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Fragmento de “el último viaje” ISBN 0-9683701-1
Reservados todos los Derechos de Autor ante CIPO
Autor: Carlos Echeverry Ramírez (Colombia-Canada)

Juntos los dos

-Jóvenes, y usted señor Cato, les quiero comentar lo siguiente:

Hoy mi cansancio es mayor que en muchos años anteriores y muchísimo más que cuando estuve en la guerra.

Anoche, estando acostado tranquilo, quizás como siempre, después de que mi esposa Charlotte se fue a acompañar a Martina con su fiel perro a la caminata habitual, hora en que el can hace sus necesidades y Martina recoge en bolsa plástica la mierda, yo me quedé leyendo tranquilo, acompañado de un Cherry semiseco y las melodías del violonchelo de Pablo Casals. Cansado, por el duro trabajo del día anterior, dejé el libro sobre la mesa, fui a mi habitación y al entrar en ella puse el termostato en dieciocho grados, desnudo me metí debajo de las cobijas; allí en la comodidad de la cama y después de poner mi postiza dentadura en un vaso con agua y colocar mis anteojos encima de la pequeña mesa de noche, apagué la luz de la lámpara de leer y dormí sin problema.

No sé cuantas horas habían pasado, cuando en el silencio y oscuridad de la noche escuché ruidos muy extraños en las afueras de mi alcoba, exactamente en las escaleras; eran unas risas escandalosas y palabras desconocidas por mí. Yo, un hombre que habla el latín, asustado y sorprendido me senté a esperar el fin de lo que escuchaba, sin tratar de hacer juicio alguno.

Consciente estaba de que Charlotte, mi querida esposa, no había llegado, ya que varias veces toqué el lado de la cama donde duerme y no la encontré, lo cual me causó mucha angustia; así, lentamente, los sonidos terminaron de subir las escaleras y finalmente entraron en la habitación...

Observé, cauto y desconfiado, entrar una sombra amorfa, un bulto grande moviéndose con dificultad; con mis cansados ojos de anciano no podía tampoco distinguir qué era, sólo escuchaba las risotadas escandalosas, las palabras enredadas y un fuerte y marcado olor a alcohol.

Nervioso, dudé de mis actos y pensamientos, creí momentáneamente que era una mujer de la vida alegre y numerosos clientes que se habían equivocado de casa y aposento; como pude, a tientas de ciego y en la negrura de la noche busqué mis gafas para poder prender la pequeña lámpara. Después de hacerlo y para mi gran sorpresa encontré a ¡Charlotte!

Sin creerlo, y sin poder aceptar lo que veía, la encontré tirada en un extremo de la cama, ¡Mon Dieu! ¡mi esposa! ¡La bióloga!, la directora por treinta años del famoso coro de música sacra en la conocida iglesia luterana de Ginebra, la mujer maravillosa, ¡Quelle horror!, la madre de mis cuatro hijos estaba ahí, tirada de esa manera, ¡completamente borracha! hablando en un idioma incomprensible, riéndose y actuando como nunca antes en nuestra apacible vida y después de cuarenta años de casados, a estas horas de nuestro matrimonio y en el cenit de nuestras vidas.

Traté de encontrar la causa de este inusual estado en ella, después de tantos años compartidos, desde aquellos en los que yo iba o ella venía al pequeño
jardín al frente de la facultad a esperar que terminaran nuestras labores académicas en la universidad. No supe qué pensar.


Estimados señores y usted señor Cato, no sé qué decirles o cómo expresar lo que sentí en ese momento.

Recuerdo que tuve un inmenso vacío, una agónica tristeza, una irónica risa, un débil entusiasmo y una rabia pasajera, y también todo aquello que puede un hombre de mis conocimientos y jerarquía experimentar, en esos segundos al ver a su querida esposa en esas lamentables, terribles e inaceptables condiciones. Horrorizado de ver a mi Charlotte en esa situación, con voz angustiada, sintiendo una punzada fortísima en mi débil corazón y dolor en mi brazo izquierdo, le pregunté:


-Charlotte, mon amour, mon Dieu, ¿Qué te han hecho?

Atónito y horrorizado la observaba.


