Crucificame, dale. Ahora que encontraste la excusa perfecta. Tenés la genialidad de cargar de dramatismo el gran crimen de limpiar las migas con el repasador y no con el trapo húmedo, como rezan las santas normas domésticas. Dale, escupime de una vez y con toda la fuerza hemorrágica esa rabia que llevás dentro. Descargate conmigo. Gritame. Justificate y victimizate. Vos sabés que siempre serás la víctima. Inconcientemente, sabés que toda esta violencia acabará dándote tamaña culpa que la más herida serás vos. Vos, vos y vos. El resto –que ni a la categoría de “otros” accedemos- funcionamos como guirnalda berreta pero necesaria de ese gran árbol navideño que sos. Vos. Sos una actriz que ni Stanivlasky… Mirá que hay que ser dramática para subir las escaleras y quitarme el tarrito de leche con esa actitud devoradora. Porque ese es otro de tus tips: quitarme en esos momentos de odio hacia vos misma –porque, sabelo, vos también sos los demás- alguno de esos regalos estúpidos que me hiciste. Sólo me gustaron dos de los regalos que me hiciste, debe ser porque me los diste en una oportunidad especialmente culposa y entonces te pareció suficientemente oportuno ceder tu prisma de colores al de mi gusto: regalarme uno de esos elementos que cobran sentido sólo en mi dimensión y que a vos te estarán eternamente vedados por obra y gracia de mi egoismo –que no es más que otra manifestación de tu ser.

-Siiii, mamá: limpio la mesada y voy a comprar la carne para los gatos.