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Inicio / Cuenteros Locales / endormi / Helado de chocolate con cúrcuma, jengibre y canela

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En un libro que se guardaba en la biblioteca del Museo de América, El libro del amante del chocolate, encontré una tarjeta roja con el siguiente texto: “Cena de Navidad 2002. Invitación nº 10: Desconocido. Miércoles 18 de diciembre, 21h30, C/ Arriaza, 10, 6º, Ext. Dcha. Aportación: Botella de champán y un disco para compartir”. Estaba escrito con letra de imprenta y no incluía ni firma ni teléfono. Estábamos a lunes 16. La cena sería dos días más tarde, salvo que se tratara de una broma: era solo una tarjeta roja que podía formar parte de un juego, incluso de un juego sin ninguna gracia.

Miré a mi alrededor como si esperara encontrar a alguien dejando otras tarjetas entre los libros sobre arte precolombino, la civilización inca o La Malinche. Por supuesto, no lo hallé. ¿Quién habría dejado allí una invitación para que yo la encontrara? ¿Acaso el atractivo y eficaz bibliotecario? ¿Uno de los usuarios que se afanaban en tomar notas sobre los últimos descubrimientos en el yacimiento arqueológico de La Antigua? Había ido para buscar una receta precisa para preparar el chocolate con especias (jengibre, cúrcuma y canela) que iba a servir en mi Cena de traje del siguiente viernes y salía con una invitación para cenar con desconocidos dos días más tarde. Estaba claro que necesitaba con urgencia un equipo de psiquiatras. Sí, porque había decidido ir: me arriesgaría a hacer el ridículo en esa extraña cita a ciegas, a priori la más interesante de todas las cenas previstas para el mes.

No pude evitar pensar que me estaban grabando con una cámara de vídeo oculta en un tomo falso del Summa artis, por ejemplo. Siempre resulta divertido (para los demás) ver las caras y gestos que se adoptan cuando uno cree estar haciendo algo prohibido o fuera de la norma. Pero era una posibilidad demasiado peregrina, teniendo en cuenta que el director del Museo, un reconocido y comprometido transexual, no prestaría las dependencias para juegos de esta clase. Así que lo descarté enseguida. Todo era mucho más simple: alguien organizaba una cena de Navidad alternativa y yo era un invitado más, el invitado desconocido, eso sí.

Copié la receta que buscaba y me fui a comprar las especias y el champán. Llegué cargado a la revista y nadie quiso creerme cuando les dije que no me había pasado nada, y mucho menos lo que ellos estaban imaginado.

-Pues tienes la misma cara. Al menos esa es la cara que se me pone a mí cuando me pasa.

¿Podría ser ella la anfitriona? ¿Dónde vivía? Su metro es Puerta de Toledo; está un poco lejos de la calle Arriaza. Ella no tenía ni idea de la cena ni de que yo había ido al Museo de América. Y en todo caso, daba igual: iría y cenaría con ella.

Me costó el doble de trabajo hacer la mitad que de costumbre. Me fui a mi casa y, después de elegir la ropa con 48 horas de adelanto y el disco, el último de Liliana Felipe, Vacas sagradas, traté de pensar en otra cosa. Lo conseguí cuando me dormí.

Pasé el martes y el miércoles irritado porque el cierre de la revista se retrasaba y las fiestas ya habían eclosionado. Eso significaba que no estaríamos en los kioscos antes del 26 del mes y que no podías poner un pie en la calle sin ser arrastrado por la marea humana en una u otra dirección, preferiblemente hacia el centro. Cuando reaccioné, estaba duchado, vestido y con una bolsa de papel en la mano: dentro había una botella de champán y un disco.

Nunca se me ha ocurrido llamar a un anuncio del periódico, por ejemplo, y no me he atrevido a colarme en una fiesta ajena cuando al volver de marcha veo en el balcón de una casa a dos o tres personas que han salido a tomar el fresco. Durante unos instantes pienso en subir y decir: “¿Está María? Soy su primo; no he podido llegar antes”. Pero nunca lo he hecho. Me encanta conocer a gente, pero soy muy convencional al final. Soy partidario de una vía natural: porque alguien te presenta, porque coincides regularmente en el mismo sitio (ascensor, trabajo, cine, curso…), porque un albacea te lee un testamento por el que heredas una casa en Puebla (México) y tienes que conocer a los otros herederos y a tus nuevos vecinos. Pero soy un hombre de contradicciones, y al cabo de unos minutos iba a estar sentado a la mesa con 10 desconocidos.

Llegué cinco minutos antes de la hora prevista y me obligué a llamar al timbre. Aunque no conociera a nadie no iba a estar dando vueltas en el rellano hasta que dieran las 21h30, y, mucho menos, bajar a la calle para volver a subir. Me abrió el anfitrión, David.

