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El regreso del viajero


Ella lo esperaba una vez más acodada en el muelle.
Perdida su mirada hacia donde el color del río se vertía en el mar.

El pueblo era pequeño, casi terminaba en el puñadito de barracas que aguardaban adormecidas la llegada de las barcos; hombres, mercancías, promesas, todo llegaba un par de veces al año, respirando el cansancio, atracaba en el muelle, había un par de gritos, un par de lágrimas y después todo volvía a la severidad de la existencia dura de éste último sur.

Pero se habían sucedido las estaciones, la del sol, la del obstinado viento, la de los días escondidos tras las estufas de leña y las de la tibieza de una brisa como única exclusiva caricia y el río una vez más, repitió la herida, y otra vez el silencio, otra vez el grito ahogado de la resignación y la impotencia, una vez más él no volvió.


Ella así se fue convirtiendo en otra ausencia, la fue ganando el desgano, el desaliento.
Los grupos de hombres llegaban y otra vez partían, nacieron hijos de esos encuentros y de esas despedidas, y los sauces siguieron su danza de viento y de orilla de río mientras ella parecía asemejárseles cada vez mas, en la silenciosa meditación del que ya no espera nada, en una especie de fatalismo resignado a su destino de sauce sólo, en el medio de la nada.



El agotó todas las formas de vida posibles, dentro de su circunstancia de extranjero pobre y con escaza o extraña cultura, barrió la nieve, faginó las copas, arrastró a los hornos las inmundicias de los hospitales, se vendió al precio de una cama caliente y un plato de sopa,
Descansó sus huesos a la orilla del Sena, se embriagó de todos los paisajes. Danzó las jotas, y las danzas eslavas. Fue jugador y más de una vez la necesidad le enseñó también el oficio de ladrón.


Hasta que un día la casualidad, cierta forma tardía de providencial justicia
O tal ves nada mas porque se sientió viejo, emprendió el regreso.


Carmen de Patagones, estaba allí, los restos podridos del viejo muelle de madera, las barracas inutilizadas por el tiempo. Toda una vida de azares habìa dejado innumerables huellas, en sus manos, en ese rostro ora tallado por el viento del mar, ora por el exceso, por las mil y una noches de apretados dientes, pero en el fondo de sus ojos, la profundidad de la mirada fue la misma.

Y desde el fondo de los ojos se reconocieron.

Texto agregado el 26-10-2005, y leído por 132 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-10-2005 La eterna espera, el amor fugitivo, Penélope en el muelle. Tiene pulso, se respira, se siente. Revisaría dos nadas muy juntos. Y el pueblo era pequeño y terminaba, el casi pierde fuerza como el parecía. Un abrazo. mariamorena
26-10-2005 No tengo mucha experiencia crítica...pero sé si algo me gusta...me trasnporté...gracias. rovete
 
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