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T., un 16, y el azar (si es que existe).


“La cura me hizo daño. Todo lo que después me ha sucedido me
ha hecho daño. Pero cuando alguna vez encuentro la llave y
desciendo a mí mismo, allí donde, en un oscuro espejo,
dormitan las imágenes del destino, me basta inclinarme sobre
su negra superficie para ver en él, mi propia imagen, semejante
ya en un todo a él, mi amigo y mi guía”.
Hermann Hesse. Demian.


T abrió la puerta del edificio y entró, impulsado por esa necesidad de “llegar” que frecuentemente lo invadía cuando se aproximaba a su casa. La gran mayoría de las veces, sin propósito definido, solo una urgencia por estar ya ahí.
Mientras subía en el ascensor, dedicó un momento a pensar en ella (en la extraña sensación que lo apremiaba por estar en su casa, sin razón ni motivo aparente). No tenía nada en particular que hacer, ni se le hacía tarde, ni particularmente podía entender su “apuro”. Nadie lo esperaba, por otro lado.
Sin embargo, ese impulso incomprensible seguía presente con la misma intensidad.
Una vez “en casa”, mientras repetía la secuencia de eventos rutinarios (sacarse la campera dejándola en la silla de siempre, dejar el bolso, chequear el contestador), todo en forma mecánica, se volvió a preguntar el sentido de aquel apuro por encerrarse.
Antes, hacía algún tiempo, su casa era su lugar, en el cual encontraba placentero estar (curioso, entonces no recordaba sentir esa necesidad enloquecida por llegar). Ahora, en cambio, se había vuelto una especie de prisión al tiempo que refugio, pensó.
Listo, al menos ya estaba, en su refugio, en su prisión, pero al menos, había llegado. Decididamente, si su vida era un asco, en este lugar no tenía que fingir.
Fue a su cuarto y comenzó a desvestirse sin prender la luz. Estaba a la mitad cuando sonó el teléfono. Se quedó quieto, escuchándolo, no tenía ganas de atender. Al volver el silencio, señal que tanto podía significar que hubiera atendido el contestador, o bien, que quien llamaba, había cambiado de idea, fue al comedor.
En ese momento, a veces le ocurría, lamentó no poseer un contestador “a la antigua”, que permitía escuchar el mensaje (si éste existía), en el momento, e incluso, levantar el auricular si a uno le apetecía.
Su contestador, en cambio, era del tipo “virtual”, es decir, la compañía telefónica respondía por uno luego que el TE sonara unas seis veces aproximadamente. Por supuesto, para oír el mensaje había que “levantarlo” marcando un código (una contra). A su favor, sin embargo, se podía decir que, al no ser justamente “un aparato” no requería mantenimiento, ni se estropeaba, no había que comprarle esos cassettes chiquitos de repuesto (o, borrar los viejos), ni ninguno de esos engorros. En fin, nada era perfecto.
Con el pantalón desabrochado, sin zapatos ni camisa, permaneció un rato de pié junto al teléfono, ahora silencioso. No pensaba esperar que volviera a sonar (si lo hacía), y podía ver si había algún mensaje después, le daba lo mismo. Además, ahí parado, medio desnudo, comenzaba a tener frío.
Estuvo un largo rato bajo la ducha, sin moverse. Lo relajaba e incluso, a veces, casi llegaba a adormecerlo el agua caliente sobre su piel. Recién, luego de al menos diez minutos, estiraba una mano hacia el jabón y cumplía aquel ritual diario y automático.
De vuelta en el comedor, con una remera limpia, el pelo revuelto y mojado, se sirvió un vaso de vino (con agua, la única forma de tomar aquello de tal mala calidad).
Se dejó caer en el sofá disfrutando unos minutos el olor a jabón y desodorante. Tras lo cual, dejó vagar sus ojos, en forma desinteresada por lo que lo rodeaba.
Pasó lentamente la vista por sus discos y libros, deteniéndose, por momentos. Eran sus únicas pertenencias materiales que realmente apreciaba, sus posesiones. Los acarició con la mirada.
No sentía ganas de hacer nada en particular. En realidad, no sentía ganas de nada a secas, y punto.
