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Inicio / Cuenteros Locales / YAMILETHLQ / La perfección sólo se encuentra una vez, y es la última

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Le pregunté cómo era ella. Perfecta, me respondió. No pude replicarle. Perfecta. Perfecta. Eso lo dice todo. Perfecta. ¿Qué podía superar la perfección? Quise saber qué sentía por ella. Es la mujer que amo, me dijo, antes de que yo terminara de cerrar mi signo de interrogación verbal. Me alegro. Debe ser increíble conocer a la persona perfecta, al ser humano ideal, le respondí sin trastabillar. Eres muy afortunado, le hice saber. Por dentro, el universo entero se salía de su eje, los meteoritos hacían impactos devastadores y los cometas colisionaban unos contra otros. Perfecta. Es la mujer que amo. Y yo seguí preguntándole, de la misma forma en que uno repregunta al adivino cuando vaticina lo funesto (algo malo te sucederá: ¿Así? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Y qué es exactamente lo que me pasará? ¿Me recuperaré?...) Seguí preguntándole, yo que más bien le debía respuestas. Por un momento, renuncié al decoro. A ese siempre aparentar estar bien. Renuncié a ese nunca quebrarme. El dolor asomó primero por mi mejilla izquierda, luego por la derecha. Pero, él no lo advirtió. Felizmente no había mucha luz. Empezaba a anochecer, así son los inviernos. Me atreví a pedirle un cigarro para darme fuerzas. Era la sétima vez que él venía a verme, siempre con su traje de ejecutivo y la expresión taciturna. Confiaba en mí (pero cualquiera puede confiar, eso no significaba nada). En todo caso, sus pasos lo guiaban hasta donde yo lo esperaba. Sí, lo esperaba: desde hace poco veía a las personas pasar como si fuesen simples extraños, todos iguales, dibujados en serie. En cambio él se había convertido en mi cuarzo en la arena. Me interesaba lo que podía pensar y qué pasaba con su vida. Debo confesar que hasta el tercer encuentro (hablo de encuentros fríos e impensados) nada me unía a él. Ni siquiera la casualidad. No me importaba que su mundo estuviese ubicado a millones de kilómetros del mío. Ni si era feliz o si sufría. No me importaba si ella existía y si su existencia giraba en torno a ella. Qué podía interesarme a mí todo eso. Todas las historias se parecen y todas tienen su buena porción de sufrimiento: no te involucres en ninguna. Me había advertido la abuela Martina para que yo no me enfermase de dolor. Pero hay días extraños en los que uno quiebra las reglas, rompe las fórmulas, días aciagos en los que uno resbala y se involucra en historias ajenas, aunque sea por simple curiosidad. Me sobrepuse. Perfecta. Era una simple definición. Perfecta. Una quieta palabra. Pero… estaba destinada a la mujer que él amaba. Todo confluía. Yo ya iba por el quinto cigarro convidado a mi petición. Proseguí con él, escuchándolo, respondiendo a su confianza. ¿Haré bien si me caso con ella?, desfogó entreabriendo sus ojos turquesa (pulcras réplicas de las piedras que yo llevaba en el dedo anular). ¿Cómo negarse a la perfección?, le respondí. ¿Cómo decirle no a la mujer que amas?, acoté. Mis respuestas eran dictadas por el corazón. Y nacían sangrantes, oprimidas. Hasta ese día nuestras conversaciones no pasaban de ser anodinas. Inexpertas. Lo más parecidas a tediosos ping pong. Hablábamos del impredecible clima, de la bolsa de valores, del caballo con más probabilidades de ganar en el Derby, de la salud de su hermano, de esas cosas que se escuchan entre bostezos pero fingiendo gran interés. Es perfecta, la ama y se casará con ella. Ninguna nube negra se asomaba en ese designio. ¿Qué podía hacer yo contra eso? Sólo desear que se cumpliese. Sujeté mis cabellos con la pañoleta mientras secaba mis lágrimas empeñadas en arruinar el delineado de mis ojos. Cómo odiaba esas escenas tontas. La abuela Martina las reprobaría. Una mujer perfecta no es débil. No se quiebra al primer anuncio. No se involucra en historias ajenas, peor si es por pura curiosidad o por ese no sé qué. Le dije algunas cosas más, con tono grave y voz engolada, con ese ímpetu de quien, a pesar de estar herida, sale al ruedo a dar la pelea. Primero por imprevisión y luego deliberadamente coloqué mis manos sobre las suyas y fingí despedirme para disimular. Perfecta, dijo, sin despegar sus ojos de los míos. Tenía que haberlo sabido antes: La perfección sólo se encuentra una vez, y es la última. Confesó. ¿Volverás? Le pregunté sin ocultar mi ansiedad. Mañana tomaré el primer avión a Londres. Ella me espera: nos casaremos el sábado. Anunció. Es una promesa que le hice a mi padre antes de que partiera, trató de explicar, más melancólico que de costumbre. Puso sus monedas sobre la mesa, diez veces más de las que yo merecía (le devolví algunas, por los cigarros). Me entregó una foto suya (era el único recurso para intentar que lo recuerde, su última carta antes de desaparecer). Yo la guardé en el corpiño. Ya no me importó quien más esperaba turno para saber su futuro. Tenía que buscar otra forma de ganarme la vida (la abuela Martina no se equivocó: Nunca te involucres en historias ajenas, todas se parecen). Aquel día el tarot egipcio había insistido en mostrarme la Torre y el Colgado, advirtiéndome mi negligencia y ese derrumbarse de algo que apenas comenzaba. Odiaba los bastos y también se habían presentado en mi baraja. Apuré mis pasos y nunca más regresé a la Rúe 7. No sé si él volvió alguna vez. Mis cartas de gitana retirada no me lo quieren contar.

Texto agregado el 04-10-2005, y leído por 305 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-10-2005 Para los que creemos en el Tarot este cuento es maravilloso Felicitaciones. castillo
 
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