Y creía que me iba a hundir por completo en este océano de lágrimas, cuando en aquella profundidad me detuve y abrí los ojos. No había más que oscuridad y no sentía el agua. Sólo había un paisaje inamovible, la flora marina, el bosque oscuro de la mente humana... Fue entonces que intenté subir a la superficie, aleteando con fuerza y miedo, chocando contra un delfín que nadaba alegre. No había pez que me aconsejara ni tiburón que pusiera fin a mis tristezas. No había buzo que me sacara de allí ni barco que me llevara a puerto. Era yo. Éramos el mar y yo. Éramos el delfín, el mar y yo. Decidí seguir al delfín, aguantando la respiración, disolviendo las lágrimas, estirar los labios para sonreír.

Y de repente llegamos a una especie de playa desierta. Salí de ese ancho mar que me tenía atrapada en su inmensidad. El delfín se dejó acariciar, mi mano tocó su cabecita suave y amistosa. Luego desapareció. Creí que ya no volvería.

Pero de allí, donde mismo se había hundido, una persona me hacía señas. Caminó hacia mí y luego me dio un abrazo. Me besó con ese sabor a sal y con el dulce del sentimiento. Él era el delfín ahora, quien me sacó de las profundidades de mi cabeza, quien me ayudó a salir adelante, a pesar de las dificultades. Quien me dijo que dependía de mí salir de ese antro húmedo y oscuro.

Entonces cuando alguna amiga me pregunta por qué llevo un colgante de delfín en el pecho y por qué le di uno a la persona que amo, le cuento esta historia...