«Haga regalos que llenen el corazón de los suyos.» Eso era precisamente lo que necesitaba, pensó Juan Barjuán. Éste y otros cárteles similares con increíbles descuentos y recordatorios de las fiestas navideñas, incitaban desde los largos escaparates del centro comercial. «Increíble oferta que no puede dejar pasar.» Según anunciaba la publicidad del gran almacén, ése era el único lugar del mundo donde se podía encontrar cualquier cosa.

Mientras iba hacia su nueva casa, Juan Barjuán vio una muestra de televisores grandes como su carrito de la compra, maniquíes en provocativas poses vestidos con acolchados abrigos. Por la tardía hora de ese atardecer de invierno, debían estar a punto de cerrar. La temperatura cada vez era más baja, el frío se le colaba por los agujeros del gorro de lana y del viejo abrigo. ¿Y lo calentito que se debía estar en el interior del gran almacén?

En una de las esquinas de la gran superficie comercial estaba el sector de la alimentación con su correspondiente restaurante. Flotó hasta él el apetitoso aroma de cafés, pan caliente, pastas, que le hizo recordar cuanto tiempo llevaba sin comer. Se le hizo la boca agua. Tal vez lograría engañar al hambre persuadiéndose de que también se comía por la vista.

La última de las secciones expuestas en el largo aparador era el mobiliario del hogar; Juan observó detenidamente los cómodos colchones. «Ideados para aquellas personas que no se conforman con poco», leyó.

Dejó el centro comercial; cruzó la calle y se dirigió a su nueva casa, la sucursal de una caja de ahorros. Colocó sobre las baldosas su colchón formado por unos cuantos periódicos viejos, se tapó con dos mantas mugrientas y se dispuso a dormir. Él sí que necesitaba un regalo que le llenara el corazón. Y la barriga.