Ella poco a poco organizó sus desvariados pensamientos en medio de risas desconocidas, con ternura abrasadora y en una voz jamás escuchada en
todos nuestros largos años de nuestra feliz relación, me dijo:


-“Freddy, mi amor, ¡mi tesoro!, ¿Recuerdas anoche cuando vino Martina con su perro a que la acompañara a caminar?... Muy bien, las dos nos fuimos conversando, mientras el can buscaba un lugar verde dónde hacer sus
necesidades. Conversábamos de muchas cosas, de ti, de Teodoro; charlábamos acerca de nuestros hijos, de sus alegrías y frustraciones, de las duras dificultades que enfrentan aun con todos sus títulos académicos
para encontrar un trabajo estable y bien remunerado; dialogábamos de nuestras cosas de mujeres y que muchas veces o casi siempre son muy diferentes a las que los hombres hablan entre ellos; analizábamos también con
impaciencia lo poco que podemos hacer o que se nos permite a nosotras hacer por ustedes para mejorar el mundo; tristemente comprendíamos lo mínimo que es aceptado y con escasa alegría recibido por los hombres para hacer más solidario el bien común. Caminando las dos solas apartábamos con nuestros bastones las hojas caídas que anuncian el fin del verano, acompañadas mentalmente por aquello que hemos creado, es decir, nuestros hijos. Martina y yo íbamos muy preocupadas, meditabundas; yo llevaba en mí algo que no te he dicho en los últimos años: sentía una creciente ansiedad de ver lo trágico que sucede en el mundo fuera de nuestros vecinos, en otros países y regiones. Llevaba tristeza y frustración de ver lo poco que puedo hacer para cambiar lo que escucho en todos los lugares que tú, como hombre, no frecuentas, no entiendes, no quieres aceptar ni oír y que quizás jamás comprenderás.


Martina y yo sorpresivamente sentimos a lo lejos, en el Parque de la Esperanza, unos sonidos de tambores como africanos, unas guitarras, unas trompetas, flautas, lutes de Persia, maracas de Sur América, acordeones, trompetas, tiples, guitarrones y unos violines gitanos de Hungría y Rumania. Nosotras, como bien tú sabes, somos curiosas y dueñas de una intuición que ustedes no tienen; ansiosas apresuramos el paso y fuimos a ver qué era esa música tan bella, esas melodías con una sensualidad envolvente que ahora
escuchábamos en el mismo parque al cual íbamos tú y yo cuando éramos jóvenes y nos sentábamos a conversar del futuro, de nuestros sueños e ilusiones. ¿Recuerdas mi amor, mi tesoro?


¡Freddy, escúchame! ¡Escúchame!


Al llegar al parque, Freddy, mi amor, encontramos unas mujeres y hombres extranjeros de pelo azabache con ropas llenas de colores, con todos sus niños cantando al son de la música y bailando en una armonía, en un ágape que jamás yo había presenciado en Europa.

Fuera de nosotras estaban muchas parejas conocidas, había varios ex colegas y ex alumnos tuyos de la Universidad, las parejas y los vecinos nos quedamos
quietos y perplejos presenciando esa reunión, una fiesta llena de amor y de fraternidad.

Martina y yo, dos mujeres ya viejas y feas, como dos ancianas esperando sólo la muerte, sorpresivamente nos encontramos, igual que los otros, en la mitad de ese pequeño carnaval.

Las mujeres y hombres tenían unos dientes hermosos color nieve, una piel canela y cabellos oscuros como las noches del invierno, sus músculos tenían una simetría excelente, pequeños cuerpos en volumen pero de una definición muscular sin igual. Algunos tenían una personalidad, una alegría y dinamismo como el agua en nuestros riachuelos cuando baja de las montañas en la primavera. Martina y yo fascinadas con esas risas melodiosas mirábamos todo.


Allí nos ofrecieron vino, y con todo el respeto del mundo nos invitaron a bailar; sí, a compartir con ellos la alegría. Martina bailaba. Yo también extasiada miraba cómo ellos me invitaban a bailar, sin importarles mi lentitud, mi torpeza al llevar el ritmo, mis arrugas de mujer vieja y fea. Todos nos aplaudían sin parar; esta gente desconocida por nosotros únicamente quería que Martina y yo, como seres humanos, disfrutáramos la vida y la alegría creada por estos músicos que vinieron al festival.


¡Hubieras visto a Martina bailando! Cómo se reía, ¡parecía una loca! Igual a esa gente, a esas mujeres y hombres locos del parque llamados injustamente así por nosotros los suizos. Qué ternura nacía en las miradas de sus hijos, en los melancólicos ojos y en sus risas apacibles.


