LA ETERNA ESPERA.



Estoy aquí nuevamente, en la Estación República, perdido, cansado, mirando, en realidad esperando, no sé que, y así me quedo, esperando viendo como la gente pasa indiferente frente a mi, algunos caminan descuidadamente, me ignoran y me pasan a llevar. El reloj del Metro dice que son las diez treinta, suspiro, miro mis zapatos, pienso en que me he transformado en un vagabundo. Miro hacia el túnel, viene un tren, se detiene, baja gente, todo es igual, desde principios de año, en que para mí la noche se ha transformado en una excusa para perderme, para no pensar, para dejarme llevar por la inercia de esta vida, que se empeña en dejarme siempre en el mismo sitio, abandonado aquí, como aquella canción de Cafeta Cuba, la del Metro, solo que yo sé exactamente donde estoy y como salir, sin embargo, aquí estoy, esperando con esta cara cargada de noches sin dormir, con este cuerpo maltrecho de tanto huir, de caminar sin sentido de no hacer el paréntesis necesario para lograr recuperar las fuerzas y el aliento que se requieren para seguir adelante… estoy aquí, pensando cosas que ya no tienen mucho sentido.

Tomo aire, suspiro otra vez, siento el peso de mi mochila, me la quito y la dejo en el suelo, entre mis piernas. Se ha terminado la venta de boletos por hoy se escucha por los parlantes que están en la estación, miro el reloj nuevamente, sus grandes números rojos me dicen que ya son las diez treinta y cinco, miro una pareja que se besa lentamente y parecieran detener el tiempo a su alrededor con la lentitud de sus movimientos. Siento el tiempo como pasa y lo pierdo, se va como los pasos de la gente, de las cientos de personas que se alejan y yo me alejo también con los segundos, los minutos y las horas aquí, perdido y sabiendo exactamente donde estoy.

Los guardias del metro están cerrando los accesos de la estación, la gente se retira, me gustaría dejar de sentir esta pena, esta angustia que me desarma y me hace vulnerable, siento el derrotero bajo mis pies y la vida que se me escapa en estas horas muertas de espera, de convicción, de entrañas que se revuelven con cada brisa calida que se levanta cuando algún tren pasa y se detiene abruptamente rugiendo a su vez por escapar de las ataduras de la tierra, explotando en mis oídos como las verdades que mis ojos me revelan al alzar la vista... y ahí, ahí esta la conclusión a esta situación, todo tiene sentido, toda esta espera es, ahora, concreta y repleta de sentido, cuando frente a mis ojos la veo, con su cabellera negra, infinita, y esos ojos que inspirarían los mejores sonetos o poemas del barroco, o los mejores versículos del cantar de los cantares, y siento que esta es la única forma de verla, agazapado en el anonimato que produce El Metro, es patético. Ella camina digna y su figura se dibuja bajo ese vestido rojo que se le ciñe al cuerpo, como lo quisieran hacer mis manos que ahora sostienen mi mochila, pero desgraciadamente no son mis manos las que rodean su cintura, son las de otro, un tipo alto, bien vestido y aunque me cueste reconocerlo, bien parecido. Se alejan rápidamente, se ven felices como la pareja que esta a mi lado besándose lentamente, un guardia los mira y deciden irse, se van tomados de la mano, yo escucho que se acerca otro tren por ese túnel infinito perdido de oscuridad, comienza a levantarse esa brisa que antecede la inminente aparición de la máquina, el mismo guardia que hizo que la pareja a mi lado se fuera, me dice, Joven, vamos a cerrar, yo miro las líneas del Metro y no me parece una mala idea.


El cuervo__