La rana apareció escondida en los pliegues de la mochila violeta. Al ver de cerca su cara noté que tenía un impresionante parecido a mi abuelo recientemente fallecido: los mismos ojos penetrantes, de respiración profunda y temblorosa, la amplia línea de la boca la mayoría de las veces apretada. Es por eso que la mantuve en el cuarto de baño mientras permanecí en la isla, esperando que un día la rana me diera el mensaje que mi abuelo giraría del otro lado de la muerte.

A la hora de bañarme la buscaba para saber si aún vivía o si se había salido de la habitación; siempre la hallaba acurrucada, con las patas llenas de arena, en una posición fetal que me hacía mantener la fe en que una mañana tropezaría con las palabras escritas en el espejo, algunos trazos con la arena o qué se yo, infinidad de formas de comunicarse con los vivos y que un batracio pudiera redactar, desde luego.

Al cuarto día, mientras empacaba mis ropas para dejar la isla e ir de regreso a la ciudad, noté que la rana se había marchado sin emitir el más leve sonido o dejar al menos el indicio de una letra.

¡Pinche abuelo, tan callado como siempre!



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