Se preguntó, sin embargo, por qué se le había dado ese día por el rollo de la soledad. Se molestó consigo mismo sin saber porqué.
Miró sin pensar el reloj. Recién las ocho y diez. Por hacer algo, puso un viejo disco que sonaba espantoso, pero le recordó su adolescencia.
Tenía que encontrar algo. Buscó y miró fotos al azar, pero en breve abandonó el intento. Volvió al sillón. Las ocho y media. Pintaba una larga noche, al menos a ese paso.
De todas formas sabía, aunque no lo comprendía que, en un par de horas, su mente, que ya sentía inquieta, se iba a “despabilar” del todo, impulsándolo a hacer algo. Lo que fuera, leer, escribir, escuchar música. Lo único que su mente ya no era capaz de hacer era provocar un deseo. Es decir, el deseo de hacer algo, o al menos, poder pensar en hacerlo. Lo que él suponía “normal” en el resto de la gente.
Bueno, así era, ya se había acostumbrado, le daba igual.
Lo que sí extrañaba, aunque no podía asegurar si había desaparecido junto con el deseo (suponía que debió ser así), era el placer. Entiéndase esto, por el placer en hacer alguna cosa, disfrutar de las cosas.
Sin la menos idea de cómo había sucedido, un día fue notando que, si bien era capaz de hacer cosas como el común de los mortales, el gusto relacionado con ellas lo había ido dejando. Lentamente, sin estridencias, por otra parte como era su estilo.
En un primer momento, se sintió sorprendido, luego molesto, finalmente, acabó por aceptar que eso se suponía era la vida de los adultos. Tal vez no de todos, no es que fuera un idiota o estuviera ciego.
Era perfectamente capaz de observar, y comprender que , a su alrededor, otros seres humanos llevaban vidas bastante distintas a la que con una lentitud que por momento lo irritaba, se estaba volviendo la suya.
Pasados los momentos de irritación inicial, se fue acostumbrando. A las rutinas, a la soledad, en fin, a las “cartas” que le habían tocado. No iba a “doblar la apuesta” con un par de diez. Además, nunca había aprendido a mentir con decencia.
De modo que, así iban pasando los días, las semanas, “... first five, then ten...”. (como decía una canción ).
Lo único que, algunas veces lo dejaba pensando era el hecho en sí mismo. Interesante (si aún le estaba permitido usar esa palabra), como el lento proceso acompañaba el transcurrir de los años (no es que fueran muchos, en realidad, cronológicamente se aproximaba a los 30).
A veces, se entretenía intentando comprender lo que pasaba en su cerebro, y que guardaba como un secreto celosamente. No había hablado de eso ni con sus más cercanos amigos, y no porque no los quisiera o confiara en ellos.
Curiosamente, había observado que su capacidad de amar se mantenía intacta, no parecía afectada en lo más mínimo por, bueno, por sea lo que fuera lo “otro”. Lo cual, en realidad, bien mirado, era un factor “en contra” desde su óptica.
Si hubiera tenido oportunidad de elegir, ya que todo placer y deseo huían de él, al menos podrían haber tenido la consideración de llevarse también su capacidad de sentir, de amar, de sufrir.
Entonces, hubiera podido, ya una cáscara vacía, continuar sus rutinas de autómata, sin sentir en absoluto. Generalmente, trataba de no pensar en eso, pero, sus sentimientos se aproximaban con excesiva frecuencia al dolor, y la soledad.
Cuando los descubría al acecho, enseguida, armaba los muros de protección. Pero, alguna vez, (es imposible estar en guardia todo el tiempo), lo sorprendían, y en esas ocasiones , el asunto era un verdadero engorro para T que siempre intentó, al menos, ser una persona práctica.
Aquel atardecer, bueno, ya podía decirse noche, su tristeza e inquietud, para las que no encontraba una razón justificable, estaban empezando a molestarlo más allá del límite (completamente arbitrario), que se había trazado, como tolerable.
