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		Nadie volvió a ver a Julito Perdomo, 
cuyo nombre ya había pasado casi 
al olvido el día que se apareció en 
La Taberna Berna convertido en un 
gigante de más de dos metros de 
altura, con musculatura de Tarzán 
y pelo de Chita y anunció que iba 
a vengarse del Rey del Arroz. 
Se bebió todo el aguardiente, se 
comió a todas las pirujas picunas y 
le aumentó el tamaño de las ver- 
gitas a los dos monaguillos del Pa- 
dre Santoya que atendían el mos- 
trador. Y sin que nadie se lo pi- 
diera, acaso por pura solidaridad 
de pichador desenfrenado, 
 curó de un soplo sulfuroso 
e hirviente todas las gonorreas de 
la clientela de la Taberna Berna,  
hasta la del hijo del dueño de la 
Droguería Marín, que estaba en Bo- 
gotá comprando químicos de Mon- 
santo para el laboratorio de coca 
que tenía su padre en el sótano de 
la Alcaldía Municipal.  De pron- 
to sintió como si le estuvieran ma- 
mando el miembro y eyaculó una 
precocidad de leche color Minevitam 
burbujeante de gusanitos verdes que 
se fueron enroscando y se convirtieron 
 en un polvillo color de esmeraldas 
molidas que se elevó como un tornado 
minúsculo y desapareció en el aire  
saturándolo de un olor a cucarrón  
mierdero destripado y dejando a todos 
estupefactos, y con náuseas a los 
empleados del Ministerio de Salud que 
estaban autorizando el transporte de 
los químicos controlados a cambio de 
$500.000.00 y 700 gramos de basuco. 
 
Acababa de cumplir quince años y a 
través de Zuname se había enterado 
de la vida de su padre y él drama de 
su concepción y a las seis de la ma- 
ñana, tal como lo había vociferado 
toda la noche, se dirigió a exigirle 
una completa rendición de cuentas 
a su abuelo. 
 
Atravesando las calles desiertas de 
un pueblo sobrecogido por el terror 
siguió por Camino Real hasta plantar- 
se frente a la puerta de Rancho Per- 
domo.  
 
Cuando por fin la india Piraquive abrió 
el inmenso portón el olor a prostíbulo 
que había permeado la Casa Mayor por 
mas de una década se desvaneció ma- 
tando la tarántula blanca que Julito 
Perdomo llevaba en el bolsillo derecho 
protegiendo, según la leyenda Picuna, 
las partes nobles del futuro Rey Picuna 
quien ya ni sentía el letal arácnido trepado 
do en la protuberancia de su miembro 
descomunal y que le había costado la 
vida a la gringa Inga, la vagina más fina 
e incomparable de la Taberna Berna y  
todo el norte de suramérica que  
obsesionada por esa inmarcesible  
envergadura había mandado la mano a 
ese atado monumental y en una danza 
delirante se había quitado toda la ropa 
y había muerto del corazón en medio de 
sístoles y diástoles vertiginosas de  
espasmos incontrolables y aterradores 
que le reventaron los alucinantes pezones 
de quince centímetros y apagaron las 
torrideces de su lujuria generosa e  
inolvidable en medio de orgasmos  
cataclísmicos y babazas espumosas y 
fétidas que aún lloran anualmente durante 
tres días de duelo y abnegada abstinencia 
sexual los caqueteños de antaño en  
memoria de los polvos más terapéuticos 
de la medicina natural amazónica. 
Con la tarántula muerta en la palma de  
la mano, la bragueta abierta y su falo 
desmesurado a punto de hacer saltar 
los ocho botones de sus interiores  
cosidos con hilo de juyo de las orillas 
del Tambuyacu Julito Perdomo tocó a 
patadones la puerta de la alcoba de su 
abuelo mientras las guacamayas brasi- 
leñas y los bimbos de Natagaima arma- 
ban un estruendo como de Niágara que 
despertó a toda la servidumbre al  
espectáculo del gigantón que derribó a 
patadas la puerta de la alcoba del pa- 
trón y entró lentamente con una inmensa 
tarántula inmóvil en la palma de su mano 
y una anaconda furiosa entre las piernas. 
 
De lo que ocurrió en el interior de esa ha- 
bitación.........Continuará 
 
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Texto agregado el 01-10-2005, y leído por 309 
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