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El enviado

El último día en el Instituto había llegado y los ánimos estaban a punto de estallar. Era común chocarse con jóvenes estudiantes comentando las últimas lecciones o con otros, agotados y medio dormidos, en los pasillos que conducían a la Biblioteca, la Sala de Ejercicios Espirituales y el ala de Milagros Alimenticios. Representantes de distintos niveles habían arribado al edificio desde muy temprano y se los veía en grupos pequeños o grandes en charlas acaloradas. La inmensa estancia, inmaculada, se había preparado para el encuentro final de los académicos y profesores; era conocido que en este tipo de reuniones las conversaciones se extendían por horas interminables ya que se trataba del más importante de los eventos.

Los más doctos docentes tenían a su cargo grupos de maestros, de menor jerarquía, que barajaban nombres para la elección y, entre los de mayor rango, se discutían las cualidades necesarias que un personaje de tal trascendencia debía, sin duda alguna, tener para culminar con éxito su misión. Varias eran las corrientes y opiniones.

Gabriel, el más importante de los catedráticos del área de Comunicación y Propaganda, dedicaba largos discursos a la necesidad de que el futuro enviado tuviera aptitudes para la oratoria y la vocalización, debía hacer ostentación de una voz potente y capacidad de memoria para recordar todos los pasajes de los textos sagrados; debía, además, saber llamar la atención de los más apáticos y abúlicos, lograr captar con sus palabras a los más distraídos y desubicados y, quizá lo más importante, tener habilidad de improvisación y galanteo para los auditorios más perspicaces y femeninos. Por lo mismo, se había esmerado al máximo en la elección de los finalistas, su estrictez era conocida en toda la institución y los estudiantes dormían inquietos pensando en que, cualquier madrugada, los despertaría uno de sus subalternos con el anuncio de que había sido aplazado.

Miguel, el reconocido docente de Táctica y Estrategia, sostenía que esas eran cualidades superfluas; el elegido tenía que hacer gala de visión militar y don de mando, su manejo de la espada debía rebasar los límites de la perfección y para ello entrenaba a sus pupilos con la estrictez de un cuartel. Lo trascendente era que supiera lidiar con las fuerzas del mal, reconocer al enemigo y aniquilarlo de forma definitiva, llevar a multitudes de soldados en pos de la victoria y no tener piedad con los vencidos. Muchos estudiantes se habían quedado en el camino por su debilidad de cuerpo y espíritu o por demostrar piedad con los otros, algunos, incluso, habían desertado cansados y mal heridos.

Los jóvenes se arremolinaban alrededor de los tres finalistas para conocerlos mejor. Todos, sin excepción, aspiraron a protagonizar la misión, pero tuvieron que asumir sin más su derrota. Ser elegido era el honor más grande que cualquier persona podría merecer. Muchos, incluso, habían hecho sacrificios terribles, trampas complicadas, trabajos extenuantes para ser llamados ante la mirada y la voz del Más Alto. Se rumoreaba que El Supremo había decidido que este sería el último intento, y, por eso, se exigió el mayor de los sacrificios a los postulantes.

Uriel, maestro de Normas y Límites, era el más estricto de los docentes de la organización. Por un encargo especial prestaba mayor atención al orden y a la limpieza de los candidatos y comprobaba que las horas de llegada y de salida de recesos y visitas se cumplieran estrictamente. Todos conocían su cercanía con Pedro, el segundo al mando, y su capacidad para hacer que él le entregara las llaves de las aulas más alejadas del edificio.

Uriel era temido por ser el único capaz de expulsar, sin retorno, a los estudiantes desobedientes y poco aplicados; cuando se lo veía dirigiéndose al portón de la entrada, los jóvenes sabían que alguien había cometido la peor de las faltas y que su espada le cerraría el paso desde ese momento hasta la eternidad. Con el seño fruncido y voz de rayo sostenía que el redentor debía ser fuerte, decidido y tajante, no podía permitir fugas ni disidencias; su mayor cualidad debía radicar en la elección de los que podrían seguirlo y entrar al Paraíso y su peor error: la debilidad.

A media mañana el gallo cantó tres veces, señal inequívoca de que había llegado el momento. La sala principal del edificio se encontraba repleta de un público expectante; en distintos lugares del gran salón podían divisarse pancartas con los nombres de los candidatos y los gritos, coreando los nombres de los tres finalistas, arreciaban. Todo estaba envuelto en una penumbra leve que convertía el ambiente en una hervidero de sensaciones y preguntas.

Desde algún lugar en lo alto, las voces de las profesoras del coro comenzaron a entonar el Ángelus, mientras las luces de la estancia se intensificaban lentamente.

La figura más venerada de los tiempos apareció por un costado del escenario; su paso ceremonioso y lento revelaba su edad y su poder. Tomó asiento en el mullido sillón que lo esperaba, mientras profesores, estudiantes y público silenciaban sus gritos y se disponían a escuchar.

