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Antes de conocer bien al turco, me lo habré encontrado unas tres o cuatro veces en el ascensor. Mi marido festinaba siempre con su nariz, que era enorme, muy enorme, y sus ojos también lo eran. Sabíamos que trabajaba en el barrio Patronato. El balcón del departamento donde vivía siempre estaba repleto de cajas plataneras con prendas de vestir, bien amarradas. Vivía dos pisos más arriba y hablaba tan fuerte que cuando lo hacía su voz retumbaba poderosa en las paredes del edificio. Le decían ‘el turco’ y tenía unos labios tan enormes y abultados, que parecían dos orquídeas negras.

La primera vez que hablé con él fue porque simplemente no me quedó otra. Era verano y coincidimos en el ascensor del edificio. El sopor era tan intenso que no pude impedir que las gotas de sudor me chorrearan por los senos; llevaba un vestido escotado ceñido al cuerpo. Me puse roja; fue tal su mirada descarada en aquella ocasión, que tuve que tomar a mi pequeño hijo entre los brazos para escudar el enorme pudor que me causó verlo así. Me impresionó mucho el rictus de su cara, de verdad que parecía un animal acechando a su presa, típico, tenía una mirada de súplica pero también se le alcanzaba a notar la perversión detrás. Aparte de miedo, me dio un poco de pena también y me sentí culpable por él. Eso fue todo, luego salí del ascensor y con la suficiente dignidad, miré sobre mis hombros, para dirigirle un ‘hasta luego’, algo frío y desafiante. Sí, es cierto, ya aquella vez me sentí muy perturbada; más aun después de traspasar la puerta del elevador, porque a mi bebé se le cayó el biberón. Tuve que agacharme con el turco parado atrás. Confieso que las piernas me tiritaron un buen rato después de ese encuentro.

Afuera llueve. Mi marido no está conmigo, salió temprano a trabajar. Hoy me acordé del paisano porque tuve que pasar por patronato obligadamente; claro que el paraguas que llevé, me sirvió bastante para pasar inadvertida por el mismísimo frontis de su negocio. No me hace bien ese hombre, me causa mucho susto, y no lo digo por él, sino que lo digo por mí. Me descontrola; se me mueve el piso cuando lo tengo cerca; mi dignidad desaparece por completo; dejo de ser esposa, madre y dueña de casa; y paso a ser otra, una distinta. Con él estuve muchas veces; el sólo hecho de recordarlo a mi lado, ablanda otra vez mi sexo, que se me contornea lento y húmedo como un caracol entre las matas. Me acuerdo de cómo succionaba cada parte de mi cuerpo y de inmediato comienzo a sentir esas pinchaduras por todos lados. El turco era capaz de contraer su grandioso sexo a medida que me iba penetrando como una boa constrictor; y mi vulva siempre le dijo que sí, siempre terminó subyugada. Infierno, averno y abismo, tuve la carne convulsionada. Hoy de pronto me vino el recuerdo de ese olor salado a corral de cada batalla en la oscuridad; mi boca se hace agua. Recuerdo el sonido de tambor y el gemido incontrolable de cada pulsación. Aprendí a estrangularle el sexo con los labios del mío, pausadamente, hasta hacerlo latir, hasta hincharle todas sus pequeñas venas. Me asola la pervertida idea de su lengua hundiéndose en cada caída de carne sucia y prohibida de mi humanidad. Su pecho, el hedor a pelo friccionado, pervertido, enredado; el dolor que me causaba en cada envestida de la pelvis, en cada caída profunda de un montón de enormes dedos. Todo esto y la fuerza que le imprimía a sus manos acomodadas en mi cintura, me dejaron una marca que hasta hoy no puedo borrar. El turco era cosa seria en ese tiempo. El turco me anduvo trayendo la vida por las cuerdas un buen rato.

Casi nunca lo oí hablar de ninguna cosa, sólo lo recuerdo bramando agitadamente, como una bestia herida de muerte. Una vez dijo que tenía sed y yo le di un jugo, de allí en más siempre le tuve un jarro en el velador. Mi marido siempre pensó que era para él, pero no.

El turco donde podía me agarraba; él es mayor que yo. Una vez dije su nombre mientras dormía. Al menos así me lo hizo ver mi marido. Nunca he dicho nada, pero en las noches, mientras todos duermen, en silencio me masturbo pensando en él. En mi garganta el sabor de su blanca miel quedó para siempre albergado, como el gusto del tabaco que acostumbro fumar. El turco me pegaba mientras me tenía, todo mi cuerpo era suyo cada vez que le abría mis piernas.

Los niños ahora ya están grandes. La última vez que vi al turco fue antes que le cortaran las piernas por la diabetes. Hoy me estuve acordando harto de él por que me tocó pasar frente a su negocio; de esa enorme nariz que muchas veces albergué entre mis piernas, de sus enormes manos con anillos de oro.

Texto agregado el 26-10-2005, y leído por 929 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
08-12-2005 Muy buen relato, se lee fácil y esconde tanto. Saludos rropesky
30-11-2005 eso le paso por chupar tanta concha siendo diabetico... quak... muy bueno. la pelota no se mancha troya
18-11-2005 Bien por lo menos que la hayan cortado las piernas, no, no es una broma de mal gusto. De esta manera pasa algo más que el sexo, algún elemento que despeja la atmósfera densa del cuento. Ya has escrito muchos sobre este tema. Yo prefiero otros. doro1
02-11-2005 Entretenido, cosa que no es poca en estos días. Moraleja: hasta los más aguerridos pierden las piernas si no cuidan su diabetes. libelula
27-10-2005 Se notan tus méritos literarios. Eres grande. Beso de Gabrielly
26-10-2005 Una gran narración, además deja cierto aroma a realidad. burbuja
26-10-2005 el texto me atrapó. aguas
 
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