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Reservados todos los derechos de autor ante CIPO y WIPO
Cuento presente en el libro: ”Compartiendo Alboradas” ISBN 0-9683701-1-X
Y en venta en el mercado y librerías de diferentes paíces de América latina.

El día de la entrega

Ese día amaneció lloviendo y me levanté con el pie izquierdo.
Meditando unos instantes en la misión encomendada para ese entonces y planificada desde hacía un año, me toqué la cabeza pensando en ese imposible y miré todos los diferentes rincones de la habitación en la pensión de Cartagena.
Observé detalladamente la torre del reloj debajo de la cual cruzó Simón Bolívar con su ejército y a su izquierda en la corta distancia el mar Caribe. Luego me fui a la ducha con toda la calma. De mi mente no podía sacar la cara del hombre que era el objetivo. Esa persona la había estudiado muchísimas veces y había leído mucho sobre ella, todas sus cosas las conocía y todas sus rutinas las tenía claramente identificadas y después de todo lo planificado y pensado sólo existía ese día para la misión encomendada. No podía fallar.
El objetivo de la misión era el hombre más cuidado de Latinoamérica. Quizás el segundo o tercero más custodiado en el mundo. Muchísimos anillos especializados de seguridad a su alrededor, yo sin embargo, y no dejándome ver por ellos durante las últimas semanas, estaría a solo unos metros de su cuerpo cuando él ingresara al Centro de Convenciones de la ciudad de Cartagena.
Así había pasado los últimos días desde que llegué a la ciudad, haciendo inteligencia y mirando los lugares estratégicos donde se centraría el fuerte de sus anillos de seguridad y estudiando muy detenidamente las vías de salida en caso de fracasar en la misión o algún imprevisto que saliera contrario a lo ya establecido. No podía fallar ese día.
El día predicho llegaron y el hombre como objetivo nunca apareció en horas de la mañana. Ya cansado de esperar me fui a descansar al hotel. Saludé al recepcionista y respondió amablemente. Observé que ese día estaba de buen genio, -normalmente parecía que hubiera desayunado con alacranes el tipo ese- luego entré rápido en mi habitación y estando acostado empecé a meditar sobre todas las cosas vividas en esa pequeña ciudad convertida en el prostíbulo más grande de Latinoamérica con su miseria de los barrios marginales, el Nelson Mandela, el hambre y terror en los rostros de sus niños y la indiferencia e ignominia del gobierno hacia ellos.
Mientras tanto la vida nuestra continuaba, la tarde iba pasando y las horas con sus largos y eternos minutos en un calor insoportable y la escasa brisa marina avanzaban lentamente. En la ciudad del corralito de piedra nadie sabía a qué horas llegaría el hombre señalado o qué medio de transporte utilizaría para llegar al Centro de Convenciones. Sólo se escuchaban las voces perdidas en el silencio y la desesperanza de las negras vendedoras de frutas y de hombres sin futuro con los pedazos de loterías nunca ganados en sus manos.
Unos rumores decían que el hombre aquel tan importante y conocido por todos llegaría por la parte trasera del Centro de Convenciones en una lancha rápida. Otros decían que en helicóptero desde el aeropuerto, y otros que en su cuerpo de limousine blindada.
Todo era pura especulación entre el pueblo ansioso por ver al hombre escogido y entretenidos todos con la fantasía de la música de carnaval y los juegos pirotécnicos, el ron gratuito, el whisky, las bellas y costosas putas como las más baratas –de a dólar mi señor, que aquí hay para todos- con los elegantes ladrones de cuello blanco y los maricones con su reina -la Luisa-, y uno que otro ingenuo, honesto y desplazado campesino, para mirar todo el espectáculo montado para y por los corruptos del poder y el dinero.

En los caros y exclusivos hoteles el whisky y la coca eran las delicias de cada día para sus clientes pederastas y psicópatas de los monos ojizarcos como siempre con acento gringo y sin faltar nunca sus mediocres, lacayos y serviles de algunos de los gobernantes nuestros. Mientras en los barrios pobres continuaba igual que siempre y segundo a segundo la miseria, el terror colectivo y las balas que eran también, y en esas circunstancias, el obligado y merecido pan de cada día. Ta- ta- ta -ta -ta, hps…
Para esos miserables pobres... ¡y no por miserables sino por pobres!, y finalmente el obligado y siempre impotente llanto de las dignas mujeres, los ancianos y niños ante la cotidiana violencia y barbarie.

