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Inicio / Cuenteros Locales / Cedric / Viaje a Hungría (II)

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El viaje en autobús a Madrid fué sin problemas, sin embargo al llegar a la capital tuve un pequeño contratiempo, pues se me rompió una de las asas de la maleta grande, lo que hacía muy difícil y penoso su transporte, además de que me exponía a que se rompiera la que quedaba entera, al soportar el doble de peso.
No me quedó más remedio que tomar un taxi, aunque me supuso un gasto extra. Afortunadamente, había creado como un "fondo para imprevistos", que solamente debía usar para casos como ése.

En Madrid me hospedé en casa de unos amigos, que aunque se encontraban fuera me habían dejado las llaves en la portería, y el conserje, que ya estaba avisado, me las entregó sin problemas.
Lo que más recuerdo de aquel día, fué el sofocante calor que hacía en Madrid, aunque al ser más seco que en Valencia se soportaba mejor, ya que apenas se sudaba.
Al día siguiente, aprovechando que el avión no salía hasta primera hora de la tarde, aproveché para ir a las oficinas centrales donde se gestionaba el turismo estudiantil y fuí a sacarme el carnet internacional de alberguista, para así poder acceder a ese tipo de alojamiento económico, si llegaba el caso.
A mediodía, tomé el autobús que iba al aeropuerto, y una vez allí, tras resolver los trámites correspondientes, me dispuse a subir al avión, formando parte de un vuelo charter ocupado mayoritariamente por jóvenes de varios países.

El avión era un "Caravelle" bimotor a reacción, que tenía muchas horas de vuelo. Baste decir que la puerta, en lugar de bascular hacia adelante sirviendo de escalerilla, o de apartarse hacia un lado, rodaba por el techo del fuselaje hacia dentro. Las cortinillas que había en las ventanillas, así como la separación de la cabina de los pilotos eran de tela y los mandos para la luz de lectura y regulación del aire acondicionado no estaban en el extremo de los brazos de los asientos, sino fijados en el techo sobre cada una de las plazas.

Sin embargo ¡Aquello volaba! Posteriormente averigué que, a pesar de su aparente fragilidad, aquel modelo de avión era muy seguro y estable en vuelo. El viaje hasta Viena, con escala técnica en París, transcurrió sin grandes novedades, pero al llegar a Viena ví que seguía teniendo el problema de la maleta, aparte de no saber nada de alemán. Tenía cierta información que había conseguido tiempo atrás, a través del Departamento de Turismo austríaco en España, pero al no tener libertad de movimientos, estaba algo limitado de acción.

Tuve la suerte de que, en el aeropuerto de Viena existía un curioso servicio de búsqueda de hoteles, de cara al turismo: Indicando la cantidad máxima que se deseaba gastar, una señorita iba llamando a los hoteles de un listado que tenía. Cuando se encontraba lo que se deseaba, ella reservaba la habitación, la cual se pagaba allí mismo, junto con una módica cantidad fija por la gestión.
Al llegar al hotel, se presentaba la factura y ellos ya se entendían para cobrarla con el personal de ese servicio.
Afortunadamente, la chica que me atendió hablaba correctamente francés, que era el idioma que yo mejor dominaba. Aparte de éso, chapurreaba un poco de inglés y algo de ruso, del cual había aprendido un poco de forma casi autodidacta, pero que consideraba que podía serme útil en un país del Este. Del aeropuerto a la ciudad de Viena había autobús, pero una vez allí me tocó tomar de nuevo un taxi, a un precio exorbitado para lo que estábamos habituados en España, puesto que seguía con el problema del asa de la maleta. Éso sí, era un flamante Mercedes último modelo, conducido por un amable taxista que al ver que era extranjero, me iba explicando los lugares por donde pasábamos.

Al llegar al hotel, trans inscribirme y recoger las llaves, puse un telégrama a casa para decir que había llegado bien y pregunté por los horarios de trenes hacia Budapest, llevándome la sorpresa de que los habían cambiado. Yo tenía una información al respecto facilitada por Edith, pero con el horario de invierno, y en esos momenos estaba vigente el de verano.
Me fuí a dormir muy pronto, pues aparte de que estaba cansado, al día siguiente debía madrugar para tomar el tren que salía a primera hora de la mañana.
Al día siguiente, tras el desayuno, tuve que tomar de nuevo un taxi para ir a la Estación del Este (Wetsbanhof) y allí saqué el billete para el tren que iba hasta Budapest. No solía tener problemas para entenderme con la gente, pues había muchos austríacos que hablaban o entendía francés, aparte de las cuatro palabras de inglés que sabía. El billete de tren, además, no era demasiado caro.
Una vez el tren se puso en movimiento, cuando se acercaba a la frontera, sobre la marcha, agentes austríacos iban pidiendo los pasaportes para sellarlos antes de pasar a territorio húngaro. No eran policías uniformados, sino unos hombres de paisano, que llevaban en la solapa un distintivo que los acreditaba. En mi departamento coincidí con una pareja joven, napolitanos, muy simpáticos, con quienes estuve charlando mientras seguíamos viaje, haciéndose éste un poco más llevadero. Como el italiano y el español son bastante similares, nos entendíamos bien, mezclando algunas palabras de francés cuando hacía falta o usando el internacional lenguaje de los signos...

