Tratamos de huir del orden y la estabilidad
temiendo que la vida
nos arrebate la juventud
y con ella la libertad
que tan insistentemente queremos alcanzar.
Nos sorprendió la noche
dispuestas a agarrarla con la dos manos,
a no dejar escapar entre nuestros dedos
ni una sola gota de la actividad que llovía constante
sobre la ciudad.
Y decidimos ir soltando amarras
hasta que el deseo nos hizo suyas.
Y así pudimos ser parte de las calles,
de los bares, de las gentes, de los canales…
ser parte de un paisaje demasiado lisérgico
para alcanzarlo entero en una simple mirada.
No pudimos negarnos a explorar.
Compartimos risas, parques,
ceniceros improvisados y pistas de baile,
amores fugaces que olvidamos
al volver a casa.
Y otros que quedaron como fondo
de momentos especiales.
Fuimos las reinas del continente,
tuvimos a Europa a nuestros pies
(o así lo sentimos)
Y con eso basta.
A las cuatro de la madrugada
otra vez en nuestro banco favorito
elegido de entre todos los de la capital
de las drogas.
Desde allí nos reímos
de los que piensan
que su vida es tan seria,
de los que creen
en la vergüenza y en la dignidad
y de los que odian
parecer ridículos o patéticos.
Y saludábamos a los verdaderos héroes del mundo,
aquellos que viven
sin pedir permiso.
No pudimos quedarnos.
Vivimos con la prisa propia
de esa edad en la que
el atrevimiento se confunde con el descaro,
en la que el tiempo es un compañero más
aunque sepamos que nos arranca
muchos sueños de las manos.


Me estás enseñando a vencer
mis propios monstruos.
Estoy aprendiendo a eclipsar
los fantasmas de mi decepción
con tan solo escribir unos versos
o darte un abrazo.
A veces me veo en tus ojos
y no me reconozco. Y se mezcla
el miedo y la curiosidad.
Nunca me había visto en ojos ajenos,
nunca nadie había sabido
mirarme de frente.
Y aprendo a conocerme poco a poco,
a quererte por lo que eres
y por lo que haces,
por lo bien que te portas conmigo
y porque nunca todo
había sido tan positivo como lo es ahora.

Y lo que nos queda…