yo había sentido el calor de aquella algazara colectiva, entre entusiasmados cánticos, había pedido y se me había concedido el milagro, pero la razón, que no cesa de darme explicaciones no me dejó la fé.
Yo sentía, quería sentir la tranquilidad de aquellos que se sabía asidos de la mano de Dios para siempre, eso les regalaba la serenidad y una alegría de corazón que yo tenía la certeza de no experimentar jamás.

Tuve la convicción de que mis amados amigos habían mitigado sus respectivos desamparos de la mano de su Dios, de alguna, de todas maneras sentí que yo habría abrazado esa forma de consuelo que también se me negaba.

Yo podía perdonar, lograba sin mas mi autoperdon, pero en mí seguía ese antiguo dolor, aletargándose de vez en cuando, abrasándome con todo el rigor de su fuerza, como un fenis maldito, apoderándose de mi con sus atenazadas garras.

Renegé de toda creencia, supe por fin que mi tragedia se iniciaba dentro de mí , crecía como incendio de bosque, y simulaba extinguirse algunas veces.

Yo había perdonado, no era eso lo que me impedía vivir a mis anchas entre los mortales que me circundaban a diario, no, yo no supe, no sabré jamás que pasa por la cabeza del suicida, cuando decide ese último intento al que no nos dejará llegar. Pero sí conozco el dolor inextinguible del que se queda con la interminable duda, con las cambiadas posibilidades, caminando a temblores que ya me van dejando sin aliento.