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Nuevamente Atipax tenía al frente a su rival. Era enorme, una masa de músculos blancos, como montañas nevadas y en su cara sobresalía una horrible mirada simiesca. Un malvado gorila albo de turbulentos ojos negros, ese era su amenazador contrincante. Atipax alzó los brazos largos y cobrizos saludando a la multitud con un guiño travieso. El público lo aclamó alborozado. Los hombres querían ser como él, un fuerte campeón; los niños lo admiraban como a un superhéroe de historieta; las mujeres lo deseaban frenéticamente, ellas soltaban estruendosos chillidos, mientras se les mojaban los calzones al ver la perfección del cuerpo y el marfil de la sensual sonrisa del ardiente mestizo.

La muchedumbre enloquecida, embrujada por aquel hechicero violento, clamaba en un ensordecedor cántico: ¡Atipax! ¡Atipax! ¡Destroza al enemigo! Miró al salvaje y blanco animal, era imponente, es cierto; pero él en lo único que pensaba es cuánto demoraría en verlo caer, cuánto tardaría en quebrar esa colosal colina, ese gigantesco conjunto de huesos, carne y fluidos. Nunca había sido vencido, nadie en todo el tiempo que venía defendiendo su título de campeón había mostrado resistencia a sus veloces y contundentes golpes, eran relámpagos fulminantes y letales. Ésta no era, sino otra pelea como muchas, en la que ganaría sin más esfuerzo.

Se observaron atentamente estudiando sus movimientos, no se perdieron el menor temblorcillo, de las piernas, los hombros y las manos de su contendiente. Escuchó el rumor, el arrullo del mar en sus oídos; el campeón, se concentró en aquel susurro que le sonaba a música ritual de algún continente lejano. Atipax lanzó, como siempre, el primer golpe, seguro de darle a su rival; sin embargo, quedó por un leve instante estupefacto al comprobar que el simio níveo esquivó su puño. En ese pequeño momento pensó en su maestro, ese diminuto y viejo hombre de larga barba cana y expresión festiva que le enseño a pelear, que lo instruyó en el conmovedor arte del vencer, ese que lo adiestro para ser rápido y rotundo, por primera vez, en su ya larga carrera puso en tela de juicio lo que había aprendido. En ese fatal intervalo, recibió un fuerte puñetazo en el rostro que lo hizo tambalearse como una veleta de papel al viento, había sido entrenado también para soportar los más fuertes golpes; pero jamás había necesitado poner en práctica esos conocimientos.

El dolor no existe, sólo el zumbido del mar en tu mente- le parecía escuchar decir eso a su maestro.

Dudó, de sí mismo, de sus fuerzas, de su capacidad, quizá era ya demasiado viejo o siempre fue una farsa, una irónica comedia; titubeó de las enseñanzas de su mentor, la inseguridad lo invadió, lo cubrió por completo despojándolo de todo, dejándole sólo en la respiración un halito helado de miedo. Lo aporrearon, sin dejar un solo centímetro de piel intacta, la cara, los brazos, el tórax, las piernas, todo su ser fue castigado sin piedad. Trató, por supuesto, de defenderse, pero sus intentos fueron infructuosos, sus brazos no le respondieron parecían blandas espumas, sus piernas se gelatinizaron y su cuerpo se entregó por entero al sufrimiento. En sus oídos ahora sonaba una estruendosa tormenta, los vientos huracanados, en fin, los horribles sonidos de un espantoso maremoto saltaron sobre él apoderándose de su mente. Cayó, mientras algunos, lo menos, lo animaban para que continuara, los otros totalmente desilusionados lo veían con desprecio y lo empezaron a insultar, a proferirle ignominiosas ofensas. Su contrincante esperaba a que se levantara, dando saltitos a su alrededor, a fin de aplastarlo como a un asqueroso gusano, como a un despreciable insecto cuando se parara.

Trató de erguirse, pero no lo logró, cogió ambas piernas con sus manos y empezó a mecerse como un autista, igual que un luminoso péndulo en medio de la profunda oscuridad y habló, escupió desde su interior, desde su torturante inconsciente, una sola frase, un ruego: “No me pegues más papá, no me pegues”. Nadie pareció escucharlo, sus palabras se perdieron en medio de los alaridos, de los agravios cada vez más iracundos y las estridentes loas al nuevo e imbatible campeón. Sólo una mujer, casi una anciana, de cabellos canos y mejillas arrugadas como pasas, solamente ella, captó la frase, cogió su sufrimiento y lo hizo suyo; luego soltó unas gotas de cálido y salado líquido por sus ojos, ellas rodaron surcando los pliegues de su piel hasta caer al piso de tierra, fue el único y más sincero reconocimiento para Atipax, el campeón, el hombre.

Texto agregado el 28-11-2005, y leído por 173 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
10-12-2005 Has incursionado con mucho tino, no exento de una cuota de belleza, en un tema duro y muy real, lamentablemente. El abuso de un padre hacia su hijo indefenso es generalizable a otros abusos de los fuertes sobre los débiles. Creo que ese es tu mensaje, así me llegó, al menos... Iwan-al-Tarsh
28-11-2005 Pensaba ponerte . Que todos encontramos nuestro talon de Aquiles . Pero al final veo y si no me equivoco que es un padre maltratando a su hijo. De todas formas me gusta de las dos maneras. Es mi interpretacion nada mas. Espero no equivocarme. Mis felicitaciones.***** kasiquenoquiero
 
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