Cerró los ojos y sintió el rumor de las olas llegando a la orilla. El mar era azul, infinito, cálido y envolvente. El viento jugaba con las hojas de la palmera y las desafiaba a que formaran una orquesta sinfónica. Ellas aceptaban y llenaban el aire con la música de la naturaleza. La hamaca en la que estaba recostado se transformaba en una cuna, lo protegía, lo sostenía y le daba un infinito bienestar.

Después caminaría por la arena y se quedaría mirando cómo sus pasos dibujaban huellas enormes que se irían achicando despacito y desaparecerían. No sabía hasta dónde podía llegar. Sólo miraba el horizonte y elegía ir hacia allá, hacia lo que hubiera más allá.

El calor le dio sed. Un coco apareció en sus manos y el agua fresca de su interior se deslizó por su boca y su barbilla. Chasqueó la lengua de placer.

Pero su boca estaba seca, abrió los ojos y el calor pegajoso y húmedo le hizo recordar que había salido de la oficina a comprar una botella de agua mineral bien fría.