Sin pensarlo, empezó a dar vueltas por el departamento como un animal enjaulado. En realidad, el mismo (el departamento, se entiende),constaba de dos ambientes, el comedor, de unos doce metros cuadrados, (con buena voluntad), de los que cabría descontar el espacio ocupado por los muebles. Una mesa redonda de un metro de diámetro, cuatro sillas, un viejo sofá. La distribución no era mala, pero definitivamente, no era el lugar apropiado para realizar caminatas. El otro ambiente, el dormitorio, casi no podía entrar en la cuenta de “espacio caminable”. No solo por poseer reducidas dimensiones, sino, por encontrarse enteramente ocupado por la cama, la que no permitía casi ningún tipo de desplazamiento en su interior (el de la habitación claro, se podrá imaginar sin excesiva dificultad que la cama en sí no oponía ningún impedimento a variados desplazamientos), claro que T, quien había dormido 23 años en una cama bastante pequeña, no acostumbraba moverse, a excepción de cuando se encontraba preso de alguna terrible pesadilla.
Por otro lado, el un motivo por el que los mortales se mueven en las camas, era para T solo un recuerdo tan lejano que tenía francamente que realizar un considerable esfuerzo, si quiera para evocar de qué se trataba. Lástima, hubo un tiempo en que le resultaba una actividad muy placentera, también hubo un tiempo en que alguien muy especial compartía en ocasiones su cama.
Pero, eso era, algo más que había quedado en el pasado, junto con tantas otras cosas, que casi ni valía la pena hacer “una lista”.
Aparte, requería demasiadas energías que T no poseía, a la larga, hubiera resultado más simple, hacer “una lista” de lo que hacía. Básicamente, trabajar, volver a su casa, a repetir más o menos la misma rutina, con alguna variación esporádica, como tal vez, lavar la ropa sucia cuando la montaña que conformaba, amenazaba con dejarlo sin nada que usar (no porque le molestara la vista de aquel desorden, el cual podía decir honestamente que “no veía”).
No porque sus conos y bastones no fueran estimulados por la luz [que tampoco era mucha, porque no se molestaba en subir la persiana], pero suficiente, sino, simplemente, porque su cerebro omitía prestar atención a esas señales, y punto.
Si T se hubiera visto en la obligación de explicarlo, habría recurrido sin duda a la “atención selectiva”, para formular una argumentación, al menos decente, y, seguramente, satisfactoria para casi cualquier interlocutor.
Por suerte para T, sin que esto le hubiera pasado desapercibido, (incluso extrañado), su madre, que solía visitarlo con frecuencia, hacía unos meses había dejado de hacerlo.
No es que no continuara demostrando su afecto e interés por su hijo, quien cenaba con ella al menos, una vez a la semana, sino tan solo había suspendido por completo sus visitas a la casa de T. Esto, en parte, no dejaba de ser un alivio, ya que lo dispensaba de preocuparse por mantener un mínimo orden.
Al mismo tiempo despertaba su curiosidad, qué creería su madre sucedía ahí, o, que hacía él dentro del departamento?. Desde luego, no pensaba preguntarlo. Llegó a pensar que su madre “suponía” que él andaba en “algo”, pero vaya uno a saber que podría significar eso para ella.
De todas formas, no estaba T para enrollarse en esos temas (más bien, elucubraciones), y ya que su madre no atacaba con preguntas demasiado concretas, no iba a ser él quien provocara esa clase de conversación.
Ese día en particular el tiempo parecía estar detenido. Tras un largo suspiro, volvió a consultar el reloj: nueve menos diez.
Trató de leer un rato, pero no pudo concentrarse. Sentía la inquietud crecer dentro suyo, como si fuera algo ajeno a su voluntad.
Mierda, murmuró, - uno de esos días -. Ya estaba hablando solo, lo que no le preocupaba demasiado. Mucha gente que vive sola, habla, justamente “sola”, es decir, en voz alta. Gruñó para sí mismo, sólo le faltaba conseguir un perro o un gato, o aún peor, empezar a dialogar con las plantas. Lo que lo irritó fue tener que explicárselo a él mismo.
Ahí no había nadie, podía hacer lo que le diera la gana, en tanto no incendiara el edificio, sin tener que dar excusas. Quizá, esa era una de las cosas que más le molestaban, el no tener ganas de hacer nada. No ese día, ya se había vuelto un hábito.