Freddy, mi amor, espero comprendas, ahora por qué estoy tan contenta y ¡por qué decidí tomarme unos vinos de más! Simplemente compartí con esos locos la fiesta que, en ese parque de Ginebra, comenzamos a llamar la Fiesta de los Inocentes.

Te preguntarás... ¡escúchame amor! ¡escúchame! ¿te preguntarás cómo llegué a casa?

Te lo diré: cuando me sentí ya cansada de reír y de bailar, y de oír tantos aplausos, como nunca antes en mi vida los había recibido con tanta espontaneidad y simpatía, le dije a unas mujeres llamadas Pilar Torres, la Mechas Otoya y María Teresa, que, a propósito, me dijeron que trabajaban como científicas investigadoras en un centro agrícola del cañaduzal, que Martina y yo queríamos regresar a casa. Al instante seis parejas de los latinoamericanos ahí presentes, en forma alegre y aún disfrutando con la música, nos acompañaron despacio a casa.

Las mujeres charlábamos y nos reíamos, los hombres hablaban con los niños. Ellas, las más jóvenes, hacían muchas preguntas de nuestros sistemas políticos, sociales, económicos y de mi relación personal contigo; eran muchas preguntas sin pena ni amargura, como si hubiera en ellas una insaciable sed de conocimiento.


Al rato, caminando en medio de todas estas conversaciones, no sé por qué y a estas horas de mi vida como mujer, a mis setenta y cinco años, en forma total empecé a sentir en todo mi cuerpo unas ganas y deseos inaguantables de estar junto a ti.


Sí, Freddy, mi amor, mi tesoro, sentía unos deseos irreprimibles de tocarte y sentirte junto a mí y que no tenía en muchos, muchos años.


Me sentía una adolescente con deseos húmedos y ardorosa pasión. Quería que me tocaras, que me besaras, como en aquellos años ya lejanos e inalcanzables para los dos, aquellos días en que ¡me jurabas amor eterno! Cuando éramos jóvenes y bellos, cuando éramos solo los dos.


Quería que nuevamente te olvidaras de todo aquello que existe en el mundo, ser el Eje del Universo y volver a escuchar cuando tú me decías que yo era toda tu gloria.


Al llegar a nuestra casa, acompañada de todo este grupo y subiendo las escaleras como podía, sentí otra vez nervios y pánico de lo que había pensado y deseado en el camino, no pude contener mi nerviosa risa al darme cuenta y aceptar que estaba húmeda en mi cuerpo, a mi edad y ¡después de tantos largos años!

Más ganas me entraron de acariciar tu cuerpo, de contar vuestras costillas marcadas por las huellas del tiempo, de sentir mis flacas y fláccidas piernas, tocar y palpar tu vencido pecho, tus hombros ya cansados, tu inflexible espalda. Quería y, quiero ahora, que toques todo mi cuerpo, mis arrugas en
barro seco por donde pasaron los alegres y esquivos riachuelos, las profundas grietas de mi piel, como si fueran hoy alegres acordeones tropicales.

Que muy lentamente y con todo nuestro tiempo me beses toda. Sí, quiero que me beses suavemente, dulcemente. Que acaricies mis largos y descolgados senos con sus tristes y marchitos pezones, como si fueran ellos esta noche y ahora dos fértiles oasis en un árido desierto, donde se alimentó la belleza de nuestros cuatro hijos. Quería que juntos esta noche, tú y yo, nos llenáramos íntegros de amor en un triste mundo moderno donde éste ya no existe.

Y así los dos en uno...

-Sí mi amor, ¡los dos!, ¡sólo los dos!

-Y, en un interminable beso fuéramos felices una vez más al final de la noche...

= * = * = * = * =
Ó1996-2005 Carlos Echeverry Ramírez
Colombia-Canada Reservados Todos los derechos de Autor ante CIPO y WIPO



Texto agregado el 10-10-2005, y leído por 144 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
11-10-2005 Me ha gustado por muchos motivos, entre ellos por la sensación de contenido en cada momento, no hay lagunas en este texto, es rico en matices, llena al lector por lo que cuenta y sobre todo por la manera en que se cuenta. Te felicito sinceramente. Es un cuento bien trabajado. Enhorabuena. claraluz
 
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