Al llegar a la frontera, bajó del tren todo el personal austríaco, y subieron los húngaros. Allí era policía uniformada la que hacía, con el tren en marcha, el pertinente control de pasaportes y visados. Me llamó la atención que llevaban colgando del cuello, sobre el pecho, una especie de pequeño cajón de madera, del cual sacaban los aparatos para sellar y donde iban guardando los papeles que había que ir entregando.
Pusieron cierta cara de extrañeza a ver a un español, joven y solo, que viajaba a Hungría, sin domicilio de hotel como destino, pero como llevaba toda la documentación en regla, se limitaron a dejar que siguiera mi camino.
Durante el tiempo que duró el trayecto hasta Budapest, hubo dos cosas que me causaron gran impacto:
1) Solíamos cruzarnos con unos enormes trenes de mercancías, de los que tiraban unas gigantescas locomotoras rusas, a vapor, de la II Guerra Mundial, negras y con una estrella roja pintada en su frontal.
2) Ver a los soldados patrullar por el campo, en parejas, montados en bicicleta y con el Kalashnikov cruzado a su espalda. Todo aquello me hacía recordar las películas que había visto sobre espionaje en los países del Telón de Acero, pero lo que estaba viendo era auténtico, haciendo que me preguntara dónde me había ido a meter...


Cuando el tren llegó a Budapest no había nadie esperándome en la estación, por lo que deduje que Edith no debía estar al corriente del cambio de horario. Aquello estaba hecho un hreviidero de gente, con muchos soldados con los uniformes húngaros y soviéticos, mientras la megafonía no paraba de hacer avisos en el incomprensible idioma local.
Sin perder la calma, tras despedirme de los napolitanos, fuí a cambiar moneda. Como sabía que la peseta era casi desconocida y se pagaba muy mal, antes de salir de viaje había hecho acopio de dólares y marcos alemanes, que siempre eran bien recibidos en esos países, tal como me habían informado diversas personas. Una vez que ya tuve "forints" húngaros en el bolsillo, salí a la calle y tomé un taxi (un vetusto Lada, o Fiat ruso), apunté en un papel la dirección de Edith y nos dirigimos hacia allí. Durante el trayecto, pude ver que Budapest había debido ser una gran capital en tiempos pasados, y aunque ahora imperaba allí un régimen comunista impuesto por los soviéticos, todavía seguía conservando ciertos detalles que la hacían majestuosa.


Cuando llegamos al domicilio de Edith, tras pagar el taxi, que en Hungría eran muy baratos, me dirigí hacia una edificación de dos pisos, rodeada de un pequeño jardín, que era la finca en la que Edith vivía. Miré en los timbres, hasta que ví el que tenía escrito el apellido de su padrastro y llamé.
Estaba nervioso, pero a la vez ilusionado por la experiencia, ya que por fín iba a conocer físicamente a alguien con quien llevaba relacionándome algo más de dos años por correspondencia.
Entonces apareció ella, vestida con un corto albornoz blanco y peinada con una especie de cola de caballo, muy alta, que casi le salía de encima de la coronilla, con un cabello de color castaño claro largo y brillante. Se me quedó mirando con cara de sorpresa y alegría, mientras me preguntaba en correcto castellano:¿Tú eres Manuel?
Entramos en su casa y me llevó a su habitación, que ella me iba a ceder durante mi estancia en su casa. Era una alcoba grande, con ventanas de doble cristal, lo que demostraba fríos inviernos, una enorme mesa de estudio y sobre todo muchos libros, en largas estanterías.
Me ayudó a deshacer el equipaje, del cual fuí sacando diversos obsequios que llevaba para ella y su familia. Es curioso, pero entre otras cosas le llevé una cinta del cantante Jorge Cafrune, al cual yo había llegado a conocer personalmente, y que le encantó.
Al poco rato llegó su madre, que era muy guapa, y preparó la comida. Se llevó mucha alegría al verme, e incluso me decía algunas cosas en español, que Edith le iba "apuntando" al oido, pues la mujer no sabía nada de mi idioma, pero éso hizo que pasáramos un rato muy divertido.
Y así comenzó mi estancia en Hungría...
(Continuará)

Texto agregado el 12-10-2005, y leído por 158 visitantes. (0 votos)


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