Quería irse a la cama, pero sabía que no iba a dormir, por lo que decidió esperar un poco (esperar qué?, le gritó su cerebro, en el más completo de los silencios). Él le contestó en la misma forma, sin mover los labios, (a que sea una hora un poco más razonable).
De golpe, le causó gracia estar peleando a los gritos mudos con su cerebro. Ya estaba fregado, pensó.
Fue a la cocina a servirse más vino, total que más daba. Al volver, mientras casi tropieza con su sombra (y no de borracho, ni mucho menos), recordó que ese día había visto, o pensado algo agradable. Pero, qué?.
De pronto, la idea surgió en su mente, no tenía relación con nada de lo sucedido durante el día (uno más, sin particularidades en resumen).
La idea lo hizo reír, había visto, en esos carteles que relacionan los números con objetos o sueños, o algo por el estilo, que el 16, es decir la fecha en que estaba, significaba anillo. En el momento, le resultó agradable (incluso, como una sensación). Luego, lo había olvidado.
Ahora, dando vueltas sin sentido, lo había vuelto a recordar. Sonrió unos momentos. Y, se dio cuenta el tiempo que llevaba sin sonreír de verdad, porque sí, no una risa en respuesta automática a algún chiste del trabajo, que muchas veces, ni siquiera había oído.
Sin saber porqué, pensó que tal vez podría escribir algo sobre un anillo....Después, primero, descansaría,
y, volvió al sofá.
Sin embargo, y sin explicación racional, se encontró escribiendo la historia de una chica que tiene que cargar un anillo (consciente todo el tiempo de donde provenía la idea original. Como dicen The Smiths:”...don t plagiarise or take “on loan”.).
El anillo promete poder a quien lo posee. Pero, como cualquier objeto (ni hablar de uno fabricado por el Mal mismo) que tiene voluntad propia, y anda prometiendo paraísos, acaba por destruir a su portador (o dueño ocasional, si se prefiere).
Acá, ya entramos ni más ni menos, que en el folclore popular de muchos pueblos antiguos, cuyas narraciones han llegado hasta nuestros días. Por ejemplo, La gallina de los huevos de oro”, que le contaba su abuela, el chico pobre que se convierte en su dueño, la mata para “obtener todos los huevos de una vez”(con el consabido rsultado).
Está bien, ciertas historias (en inglés tendría un engorro con la h. Curioso, idioma tan práctico, mirá con lo que se complica la vida. Nada menos que realidad o fantasía, como si tuviera alguna importancia), perdón, decía (no yo, T), que hay historias (leyendas y cuentos), que son parte de nuestra herencia en tanto humanos, así que se pueden tomar elementos.
Acabadas de pensar todas esas pavadas, T se vio escribiendo la historia de esta chica, a quien no conoce (o tal vez, más correcto, conocía hasta hace un par de horas), que debe cumplir una misión que (nunca imaginó un lecho de rosas), pero tampoco llegó a pensar tan dura.
No es que T se representara a la chica como una princesa criada en un mundo rosa. En ese caso, no hubiera llegado hasta donde lo hizo. T se sonríe, en “ese” caso, quizá no hubiera tenido que llevar el anillo, aunque nunca se sabe.
En un gesto involuntario, T mira la hora.
El reloj debía estar mal, lo chequeó con su reloj pulsera. No, no hay duda, 4 AM. No lo sorprende el insomnio, compañero de tantas noches, sino la velocidad con que pasó el tiempo.
Y su historia. Bueno, no suya, la historia de la chica que lleva un anillo.
Qué hace él contando la historia de alguien que no conoce. Que, por otra parte, no parece dedicada a actividades muy ortodoxas.
Cargar un anillo, a través de bosques, pantanos, espectros, ciénagas, montañas, tormentas de nieve, horcos. Bueno, convengamos que no es un trabajo apropiado para el siglo XXI.
Sin embargo, T continúa la historia, y, al hacerlo, también comienza, de alguna manera a ser, en parte, suya. Le gusta la idea. De todas formas, la historia que él empezó a contar (la de la chica), es suya desde el principio. Al menos, desde que él toma el papel activo de contarla.