En otro lugar y al mismo tiempo muy contento, enguayabado y sin preocupación alguna el avaro cura Germán daba la comunión a los escasos y solapados crédulos en la capilla próxima de la Santa Guerra y el sacristán maricón le picaba el ojo al hijo de la desplazada campesina Rosario. En mi iluminada habitación entraba la suave brisa y el rumor de las olas del mar Caribe y con sorpresa inesperada también llegaba la paisita Tatiana tratando de imitar con el cuerpo y con la risa sus 20 años antes cuando fue reina de la cuadra en el barrio Buenos Aires, gran modelo, dama acompañante, gran diva y con su poca experiencia en las lides amatorias y en las duras y largas batallas de sexo bendecido y santificado en colchones de plumas. Un Viernes Santo y toda empericada y en un acelere no extraño conoció un conde italiano en la zona rosa de Cartagena y después de tres culiadas a lo paisa, y con escapulario en mano, lo enamoró en un abrir y cerrar de ojos como a un ternero recién nacido y así de cabestro, suavecito papacito… y con la puntica nada más mi papi, ay mi nene...
El conde aquél se la llevó a Italia para que fuera una de las más distinguidas señoras de la alta sociedad milanesa.
De esa manera, y con ese gran pasado, la paisa Tatiana entró a mi habitación de la pensión en Cartagena, igual y como veinte años atrás entraba toda sensual, voluptuosa y costosa, en las diferentes habitaciones y suites de los hoteles más caros y elegantes de la siempre moribunda Colombia y hablándome toda alborotada me dice la muy loca:
-¡Ay Cato de mi alma perdida!, estoy en embarazo.
-¡No jodás, imposible! Háblame en serio… dime la verdad.
-¡Sí, sí te lo juro!
-Pero… no sé si el hijo es de Nandito.
(El jefe paraco de la zona)
-O si es de Pepe.
(El jefe guerrillero de la otra montaña después de Turbaco)
La paisa Tatiana alternaba con los dos hombres según fueran los días de descanso de cada uno.
Cuando escuché esas palabras tan difíciles de asimilar para cualquier hombre le pregunté:
-Tatiana… y ¿cómo putas y carajos te pudo pasar eso?
-¿No sabes de quién es?
-Qué cosa tan berraca -pensé en mis adentros-, increíble.
Ella sentada muy tranquila y con su risa a flor de labio en el borde de la cama y fumando un cigarrillo lentamente mientras tomaba cerveza respondió con su acentico paisa, de allá arribita del Pablo Tobón Uribe en Medellín:
-¡Ay Cato, si supiera de quién es ya lo tendría a ese varón aquí al ladito mío, todo amarrado como si fuera un novillo!
-Pero, sabes una cosa, mi Cato querido…
Voy a esperar a que nazca, para saber a quién se parece.
A ver qué cara tiene ese chino.
Y así muy tranquilita me los sigo culiando a los dos. ¡Huy! qué rico. Qué rico…
Mi Cato querido, porque si no, me quedo sin la platica del uno y sin la platica del otro.
Yo solté la carcajada, ¡qué mujeres estas!, y... simultáneamente empecé a escuchar los sonidos de los malditos helicópteros de la guerra venir en la distancia.
Esos sonidos me indicaban claramente que el hombre esperado llegaría en unos minutos. Y el miedo y terror crecían en mí al escuchar esos sonidos de muerte acercarse más y más. Por lo mismo le di un beso de despedida a Tatiana creyendo que era el último que le daba, y le dije que regresaría más tarde. Que lamentaba, pero… que me tenía que ir. Que tenía un compromiso urgente qué cumplir.
Al salir de la pensión llevaba en mis manos todo. Sí todo. Los pocos y precisos implementos para la intención de ese día. Al fin y al cabo el objetivo era el hombre más conocido en Colombia y protegido también.
Al caminar la corta distancia desde el hotel hasta el Centro de Convenciones, que son unos 120 metros, el calor era insoportable, las ambulancias y los carros de seguridad con su imparable ulular de sirenas hacían invivibles y eternos los instantes, los segundos y minutos que faltaban para que llegara el hombre conocido y tan esperado.
