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Inicio / Cuenteros Locales / Cedric / Viaje a Hungría (III)

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El primero de mis días de estancia en Budapest, apenas sí hice nada, pues estaba muy cansado. Edith quiso que saliéramos a dar una vuelta, pero al poco rato volvimos a su casa, pues se dió cuenta de que físicamente estaba casi agotado, entre cambio de horarios y trajín de viaje. Su habitación estaba llena de libros, como ya he contado, así como de posters diversos, algunos de los cuales, con paisajes marinos, se los había mandado yo desde Valencia. También había en las paredes tres fotografías de personajes a quienes Edith me confesó admirar profundamente: "Che" Guevara, el escritor Saint-Exupery y el derrocado y asesinado presidente Allende, que en Hungría era reverenciado como un mártir por el socialismo.
Todas las noches, antes de despedirnos hasta la mañana siguiente, Edith dejaba en la mesa de su habitación un sifón de agua carbónica y un vaso, por si tenía sed. Fueron doce días de estancia muy intensos, plagados de anécdotas, algunas de las cuales refiero a continuación, y que para mi constituyeron una fuente de gratos recuerdos, máxime cuando entonces era un joven de 19 años, que empezaba a abrir sus ojos a la realidad del mundo y sus múltiples diferencias. Lo primero que hice, fué llevar a arreglar el asa de la maleta, y me la hicieron muy bien y por poco precio, ya que en Hungría tenían fama los trabajos de marroquinería. Precísamente, hasta no hace muchos años aún estaba la maleta por casa de mi padre, y la reparación aguantaba perfectamente.

Con Edith recorrí muchos rincones de Budapest, viendo muchas cosas que no solían mostrarse a los turistas normalmente. En aquella época, todo estaba dominado por el estado, de manera que cuando llegaba un grupo de turistas, en la frontera era recibido por un guía oficial de la Ibusz (agencia estatal de turismo húngara) y que los llevaba por donde querían, sin perderlos de vista. Por ejemplo, a la hora de hacer compras, en Budapest había dos clases de comercio: Unos eran para húngaros, y había otras tiendas para turistas, donde los húngaros no podían comprar y en las que se pagaba en divisas fuertes, siendo los precios más caros. Entonces salió a relucir un poco el espíritu picaresco que llevamos dentro la mayoría de los españoles: Yo iba con Edith a las tiendas para húngaros, veía en el escaparate lo que me gustaba (no había problema con diferencias de precios, pues un artículo valía lo mismo en todas las tiendas), le daba el dinero a Edith, entrábamos los dos en la tienda, pero yo no abría la boca y ella se encargaba de comprar. De esa manera me cundió mucho el dinero y pude comprar regalos para mi familia, aparte de otras cosas para mi

. A los dos o tres días de estar en Budapest, me fuí con Edith y sus padres a una casita de veraneo que tenían a la orilla del lago Balatón, y en el camino pude ver cómo en los países del Este la vida había evolucionado económicamente de modo paralelo a los de la otra parte de Europa, pero creando otro mundo. Había bastantes coches, desde luego, pero de marcas que apenas se veían en la parte occidental: Lada (Fiat ruso), Skoda, Dacia (Renault rumano), Yugo, Wartburg, y muchas motos, también de marcas de paises de la Europa socialista: Jawa, MZ. Pannonia, Ural, Zündapp, etc., en muchos casos con sidecar acoplado, cosa que hacía años que yo no veía.

Económicamente, la población no parecía vivr mal, aunque no había la diversidad ni la sociedad consumista a la que yo estaba más habituado, pues casi todo estaba controlado estatalmente. Se comía bien, con una cocina bastante fuerte de sabores, abundando el uso de la paprika para condimentar. En las calles se veían puestos ambulantes donde se comían trozos de sandía y maiz hervido en enormes mazorcas. La bebida era fundamentalmente cerveza checa y un excelente vino húngaro, el Tokay
. La casita estaba a la orilla del lago, en una curiosa playa artificial, y era de un diseño muy moderno, pues una de las paredes estaba dotada de una enorme cristalera, desde la que se contemplaba una impresionante vista. En principio, la idea era estar allí tres o cuatro días, pero en cuanto se fueron sus padres (ellos trabajaban, y nos habían dejado en compañía de la abuela de Edith), me propuso hacer una escapada a ver a un amigo que tenía en Siklós, al sur del país.

