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Madrugada otra vez. Los sueños gobiernan las ideas que presurosas se pasean por mi mente a estas horas. Y es que hace tanto tiempo que tu recuerdo se burla de mis cigarrillos, mis caminatas y borracheras. Hace tanto que no duermo planificando el encuentro. A veces te asesino y a veces te tomo, como en aquellas tardes, a escondidas, apresurados, jadeantes, enteros. Temerosos, sin duda, de que en cualquier momento alguien irrumpiera y descubriera el secreto que por los atardeceres gritaban a toda voz los pájaros que se abalanzaban sobre el cielo gris que cubre el firmamento de Temuco. Temerosos el uno del otro, de las mentiras que ambos escondíamos, por las cuales nos odiábamos tanto que no podíamos separarnos, esas mismas mentiras que hacían del sexo un placer tortuoso: yo esperaba verte explotar en cualquier momento, tú querías siempre más. Yo siempre te daba más destruyendo tu sueño de verme vencido.
Y así pasaban los días, esforzándonos por decepcionar al otro, retozando nuestros cuerpos húmedos cada vez que el espacio lo permitía. Yo volvía más tarde a casa y me sentaba a mirar la lluvia en la ventana de mi pieza, mientras me invadían visiones de cómo te sacabas la ropa ante los ojos deslumbrados de él, sus manos sobre la piel que yo había mascado hace unas horas. Y fumaba. A veces bebía. En realidad, siempre bebía. Y salía a las calles, como intentado que la lluvia camuflase mis lágrimas negras, declamando maldiciones a la luna tan perfecta y perra como tú. Y el revólver en mi cabeza tras cada borrachera prometiendo la salida, seguido del espantoso horror de que la bala me matase a medias y que toda la perfomance suicida revelara el secreto que solo ambos conocíamos.
Ya amanecía y la luz que tímidamente entraba por la ventana me recordaba que debía funcionar, esconder de mi rostro cualquier expresión de dolor y sonreírle a todos, incluso a él. Y tú me saludabas, como adivinando cada uno de los hechos que habían acaecido durante la noche. Yo te odiaba tanto que al sonreírte sentía un exquisito placer, al adivinar que la sonrisa de mi cara te provocaba un dolor inmenso y una culpa indescriptible. Luego quedábamos solos por unos minutos y nos mirábamos sin decir nada. Nuestras almas luchaban en el espacio, solo yo podía ver tú alma a través de esos ojos. Tú te sentías desnuda, yo disfrutaba tu dolor tanto como tu cuerpo que reconquistaba cada tarde y en donde volvía a amarte y a perdonarte, a perdonarme, a perdonarnos.
El día de tu funeral, todo el mundo se preguntaba por qué te habías clavado esa bala en el corazón. Solo yo sabía porque y no pude contárselo a nadie. Me extrañó, sin embargo, que no te la clavases en los sesos. Todas las triquiñuelas que inventamos deberían haber situado la culpa en tu cabeza, no en tu corazón. De todas formas, creo que me dejaste un último mensaje: al parecer me amaste.

Texto agregado el 11-10-2005, y leído por 180 visitantes. (2 votos)


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