Al llegar al Centro me paré muy tranquilo en el lugar ya señalado al lado de la entrada de su puerta principal y por donde pasaría el personaje. Sí, allí a un metro. Los agentes de seguridad y los militares armados estaban listos para asesinar en cualquier décima de segundo todo aquel que quisiera atentar contra su hombre. Pero en ese lugar, al lado de la puerta de entrada no había sino unas pocas personas haciendo la fila para entrar al banco que queda dentro del mismo edificio del Centro de Convenciones. Y Allí estaba yo, uno más entre oficiales de la Policía, el Ejercito y algunos del cuerpo de seguridad observando detenidamente todo el maremagno formado para proteger este hombre.
Tratando de estar calmado noté que el pulso se me había alterado al extremo que podía ser visto en la distancia por alguien especializado. Poco a poco y respirando pausadamente y controlando mis latidos del corazón logré regularizarlo al ritmo que lo necesitaba. Logré también normalizar la respiración y me quedé como una estatua.
Pero queriendo estar mentalmente lo más lejos de ese lugar, estaba ya en ese instante a unos escasos 50 centímetros de la puerta de ingreso al Centro por donde entraría el hombre señalado.
Sentía mucho miedo y al mismo tiempo una extraña tranquilidad y no sé por qué me sentí muy solo también. Y en un instante tomé conciencia de que estaba realmente sin nadie en este mundo. Ínfimo frente a todo y además lo único que tenía lo tenía en mis manos y era el futuro de mi vida. Pensé en mi padre muriendo lentamente debido al exceso de cigarrillo y escucho su dificultad al respirar en los amaneceres allá en el Valle del Cauca. Pienso una vez más en mi familia, en la Soledad, en Jairo mi tío, en la monja Ángela, en mis escasos y escogidos amigos, en mi hijo en la distancia, en mi última y bella mujer, quizás… con otro en la isla, y todo es silencio a mi alrededor. Sólo se escucha la suave brisa del mar Caribe y el sonido a lo lejos de los malditos helicópteros para la guerra. Todo parece quedarse estático por el calor, la gente común haciendo cola para entrar al banco ni se inmuta por preguntar quién es el que viene y quién es el esperado. Nosotros lo sabemos. Todos lo sabemos, pero parece no importar, ni preocuparle a nadie. Todo en el fondo es solo silencio y al extremo de la calle un niño feliz corre con su perro, un anciano indigente me observa indiferente y unas palomas se mueven repentinamente de los techos aledaños cuando los francotiradores de seguridad cambian y aseguran la posición.
Sin embargo por cosas que trae el destino y esas sorpresas que da la vida, y que aún muchos meses después no lo entiendo y sigo sin creerlo, y mucha gente igualmente que conoce esta historia, en un santi amén tengo yo frente a mí al personaje señalado y tan esperado por todos. El hombre aquél el más odiado por millones y venerado como un santo por otros porque, dizque hasta milagros hace.
Al hombre considerado objetivo militar por miles de combatientes allí lo tenía de papayita, sí, de papayita… frente… frente a mí.
Él y yo solos. Los dos, sin nadie alrededor.
Así fue, y pregúntele a quien quiera. Así fue… en un instante estábamos los dos solos frente a frente y, frente al mundo también.
Lo miré a los ojos, él me miró igual, y tendiendo su mano a la mía sentí su cuerpo al tocar su mano. Pero… su mano no tenía calor, su mano era fría como la de un muerto. Sus angustiados ojos y el rostro delataban un cansancio nunca antes visto por mí en otro hombre y en los muchísimos países donde he vivido.
Aterrado y sorprendido con el personaje al frente le entregué el material que llevaba en mis manos.
Lo tomó con sus dos manos y lo miró en silencio. Me miró resignado y con mucha paz.
Me observó como si él no fuera de este mundo y con una serenidad inmensa en la expresión de su mirada. Sospecho que lloraba por dentro en esos instantes que estaba ahí. Y más aparente tranquilidad mostró en su rostro cuando leyó por primera vez frente a mí esas palabras de bienvenida que yo le daba en la ciudad de Cartagena al entregarle:
El último viaje
Sólo unos escasos 20 segundos habían pasado en estas acciones descritas anteriormente, cuando él leyó el título abrió el libro y vio mi dedicatoria para él me volvió a dar la mano.
-Gracias, muchas gracias.
Fueron sus palabras entrecortadas.
