La chica bajó del tren y se metió en el pasillo flanqueado de plantas. Él se guareció detrás de una mata grande y se aseguró a sí mismo que esta vez no se le escaparía. Dejó la piedra en el piso. Cuando vio que dio los primeros pasos con decisión, se escondió más abajo para que no fuera a verlo. Una rama que había volteado la tarde anterior, bastó para que se espantara.
La dejó pasar y le miró el cuello de atrás. Dos mechones de pelo desprolijos llegaban hasta la blusa celeste. Sintió que ante su vista todo se movía y se abalanzó. Le tapó la boca. Ella le mordió un dedo pero él no aflojó. Le apoyó la pichila en el traste. Con la derecha le manoseó una teta. Le pareció que se entregaba. Quedó inmóvil. Aflojó un poco la mordaza y ella se sacudió. Gritó pero el grito duró una milésima de segundo. La volvió a ahogar. Lo mordió y él le refregó la mano en la cara deformándosela. La tiró detrás de la mata. Se echó encima. Ella ahora se retorcía como un chancho en el matadero. Con la mano invertida y el brazo tieso le impidió gritar. Le saltaban las lágrimas. Le terminó de arrancar la blusa. Tiró el corpiño hacia abajo y saltaron las tetas blancas. Le desprendió el cierre del jean. Ella quedó inmóvil. Él peló la pichila que estaba dura como una madera.
Vio los pezones parados y la mirada brillante. La chica , como pudo, comenzó a aflojarse. Él dejó de maltratarla, y ella sola, se empezó a bajar la bombacha. Aflojó instintivamente la presión de su mano en la boca; la dejó a tres centímetros pero entendió claramente.
—Sí —la escuchó—, cogeme...
Quedó tieso. La tocó los pechos. Fue inútil. La pija se le vino abajo como un trapo.
Saltó. Ella lo miraba con la cara roja y los pezones parados. Estaba suelta en el suelo pero no gritaba. Parecía desafiarlo. ¿Gemía o se estaba riendo?
Volvió a sentir la pichila cuando terminó de masacrarle los ojos con la piedra.