Si uno fuera a salir con todos los términos técnicos, no sería más que un meta relato (el relato de un relato, nada del otro mundo).
Igual, habría que ver si T, que no tiene ganas de nada, quiere escribir un meta relato. O, solo, se puso, sin saber porque (a lo mejor porque era 16), a escribir la historia de la chica y el anillo.
Y, ahora, entro yo, el narrador.
Digo, si me diera por entrar (que no, que no, que no soy Almodovar [ya iba a decir una guarrada al cubo, después se lo doy a Guido, a Pantry, a Cristian, para que lo lean, pero tranquilos, que no dije nada], para meterme de colada en las pelis. En este caso, sería en la historia).
Pero, si me diera por hacerlo, esto rayaría en lo bizarro. O, tal vez, podría ser un canon para tres voces.
Yo cuento la historia de T, que por azar, se encuentra contando la historia de una chica. Sería un meta- meta- relato?. Si se diera ese caso, entre los tres no hablaríamos, no?.
Bueno, aquí tenemos un narrador que, no solo se mete donde no lo llaman, sino que además hace preguntas, y pretende que le enseñen a escribir “sobre la marcha”. El colmo, vea. Ya no hay seriedad, cualquier trastornado se prende de una compu, y allá vamos.
Convengamos en que T, nos cuenta que está contando una historia. Yo, todavía no lo escuché hablar de la chica (aún sin nombre), ni de su historia.
Aunque, acabo de recordar que T, que vive solo decidió hablar en el más completo silencio consigo mismo. Habría que sugerirle que al dirigirse a otros haga uso de su voz, excepto, si se comunica con seres que leen la mente, que creo no es el caso.
Tengo la sospecha que debería retirarme. No sé, creo que molesto a T (no sé a la chica). A T estoy segura, ésta es su historia, si él decide contar la de la chica tendrá que ser su decisión.
Mientras T presenciaba la aparición de la autotitulada narradora, se había quedado pensando, y sucedió que, casi al mismo tiempo, él y la narradora pensaron en “La historia sin fin”.
T volvió a hundirse en la tristeza, pensando que podía estar “copiando”, sin querer una historia, y, ya verán ustedes que fue de la narradora, quien optó por salir del relato (prerrogativas del cargo).
Y, al rato, por suerte, retomó la idea de, tal vez para buscar un término “ideas compartidas”. Sí, porque no, a fin de cuentas, a nadie se le ocurría de acusar a alguien de copiar a Fleming por usar penicilina.
Y, sin irnos tanto de mambo, la literatura, la música (hasta la bomba atómica, salvando las distancias), son productos del aporte de muchos.
Con estas ideas, no alejadas de la realidad, T volvió a la historia que lo impulsaba. La chica (uf, al final, la molesta que se metió tenía algo de razón). Si era su creación, tenía que ponerle un nombre, además eso de la chica todo el tiempo lo empezaba a cansar.
Sin embargo, T sintió bruscamente un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Junto con una de esas “revelaciones”, que en verdad son secretos a voces, pero que, de golpe lo alcanzan a uno, dejándolo un momento “congelado”.
Trató de sobreponerse a la impresión, adjudicando la idea a su desbocada imaginación, o producto de la hora y la falta de sueño, o alguna otra explicación racional, que de paso, lo tranquilizara.
Definitivamente, aquella historia solo podía ser “ficción”, un juego en última instancia. “...Only this, and nothing more...”, citó de memoria, ni siquiera supo porqué.
Para completar el cuadro, aquella cita que acudió a su mente no resultaba precisamente de la clase tranquilizadora.
Si bien no podía explicarse claramente porque le había dado por contar esa historia, como ser racional del siglo XXI, sabía que siempre es posible encontrar una explicación lógica, aún a los más absurdos sucesos.
Todo el mundo está de acuerdo (o, casi), que un tío, por muy deprimido que esté, puede ponerse a escribir. No hay nada mágico, ni sobrenatural en eso.
Puede darse el caso que, aunque el sujeto en cuestión no sea escritor profesional, quizá, vencido por el hastío, se decida a contar un cuento.