No era la primera vez que se llevaba a cabo una ceremonia como estas. A lo largo de la historia muchos jóvenes se habían preparado arduamente y habían sido elegidos para la misión, sin éxito. Alguno falló en el discurso y los hombres le creyeron un simple profeta que anunciaba la venida del verdadero Mesías, otro se dejó tentar por los placeres mundanos y engordó hasta que no le fue posible moverse de su asiento. Uno llegó a tener muchos seguidores que confundieron sus enseñanzas y las adoptaron como consejos surgidos de tres monedas. El que más cerca llegó de su cometido, fue ajusticiado por sus paisanos y hubo que preparar un operativo sorpresa para rescatar su cuerpo de la tumba en la que lo habían enterrado. La mayoría, sin embargo, no tuvo mejor suerte: pacifistas no violentos, políglotas soberbios, activistas desclasados, fueron desapareciendo de la memoria de la gente poco a poco, llevando Al Innombrable de la frustración a la ira, de la ira a la desolación.

Por todo esto y después de años de reflexión decidió quemar las naves en este último intento. Demandó de sus maestros el mayor de los rigores y el más fino ojo clínico y, al final del arduo trabajo, el fruto de su esfuerzo se reflejó en tres candidatos. Solo uno de ellos bajaría a la tierra como Hijo de Dios.

La deliberación fue lenta, los docentes se explayaron en razonamientos y explicaciones del por qué de su preferencia por uno u otro de los jóvenes, hasta que El Más Sabio tomó su decisión.

El alumno elegido dio un paso al frente en profundo silencio, la emoción se filtraba por los poros de su piel y se expresaba en la sonrisa complacida de su rostro. Los maestros le estrecharon la mano satisfechos y El Único le brindó una palmadita de confianza en la espalda.

Todo estaba consumado.

El corte del cordón que lo unía a la esfera cálida y húmeda en el interior de su madre y el frío fueron sus primeras sensaciones en el mundo. Abrió los ojos. Al principio no pudo distinguir más que sombras y luz y un intenso aroma a hierba pisada. Prefirió cerrarlos de nuevo. Cuando volvió a abrirlos las figuras de su entorno tenían contornos nítidos, el verde lo cubría todo y el calor que emanaba del cuerpo de su madre no le permitía respirar con amplitud, obligándolo a emitir quejidos, casi imperceptibles, con cada exhalación.

Movió su cuerpo para separarse un poco y al hacerlo pudo ver sus manos, el color de su piel era de un amarillo traslúcido que no había conocido, pero se movían gracilmente y se sintió feliz. Giró la cabeza para ver mejor; la mujer, tendida sobre el suelo, gemía envuelta en una tosca sábana. Como fondo, a lo lejos, gritos y lamentos llenaban la atmósfera de sensaciones extrañas. Sintió dolor, un profundo dolor mezcla de miedo e incertidumbre.

Intentó concentrarse en lo que podía percibir apretado como estaba contra el pecho de su madre. Confundidas entre los estertores y los llantos, se escuchaban ráfagas de metralla...

Una voz imperiosa lo sacó de un sueño inquieto, los gritos ininteligibles se habían hecho mucho más claros y un movimiento tosco hizo que casi cayera del regazo que lo cobijaba. Cuando pudo ver, un soldado norteamericano los apuntaba con un arma mientras gritaba algo impreciso sobre Vietnam y la liberación. A su espalda, una nube de napalm caía del cielo quemándolo todo.

Lo siguiente que sintió fue su sangre saliendo a borbotones.

************

En el cielo, los eruditos catedráticos intentaban encontrar una explicación al error ocurrido. La última esperanza de la humanidad había fracasado irremediablemente y el rumor incontenible se había extendido por todo el edificio junto con la inquietud y la desazón.

Desde su sitial, Dios observaba sumergido en sus pensamientos, su cara imponente mostraba un rictus de duda y un profundo suspiró pugnó unos segundos por salir de su pecho... –Quizá debí enviarlo a Manhattan.

Texto agregado el 26-10-2003, y leído por 321 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
20-11-2003 Deprimente, tan deprimente que vale la pena. Un beso Sauron
19-11-2003 PERFECTO. ME gustó demasiado. Tardó un poco en atraparme, pero lo logró de la mejro manera. Tiene algo que me gusta demasiado en los cuantos: Hacer esperar al lector hasta el final. El final, a mi manera de ver, es la parte mas importante. tomaz
06-11-2003 Excelente hasta la mordacidad final. Eres buena escritora. Me alegro de haberte descubierto (es que yo soy buen lector). Un beso casto y arcangelical (curioso que usases a Uriel en vez de a Rafael). Vlado
31-10-2003 Bueno amiga , lo prometido es deuda. una reflexion sobre el hombre y el mundo. Un fracaso de los tantos que llevamos y después una sonrisa se me escapa con tu final. amiga, podrías acortarlo, disminuyendo la introduccion y las características de los postulados. Esa es mi opinion, ganarias, agilidad. es una opinión. un abrazo ruben sendero
31-10-2003 amiga, estoy en la media noche o un poco mas, mañana vuelvo y te leo, vale. un abrazo ruben sendero
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