Luego caminó rápidamente unos pasos y dio su mano a un campesino, y empezó rápidamente a saludar la gente que hacía línea para entrar al banco.
En esos instantes observando todo, y asegurándome que todo esto era real, sentí que me empujan contra la pared del Centro y me inmovilizan del cuello y las manos. Preguntan mi nombre en gritos mientras que gigantescas manos no me permiten respirar, y …solo haciendo una fuerza imposible para levantar mis libros con mi nombre en ellos, mientras el personaje termina de saludar a varios de los presentes y su cuerpo de seguridad y escoltas lo protegen jalándolo al interior del edificio, me logro identificar ante los cuerpos de seguridad y escoltas para no ser asesinado en el mismo momento.
Antes de ser entrado el hombre escogido volvió a mirarme y sonrió en la distancia. Caminando a unos 10 metros de distancia, ya dentro del Centro de Convenciones, logré mirar que leía la solapa del libro con mi información y mientras él hacía eso el campesino con rasgos indígenas, a quien segundos antes el hombre escogido dio la mano después de mí, se me arrima humildemente y pregunta temeroso:
-Señor, perdóneme la pregunta, ¿puedo?
Sí, ¿qué necesita?
-Me puede decir por favor, por favor y perdone usted.
-¿Quién es ese doctorcito tan amable que saluda a todo el mundo?
-Dios mío… Dios mío. ¿Dónde estás?, dije en silencio.
Y aterrado me quedé al escuchar esa frase y solté una carcajada de alegría en medio de la angustia que vivía esos instantes.
Muy motivado y sonriendo le respondí:
Señor…
Ese Doctorcito es:
El Presidente de la República de Colombia.
-¿Ese es?
Me preguntó con calma el campesino.
¡Sí, ese es! -Le respondí-.
-Con razón es tan amable. El doctorcito ese.
Y miró con incredulidad total y asustado la puerta por donde había entrado el Presidente de Colombia al Centro de Convenciones.
Fue todo lo que dijo el campesino.
Y se fue caminando entre la multitud sin prisa alguna de regreso a su vereda en la región del bajo Sinú.
Yo mientras tanto volví a ser rodeado de militares y de policías, diciéndome con ironía y rabia que les había metido un “gol olímpico”.
Ja ja ja ja ja ja ja ja ja, sí, así fue. Tremendo “gol olímpico”.
Por extrañas cosas y sin yo saberlo a los ocho días el Presidente regresó acompañado de Lula da Silva a la cumbre mundial del café y al bajarse de la limousine las primeras palabras que pronunció cuando llegó al Centro de Convenciones fueron:
“Último viaje”
Y sonrió en la distancia cuando me vio otra vez en el mismo lugar y donde ocho días antes le había entregado el libro mío con ese título de El último viaje, unos segundos más tarde los cuerpos de seguridad de Brasil permitieron que me acercara lo suficiente para ser capaz de entregar el libro a Lula da Silva.
Entró el Doctorcito -como decía el ingenuo campesino del Sinú- y después de responder algunas preguntas a los cuerpos de seguridad y a la policía sobre el contenido de mi libro y dónde vivía y número de cédula etc. ¡Imagínense!, salí caminando con dirección al hotel y a la izquierda observé otra vez la torre del reloj y la hora y recordé que por allí pasó Simón Bolívar y reí mirando a los alrededores -pensando qué diría el Libertador de todo la barbarie que hemos hecho después de su muerte- y seguí caminando a la pensión frente al Parque Centenario, muy feliz y contento de la labor realizada ese día.
Con mi amigo Hernán Suárez, la bella y voluptuosa paisa, la Tatiana, la Isabel y el Cucaracho, y un combo de conocidos nos zampamos unas botellas de ron oyendo la gran música cubana y riéndonos sobre todo lo vivido ese día con el “gol olímpico”.
Y repito mil veces a quien no crea esta historia… que le pregunte al Doctorcito -según el campesino- qué fue lo que sintió cuando leyó el título de mi libro con esas palabras que decían “El último viaje” y que le daban la bienvenida en la ciudad de Cartagena.
Toronto julio 22 del 2004
©Carlos Echeverry Ramírez
Colombia
Prohibida su reproducción por y ante WIPO y CIPO.

Texto agregado el 10-10-2005, y leído por 190 visitantes. (0 votos)


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