Sumando a ello la avanzada hora de la madrugada, la soledad que embarga al hombre, y su situación general sobre la que ya hemos hablado, también vuelve comprensible el que fuera embargado por vagos terrores.
Él no era un escritor. Por qué empezó aquella historia?. Y la chica sin nombre, la conocía?. Y su nombre?. Tenía nombre alguien que aún no había sido nombrado?.
Un leve resplandor se filtró por la ventana, a su lado. Todavía no, fue el pensamiento brusco que acudió a su mente. Pero no faltaba mucho para el amanecer.
Sin embargo, él había pasado toda la noche contando la historia de la chica. Mejor dicho, de la historia de ella y el anillo. Sin el anillo, no hay nada, oyó repetir a una “voz sin sonido dentro de su cabeza”. Y ella?, se preguntó. Esta vez, no hubo respuesta.
Pero, lo importante es la chica, su lucha, el anillo, (su condena, su salvación?). Todo seguía en silencio. Él mismo se sorprendió de su ímpetu al referirse a la “historia”, a todo aquel despliegue épico. Hasta donde recordaba, no era demasiado aficionado a ese tipo de relatos.
Evidentemente, ya había tomado partido, a favor de la chica y su “desigual” lucha, al menos desde su forma de ver.
A fin de cuentas, la gran mayoría de la gente no terminaba siendo, solo en parte responsable (o, culpable, en este caso?), de su destino. Y él mismo, sino?.
Durante un fugaz segundo se preguntó si, finalmente, no se había vuelto completamente loco. La posibilidad, aunque por un breve instante, lo volvió a sumergir en su temor, ansiedad e inquietud de costumbre. Se sintió terriblemente confundido.
Había pasado la noche despierto (lo que no le resultaba raro), metido en un relato delirante (insólito en él, y una de las causas que lo llevaron a concebir la idea de la locura).
Todo esto, impulsado ni siquiera sabía porqué. Él, metódico y prolijo hasta la náusea antes de deprimirse (o, aburrirse de la vida, como se había acostumbrado a pensarlo). Acostumbrado luego, a repetir la misma secuencia de actos, sólo muchas veces, por no tener fuerzas para “pensar” (ni interés), en intentar hacer algo diferente. Sólo realizaba lo estrictamente necesario, y aún así, resultaba extenuado.
Sin hambre, sin sueño, permaneciendo, algunas noches, cuando no días enteros (en especial, los fines de semana), moviéndose del comedor a la cama y viceversa).
Y, ahora, todo aquello. Miró sin poder creerlo las páginas escritas, de un tirón, en una noche, “como se escribe un cuento, hermano” (le había dicho al oído Tato, un amigo, bastante puestos los dos, hacía ya mucho).
Pero él no escribía (ni entonces, ni ahora), Tato sí, y era bueno cuanto estaba en “el día” (que siempre era de noche). Entonces, no sólo se mandaba un cuento, a veces, lo leía para “los pibes”.
Que hubiera sido de Tato si en vez de largar el cole para pelear en el negocio del viejo todo el día?..., si hubiera mirado antes de bajar de un salto del camión de reparto?..., si hubiera cumplido 17?...
El recuerdo duró un instante (tiempo justo para activar los sistemas defensivos), pero logró enojarlo. Lo irritaba que lo tomaran “desprevenido”.
Y tanto candombe por la chica del anillo, su carga, su dolor, su soledad (“...su pecado y su condena...”, en palabras de Siniestro Total). Su aislamiento “forzado” en parte, del mundo de los mortales.
Quiso decirle algo, pero no había nadie, estaba en su casa. Supo que la conocía (ignorando su existencia real). Sintió su dolor, e intentó aliviarlo, pero estaba solo. Por un segundo no les gritó a las paredes que él llevaría el anillo, pero se frenó justo a tiempo.
Nada tenía sentido, recordó al narrador que intervino porque su vida era un antídoto contra el insomnio más pertinaz (menos el suyo, claro).
Volvió a mirar la historia interrumpida, reflejada en palabras, pero no fue capaz de hablarle a una habitación vacía, y al relato de una chica encadenada a un anillo.