Debo reconocer que aquello fué una aventura algo rocambolesca, pues primero tomamos un autobús (que por cierto eran anticuadísimos y horribles) hasta que llegamos al destino, viajando por carreteras en las que pasaban junto a instalaciones militares, con enormes carteles prohibiendo hacer fotografías.
Edith me decía que se sentía segura viajando conmigo, y llevábamos el equipaje en mi bolsa de bandolera, procurando viajar al fondo del autobús, apartándonos un poco del resto y hablando muy bajo, para que no se notara que yo era extranjero. En mi bolsillo trasero, bien a mano por si acaso, llevaba mi navaja, que ya había enseñado a Edith, con cierto espanto por su parte al ver algo tan aparatoso como disuasorio.
Llegamos a casa de su amigo, llamado Laszlo, y cuyo padre, para sorpresa mía, era policía local. Sin embargo, fueron muy amables y hospitalarios, ofreciéndonos muy sinceramente lo que tenían en su casa, sin recelar de mi presencia.
Esa tarde fuimos a visitar una curiosa cantera de granitos, en la que hacían prácticas de escultura alumnos becados de Bellas Artes. Podían trabajar esculpiendo todo lo que quisieran mientras durase su beca, pero con una condición: Dejar allí una de las obras esculpidas, lo cual iba convirtiendo aquella cantera en un curioso museo de esculturas al aire libre. Recuerdo que también visitamos un castillo, en el cual había instalado un museo sobre la II Guerra Mundial, ya que en aquella zona se libraron fuertes combates contra los alemanes durante esa contienda. Era impresionante ver todo aquello: Armas, condecoraciones, fotografías, maquetas, etc.
Pasamos la noche en casa de Laszlo, y al día siguiente éste nos llevó hacia un puerto del Balatón en un curioso coche, que me dejó estupefacto: Un Trabant. Era un pequeño vehículo, de cuatro plazas, dotado de un motor de ciclo a dos tiempos, como una moto, y con la carrocería de cartón prensado y plastificado. El cambio de marchas iba colocado sobre el tablero de mandos, junto al volante, y aquello no pasba de 90 km/h, pero al menos se movía.

Llegamos al lago Balatón y embarcamos justo cuando se puso a llover con fuerte viento y truenos. Viajábamos en la sentina (bodega), llena de asientos corridos de madera, viendo como las olas se estrellaban en las ventanas tipo "ojo de buey" que había en los costados del barco. Cuando desembarcamos, fuimos rápidamente a por un tren que nos llevó a la localidad en la que se encontraba la casita de veraneo, donde al llegar Edith se llevó una fenomenal bronca de su madre por aquella escapada, en la cual me había involucrado a mi. Después me enteré que su amigo Laszlo le caía muy mal a su madre. No entendí lo que le dijo a Edith su madre, pero por el gesto que tenía la señora, creo que debieron ser cosas muy serias.

Ya de vuelta en Budapest, visité en compañía de Edith muchos lugares históricos y museos, fotografiando muchos de ellos. También solíamos ir a un complejo de tiempo libre, con enormes piscinas rodeadas de césped, en una de las islas que había en medio del Danubio. Un día, fuí al cine con Edith y una amiga suya, conversando los tres en francés, a ver una película que yo ya había visto en España: "Delirios de grandeza" (Folies de grandeur), con Louis de Funes e Ives Montand, salvo que allí la película se proyectaba en francás, con subtítulos en húngaro. A pesar de éso, tuve que ir explicándoles a las dos algunos detalles del film, ya que el sentido del humor francés es muy diferente al húngaro, no tan habituado a la mímica y a los "gags". Curiosamente, habían bastantes cines donde se proyectaban películas de la II Guerra Mundial ¡De rusos contra alemanes! Cuando le conté a Edith que las películas sobre ese tema que yo conocía eran de ingleses o norteamericanos contra alemanes y/o japoneses, puso una cara de asombro que casi hizo que me partiera de risa.

Un día, Edith me llevó a un precioso café, perfectamente restaurado, con sus mesas de mármol, sus espejos en las paredes y columnas forradas de pan de oro, en las que un día a la semana se reunía el "Club de amigos de los idiomas", formado por gente que estudiaba idiomas diversos, y que se reunían por grupos para hablar el idioma que estudiaban, y así practicarlo. Lógicamente, a mi me llevó con los que estudiaban español, y cuando llevábamos un buen rato charlando, una chica me dijo:"Tú hablas muy bien el español", a lo cual yo respondí poniendo mi pasaporte encima de la mesa, con gran asombro general y risas por parte de Edith.Muchos de ellos era la primera vez que veían a un español auténtico de cerca...

(Continuará)

Texto agregado el 12-10-2005, y leído por 204 visitantes. (0 votos)


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