- Hola, soy David. Pasa. Te estábamos esperando; ya no falta nadie. ¿Cómo te llamas?
- Antonio. Encantado. ¿Cómo que me estabais esperando? ¿Quiénes son los otros?
- Son amigos o conocidos míos, pero ellos no se conocen entre sí, así que estás en igualdad de condiciones con los demás. Me voy de este piso en enero y he pensado en hacer una cena de despedida diferente. ¿Te parece raro? Pasa al salón, que te presente a los demás.
- Bueno, es la primera vez, en 30 años que tengo, que voy a una cena en la que no conozco a nadie. Un poco raro sí que es, aunque tengo que reconocer que me apetece más que otras cenas que tendré antes de Nochebuena. Toma el champán. Es una casa muy bonita y muy céntrica.
-Gracias. Sí, me voy a acordar de ella. Para mí es mi pequeño Howards End. Bueno, aquí está el invitado que faltaba. Se llama Antonio. Quizás conozcas a alguien por casualidad. Florentino, mi vidente; Javier, mi amigo de toda la vida y también mi editor; Merche, compañera de trabajo; Carolina, una amiga del colegio a la que no veía desde hace 15 años; Joaquín, periodista: nos hemos conocido en el gimnasio; Juan, al que he conocido paseando el perro en el Parque de la Montaña; Geder, con quien el año pasado escribí varios cuentos en un taller literario que hice; María, de la clase de francés, y Marta, camarera de mi bar favorito. Este es Antonio, como os he dicho: lo acabo de conocer hace dos minutos en la puerta.
- No, me parece que no conozco a nadie. Encantado. Bueno, no es extraño, teniendo en cuenta que ni siquiera conocía al anfitrión. Soy redactor de una revista de cine. No sé qué decir, así de pronto. No tengo vidente, ni perro que me ladre ni voy al gimnasio. ¡Qué bonitas vistas! ¿Puedo servirme un vino? ¿Por qué dejas la casa?
- Me siento estancado. Trabajo para una cadena de tiendas de souvenirs. Ya sabes, gitanas-de-marín, toros-de-osborne, pisapapeles con el Teide, acueductos-de-segovia, dedales con la (Primera) Dama de Elche… Intento hacer otras cosas, escribir, aprender francés, hacer teatro, ir al cine, etc, pero no consigo sentirme bien, acabar las cosas que empiezo. Quizá lo que deseo solo es el reconocimiento por parte de mi familia. Es como si me hubiera equivocado de época y de lugar para nacer, aunque tampoco sé dónde habría sido acertado.
- Me voy a servir otro vino. ¿Qué dicen tus amigos?
- Bueno, ellos no saben todavía que voy a dejar el trabajo y la casa, ni que me voy de viaje. Quiero dar la vuelta al mundo en 80 días, como Cocteau, o en más tiempo.
- Creía que era Verne el de la vuelta al mundo en 80 días. Bueno, tu vidente sí lo sabrá. ¿Qué vas a hacer con el perro?
- Yo tampoco tengo perro: paseo el de una vecina que se ha roto la pierna. Mi vidente dice que el gran temor de todos, los peligros o el no poder salir adelante, es una falacia. No se necesita tanto para vivir.
- ¿Y cómo vas a encontrar piso cuando vuelvas? Olvídate de algo como esto.
- De momento, emprendo el viaje a Ítaca. Ya veremos luego. ¿Vamos a cenar?

Me senté entre Marta y Carolina. Cada una me contó cosas de su vida. Marta trabajaba en el Libertad 8 y era cantante: había traído un disco suyo que sonaba muy bien, con textos graciosos. Carolina era médico y había pasado un año trabajando en Madagascar. Nos cambiamos los teléfonos, como con el resto de los invitados. Como postre hubo un helado de chocolate perfumado con jengibre, cúrcuma y canela. Carolina trajo un disco de folclore malgache. Liliana Felipe fue bien recibida, aunque fue imposible apreciar las letras. Todos tomaron nota de la receta del helado –yo ya la tenía- y de los discos de los demás, que le dejamos como regalo a David: Vincent Delerm, Vainica Doble, Osvaldo Montes, La Susi, Ancien Combattant, Ute Lemper y Nuova Compagnia di Canto Popolare.

Prometimos reunirnos en cuanto David volviera de su vuelta al mundo. Le pedimos que nos enviara tarjetas y así lo hizo desde Goa, ex colonia portuguesa en la India.

Yo repetí en mi Cena de traje (yo traje el vino, yo traje las variantes, etc) el helado de chocolate de casa de David y todo el mundo pidió la receta. La revista, milagrosamente, estuvo en la calle el día 26 y conseguí eludir el resto de cenas de Navidad. Además, no tuve que pisar el centro de la ciudad hasta bien pasado el día de Reyes. Desde entonces busco Ítaca en el mapa, pero sé que no la encontraré hasta mucho después de emprender el viaje. Y a todos los que pasan por casa les ofrezco helado de chocolate con cúrcuma, jengibre y canela.

Texto agregado el 16-10-2005, y leído por 480 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
06-11-2006 Es una historia que se lee fàcil,con un pequeño suspenso.Yo tambièn tngo un cuento sobre un helado, pero difrnte, se llama Crma y chocolate. doctora
17-10-2005 (dónde dice "dede" debe decir "desde") maitencillo
17-10-2005 Pues ya me gustaría a mí que me invitaran a una cena de ese tipo. Confieso que empecé a leer algo asustada por lo largo, pero dede la primera línea me atrapó con su simpleza directa hasta llegar al final, y más encima quedar con gusto a poco. maitencillo
16-10-2005 Qué buena historia!... Mucha fantasía, me ha encantado. Sophie
16-10-2005 Me ha encantado. No sé por qué, huele a magia sin serlo, a "magia dentro de lo cotidiano". Un abrazo. Ikalinen
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