamente.
Siempre había sido un jugador limpio, dejando de antemano claras, rotundamente, las reglas. Contando con su beneplácito, dos escarceos, una o dos cenas, quince días de sexualidad ilimitada y un dulce hasta luego, buena suerte.
Las razones y causas de que esta vez fuera distinto eran varias. Apenas tuvo tiempo de pensarlas mientras servía las copas, dilatando al máximo su respuesta.
Por de pronto, era la primera vez que no era él quien tomaba la iniciativa, hacia un final u otro, la cama o el taxi. Eso le incomodaba, no tener el control. Que lindo el control.
Esta vez, como si fuera poco con ese desasosiego de ser consciente de la limitación que supone dejar de saber lo que se quiere y cuando, maldita pérdida de papeles, con tanta historia a cuestas y tantas conquistas, para acabar cediendo el mando como un novato imberbe, tampoco se encontraba con fuerzas, la soledad, joder, que raro se hacía eso de tener tanto tiempo para no hacer nada, sin nadie al que impresionar, abrazar y voltear, le había dejado una cicatriz profunda.
Tiempos de cambio. O quizá fuera que se había hecho viejo, así de golpe, sin haberse dado cuenta. Por fuera, no se notaba aún, seguía con el pelo negro, no demasiado abundante, pero ¡que diablos!, no había perdido tanto, y los músculos aún sujetaban firmes las carnes. Eso lo había comprobado poco antes de acudir a la cita, mirándose desnudo, tras la ducha y colonia, delante de aquel impresionante espejo del hotel.
Era un edificio antiguo, sobrecargado de muebles y volutas, lámparas de araña, tan llenas de cristales, colgadas en aquellos altos techos, quizá se le hubieran colado los años de la estancia por dormir un par de noches. Era absurdo. Descartó esta idea, la edad no se contagia, que estupideces estoy pensando. Puede que todo esto sea el vino, que es malo con alevosía. Ya es tener mala suerte, conseguir un vino caro, pero insufrible, en París.
Roberto era hombre de mundo, soltero por vocación, que se dedicaba básicamente a disfrutar de unas rentas heredadas que le permitían vivir sin más obligación que el puro deleite. Treinta y ocho años bien cumplidos, pianista aficionado y viajero compulsivo. Una vida no es tal sino se cambia el decorado, decía a sus amigos como máxima construida. Nunca supieron si se refería al paisaje o a la compañía. Sólo una vez llegó a pasar más de un mes con la misma pareja. Amante lascivo, comedor exigente, enólogo aficionado. Un buen hombre, con demasiada suerte a sus espaldas. Pero allí estaba, enfrentándose a su pequeña gran batalla, acogotado, sudando frío por una maldita pregunta.
París está especialmente hermosos en esta época del año, con las luces gualdas de principios de Octubre y ese plomo azulado en el cielo, presagiando algunas lluvias. Sí, es el mejor momento para visitarlo, de paso, siempre de paso, diciendo adiós cada tres semanas. ¿Estaría sufriendo nostalgia?
Seguían esperando respuesta.
¿Cómo había perdido la iniciativa? Falta de reflejos, la sensación más pesada de vacío y aquella voz, puede que fuera eso, un hechizo malévolo en aquel tono aterciopelado, susurrando en cuanto a penas para hacerse oír, sensual y armónico.
En la esquina más alejada de la puerta se habían reunido los músicos, un violinista, cabellos largos, con un grandes bucles blancos, un aire desarreglado en su traje, enjuto, sin duda la elección se realizó al nacer, pensó, con semejante físico no podría ser otra cosa, y un francés de pura cepa, de nariz y dedos gruesos, al piano. Sonaba un nocturno, Chopin, si bien Roberto no terminaba de localizarlo. Y esos ojos, grandes, clavados en los suyos, esperando una contestación. ¿Y si fueran hipnóticos? Nunca antes le habían mirado así, con el mismo deseo que el mostraba a sus conquistas en la primera cita, con ese tinte lujurioso en las pupilas. Eran pozos del que no escapaba ninguna luz, salvo algunas chispas amenazantes, el resto quedaba en aquel mundo negro, inabarcable, inmenso que era cada uno de ellos.
Se estaba mareando. La música, el vino negro rojizo, dos puñales recorriéndole la cara, en busca de la más mínima expresión, esperando, indagando un gesto que fuera respuesta, y ese olor a canela, tan marcado. Había que centrarse, era ese momento crucial en la primera cita, tenía que recuperar el control, al menos de sí mismo.
Sentía miedo. Había algo perverso en esa situación, quizá venganza del destino, por todas aquellas que fueron seducidas, ahora, él, cautivado, sometido. Recordó entonces a Laura, de todas la que más le costó abandonar. Sus senos, con aquellos pezones diminutos, erectos, rosados, sensibles al más mínimo roce. Esas piernas, que además de ser dos, que siempre se agradece, nunca le pararon minusvalías por un sentimiento ético de paridad o pura simetría, eran eternas y acababan en la misma puerta del cielo. Su sexo, casi imberbe cuando coincidieron, ahora ya tendría más años y más bello, dulce, generoso en sus flujos y prieto, fuerte en sus abrazos.
La situación empeoraba por segundos, habían pasado segundos y parecían siglos con aquella incógnita, sencilla y abrumadora, encima de la mesa, robándole el dominio de la situación, y ese nocturno transformado ahora en un ritmo repetitivo, y esos pensamientos sobre Laura, y esa dureza, repentina, advertida a través de su pantalón.
¿Durante cuántos años llevaba repitiendo el mismo discurso a las damas que se acercaban? Ese que habla de la magia, del placer del momento, de lo único de cada instante. Para él siempre había sido fácil, buen orador, ojos claros y perfil romano. Según pasaron los años, las buscaba más jóvenes, impresionables y de carnes duras. No demasiado, en la cama se notaba demasiado la inexperiencia, pero lo suficiente como para ser Dios bajado del cielo. Uno o dos relatos de sus viajes, anécdotas exóticas, un buen restaurante, dominio de idiomas y de las formas, gastos pagados. Irresistible. Superficial, pero suficiente, no había motivo para empeñar un corazón inexistente.
Tomo un trago largo, ¿hacía cuanto estaba callado?.
-Sí- respondió finalmente.
Delante, una sonrisa de medio lado, una ceja que se levanta y un escueto, vamos, prepárate a entrar en los desconocido. El mismo diablo.
Roberto salía después del postre y algunos tangos. Le acompañaba un joven argelino de ojos negros, todo llenos de fuego.

Texto agregado el 29-09-2005, y leído por 129 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-09-2005 Eres in-cre-í-ble-men-te inteligente,maravilloso,culto,sibarita,mundano poeta,sentimental ...y guapo ¡leches!,¡qué lo sé yo! jajaja.Bien,pues generosamente te has dado a Roberto y lo has llenado de nostalgia, de alcohol y amor.Te adoro cuentero. Se advierte al personal que la abundancia de estrellas puede deberse al amor de la amistad,aunque no creo,no.(1001 estrellas para los ojos de Argel). Gadeira
 
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