Sin embargo, sentía su dolor, y aunque permanecía inmóvil, primero, frente a su asombro, y luego, contra su voluntad, empezó a llorar. En silencio, desde un sitio tan profundo de su ser que desconocía.
Y, de pronto, suavemente, algo se fue aflojando, y él dejó caer lágrimas, sus lágrimas.
Recién, pasado un tiempo que le pareció una eternidad, tuvo consciencia que estaba llorando (ya era incapaz de decir cuando había sido la última vez, o porqué). No pudo decir (total, estaba solo), si lloraba por la chica y su enorme carga, o por él ( y aparecieron las imágenes de amigos y de fiestas, hacía cuanto?. Y las chicas en su cama?, y la mujer que amó?.).
Cuando despertó (a causa del dolor de sus músculos contracturados por la mala posición), no pudo ubicar el momento en que se quedó dormido. De no ser por sus ojos hinchados, y su remera mojada, hubiera dicho que todo había sido un sueño.
Sin embargo, una lucecita, muy débil pero viva, lo impulsó, desde su interior, a mirar los papeles que tenía enfrente. Antes de hacerlo, supo de qué se trataba. No necesitaba leerlo, conocía la historia.
Aunque estaba seguro de no ser el autor “intelectual”, hubiera resultado imposible explicar su “existencia” (porque era real, no había duda), habiendo T estado absolutamente solo esa noche.
Al volver a leerlo atentamente, notó que no estaba mal escrito, más bien, lo contrario. Era, en principio, como suponía la historia de la chica (incluso, un par de cosas del “narrador”).
Antes de mostrarlo (aceptando tácitamente su autoría, siempre mejor que adjudicarla a la visita inesperada de un duende), suprimió (guardo una copia completa para él), algunos párrafos (intercalados “dentro de la historia”), que no solo no recordaba, sino que le parecieron demasiado “cercanos”, sin razón para ello.
Al mirarse al espejo, percibió (o, tal vez solo lo pensó) algo muy sutil, invisible al resto de los mortales, y acudieron a su mente las palabras con las que da comienzo Demian: “Quería tan solo intentar vivir aquello que tendía a brotar espontáneamente de mí. Por qué había de serme tan difícil?”. Las garabateó en uno de los márgenes del cuento. Por primera vez en su vida, buscó ayuda.
Nunca volvió a escribir otro cuento. Lentamente, y no sin esfuerzo, comenzó a mejorar. No volvió a ser exactamente el de antes (sonrió pensando en Heráclito, y su: ‘nadie puede bañarse dos veces en el mismo río”), pero recuperó el placer que había dado por perdido para siempre, sus amigos (que nunca se habían ido realmente), y el deseo (entendido como impulso vital).
Solo adquirió (o quizá “heredó’ de aquella noche), la costumbre de pasear, de cuando en cuando, solo en las noches tranquilas. A veces llegó a cruzar algún noctámbulo solitario, hombre o mujer, a los que solo saludó (como es la costumbre), con una breve inclinación de cabeza, evitando el cruce directo de las miradas.
Siempre conservó el recuerdo de esa noche, y el relato, por supuesto. Más allá de la lógica, había sido real.
T jamás fue un lector voraz, pero disfrutaba de la compañía de un buen libro. Toda su vida (aún en el colegio), se declaró contrario a los “finales abiertos”, los cuales, según su apreciación, liberan al escritor de su ineludible responsabilidad, transmitiéndola de forma cómoda, cuando no inadecuada, a los hombros del lector.
Como única excepción, cuya existencia conservó en privado, le quedó (prueba es que la guardara celosamente a través de los años), aquella historia que no podía olvidar, y el calendario se empeñaba en recordarle mes a mes. Ese azar que en una noche (sin que llegaran a verse), juntó, un joven deprimido, un 16, un anillo y la chica agobiada por su peso. Llegó a escuchar ella su grito mudo ofreciéndole ayuda?. Había compartido, al menos un instante su dolor?.
Lo lograría finalmente?. Siempre supo que jamás tendría la respuesta, y más de una vez, se encontró a sí mismo interrogándose sobre si realmente había una única respuesta.

Texto agregado el 24-10-2003, y leído por 401 visitantes. (0 votos)


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