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Esa noche ni hacía mucho frio, pero el señor de la casa estaba bien tapado con las cobijas de cuadros color rojo que eran de lana de borrego. A él hasta comezón le daba, pero era la cobija preferida de su mujer y él hacía como que la cobija no importaba, sino más bien no enfriarse en la noche. Un dolor súbito en la espalda hizo que el señor de la casa despertara inmediatamente de su sueño, y hasta pensó que su mujer lo había golpeado por la espalda. Ya hasta se lo esperaba un día, pues la mujer era de carácter fuerte y no había mucha gente que le hiciera frente en una discusión, ni oral ni física. El señor de la casa recordó que últimamente no había sido muy cuidadoso en los detalles románticos con su mujer y volteó rápidamente para recitar su cantaleta practicada para la ocasión. Su sorpresa fué ver a la señora bien dormida, con las cobijas moldeadas al contorno de sus curvas femeninas. El señor de la casa recordó lo bella que era su mujer, y por unos instantes hasta creyó que no volvería a olvidar amarla, pero en un instante se lo olvidó. Eso pasó cuando el señor decidió levantarse a orinar. Seguramente la cerveza de la noche anterior había tenido sus efectos diuréticos, y aunque nunca se levantaba en la noche en ese momento lo necesitaba. Mientras caminaba hacia el baño se topó con su gato, y lo empujó con el pie por estar a medio camino. El señor de la casa nunca había sido cruel con los animales, pero esa noche fué distinto. Entró al baño y se miró al espejo antes de orinar. El solo vió un rostro que difícilmente expresaba un sentimiento claro; como de esas veces en que es difícil saber lo que uno siente. También sacó la lengua, y solo vió una saliva espesa, espumosa y blanca. Se sopló a si mismo, como para oler su aliento y después de hacerlo meneó la cabeza en señal de desaprobación y arrugó la frente. Se giró a la derecha, pues la taza de bano estaba ahí nomás, como a tres pasos. Cuando empezó a orinar siguió pensando en el dolor de su espalda que lo había despertado, pero no llegó a ninguna conclusión. Lo más inteligente que se le ocurrió fué que su mujer se hacía la dormida y cuando él le daba la espalda ella lo pateaba con la rodilla.
“Vieja astuta!” -Pensó el señor. Y comenzó a ver el chorro amarillo que caía en el escusado, salpicando con pequeñisimas gotas el mármol con que estaba hecho. El pensó que lo limpiaría con un papel inmediatamente después que terminara de orinar, pues sabía lo que le esperaba si su mujer encontraba una sola gota por la mañana. El señor de la casa ya estaba a punto de terminar de orinar, pero sintió el dolor nuevamente en la espalda, tan agudo y penetrante que bien pudo haberlo comparado con una espada afilada penetrando su espalda baja. Antes de que él pudiera pensar tuvo que gritar por el dolor, y se dió cuenta que su chillido había sido más parecido al de un marica que al de un hombre. Su mujer seguía dormida, pero poco después despertó, y quien no, si esos chillidos semejaban a un puerco en el matadero, siendo acribillado por un matarife inexperto. La mañana siguiente el señor despertó en una cama de hospital, y a su lado estaba su mujer, leyendo en voz alta el diagnóstico “Tienes piedras en el riñón, la morfina te va a quitar el dolor”. El señor sólo se volteó para dormir más, pero la morfina hizo que se sonriera.

Texto agregado el 29-09-2005, y leído por 380 visitantes. (1 voto)


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