El Silencio estaba molesto. El Ruido no se callaba y no le daba tranquilidad, así que se le acercó. “Cállate, por favor”, le dijo con cortesía. El Ruido no le hizo caso. Entonces el Silencio pensó que no le oía. Un poco más fuerte, repitió: “cállate, por favor”. El resultado fue el mismo.

Contra sus costumbres, el Silencio se fue llenando de impaciencia y le dijo en tono amenazador que ya era suficiente, que no lo soportaba más. La indiferencia del Ruido terminó de calentarle los ánimos del pobre Silencio. Poco a poco, tuvo que gritar más y más improperios. Ya no invitó al Ruido a que se callara, con aquella cortesía habitual, sino que irrumpió en su contra con todo el odio que tenía dentro.

No pasaron dos segundos cuando el Silencio se abandonó en gritos y logró llamar la atención del Ruido. Mientras más gritando, el Ruido más se achicaba, un tanto asustado. Por último, la altanería del Silencio alcanzó los niveles del Ruido y, el confundido ruido no tuvo más que bajar la cabeza y se alejó hecho un completo silencio.