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Esto es un sueño

Esto es un sueño, alcanzas a pensar, entre la vorágine de pensamientos que aletean por tu mente como moscones en una siesta de verano. Pero corres por un pasillo, y aunque sientes que es un sueño, corres por un pasillo porque llegas tarde a algo. Corres por un pasillo, que a veces no es un pasillo, es una trinchera, y tus pies se hunden en el barro, liquido y marrón, y avanzas despacio, y la angustia se apodera de tu garganta, y quieres recordar, recordar unas palabras, pero el barro te llega a las rodillas, y no sabes porque, pero el barro te llega a las rodillas, y es blando como gelatina, y se enreda a tus piernas y borra tus palabras.
Y ves gente, que conoces pero nunca has visto, y alguien es tu abuelo, o es tu madre, o es aquella muchacha de jersey marrón. La gente te mira en silencio, y sabes que alguien ha muerto.
Pero no logras recordar quien es. Tan solo que ha muerto, y eso es tan cierto que notas que la certeza te inunda, y no recuerdas su nombre, pero llegas tarde, porque ya no es una trinchera, ni un pasillo, es una puerta abierta ante ti, y aunque no puedes ver el fondo, sabes que alguien ha muerto, y que todos te miran, y que la muchacha de jersey marrón es también tu abuelo. Y tienes tanto barro en tus piernas que te das cuenta de que alguien ha muerto, y llegas tarde. Y solo tienes que cruzar esa puerta, porque sabes que no es una puerta, es angustia que trepa por tu cuello y se te cuela por las orejas, y estas tan asustado y tienes tanto miedo que te inventas un pretexto, y haces que la puerta no sea puerta, sea la clase de los Jerónimos, y haces que tus manos empiecen a desintegrarse como la arena de un reloj y que tus dientes caigan como gotas de agua.
Y te despiertas.

Se bajó del tren con una terrible sensación de “dejá-vú”.
Ya había estado allí antes, lo notaba. Era una sensación de familiaridad tan absorbente que por un segundo (quizás menos, la décima parte de un segundo), Juan Lucas no era él, era otra persona, e incluso por un momento una palabra asomó a sus labios. Pero esto solo duró un segundo, y la palabra se disolvió antes de tomar forma, y Juan Lucas pensó “que tontería”.
Y bajó del tren. Sus maletas le siguieron inmediatamente, pateadas fuera del vagón por la proverbial amabilidad del empleado de RENFE. “Llevo 10 años en esta línea, y es la primera vez que tenemos que parar en este secarral”. Mientras el tren partía, Juan Lucas miró a su alrededor. La estación ni recordaba sus días mejores. Constaba de tres edificios, y en algún momento debió de tener dos andenes. Ninguno de los edificios mantenía su techo. Lo que antes era la cantina, no era ahora mas que una estructura de piedra, madera y cristales rotos, que dejaban ver una barra de latón dorado desvencijada, y una mesa marrón rota. El edificio central parecía un esqueleto. Parecía el esqueleto de un toro. Parecía el esqueleto del toro muerto que Juan Lucas encontró un día a la orilla del Tajo, con jirones de carne y pellejo aun colgando de los huesos, las cuencas vacías y la boca abierta. El edificio central era un esqueleto. Con las paredes negras, caídas en algunas partes, y las ventanas rotas, como las cuencas vacías, de las que colgaban, aun, los jirones de cortinas que algún día fueron blancas.
Y en una pared, herrumbroso y medio vencido, colgaba de bisagras un letrero casi ilegible: San Gervasio. Chirriaba lacónicamente, con desgana, con ritmo lento y cadencioso. Juan Lucas se sorprendió, pues no notaba ni pizca de aire.
Recogió las maletas entre las que estaba la, mal llamada, maquina de escribir portátil. Portátil pero pesaba 8 kilos y era de acero puro. Lo amontonó todo a la sombra. Se sentó sobre la maleta. Y esperó. Esperó
No podría decir cuanto, porque su reloj se había parado a las cuatro menos cuarto, pero esperó mucho. Por el camino apareció un hombre con una mula. Hombre y mula caminaban sumidos en profundas meditaciones. El hombre, hundido en su sombrero de paja. La mula, con la mirada baja, cabeceaba de vez en cuando, quizás cuando encontraba contradicciones en su línea de pensamiento.

- Buenas tardes- dijo Juan Lucas
- Y si que lo son- respondió el otro
- Oiga... perdone, pero, ¿cómo hago para ir a San Gervasio?
- Da igual lo que haga. Todos estos caminos le llevaran a San Gervasio, si lo que quiere es ir allí.
- Vaya... y yo sin moverme pensando que los otros caminos llevarían a otro lado... oiga, ¿va usted para el pueblo?
- Sí
- ¿Le importa si le acompaño?
- El camino es de los caminantes. Si quiere andar a mi lado, yo no puedo impedírselo.
- Si, bueno, muchas gracias... ¿y está muy lejos el pueblo?
- Media hora, más o menos. Si quiere, puede cargar todas esas cosas en la mula. A ella le da lo mismo.
- Hombre, pues muchas gracias... esteeee... pues esperaba que hubiese alguien en la estación. O algún vehículo, aunque fuese el cartero que viene a por las sacas del tren.
- Nadie escribe cartas en San Gervasio. Y la estación hace mucho que nadie la usa para nada.

Siguieron caminando en silencio por algún rato. A su alrededor, los campos de trigo parecían no tener fin. El camino pasaba entre ellos como el rastro de una herida antigua. Blanco: Liso. Al andar, levantaban pequeñas nubes de polvo fino y blanco, que poco a poco, se posaban de nuevo en el suelo, en espera de que, de nuevo, unos pies les devolviesen la ilusión de ser gaviotas.

- ¿Quiere un cigarrillo?- dijo Juan Lucas al otro, sacando el paquete del bolsillo.
- Traiga p’acá- dijo el otro
- Estos campos son enormes... ¿de quien son?
- De don Antonio, “el poderoso”.
- Desde luego debe de serlo. Estos trigales son inmensos.
- Don Antonio no es rico. Su padre si lo era. A don Antonio se lo come la miseria. Lo único que tiene son muchas tierras, y la tierra no se puede echar al puchero. En el invierno tuvo que vender la casa para comprar simiente. Y se le pudrirá el fruto en el campo, porque no tiene con que dar jornales
- Que tontería. Con una cosechadora, lo recoge en dos días y le paga con lo que saque.
- Nadie viene a San Gervasio, ni siquiera con cosechadora.

“Ya veo” ,pensó Juan Lucas,
- Oiga... ¿usted no tendrá familia en Comala, verdad?- se burló Juan Lucas- vive allí un tal Pedro Páramo con el que se llevaría usted de perlas.
- ¿Comala?, pues si me gustaría ir, pero nadie sale de San Gervasio
- Ah, claro, se me olvidaba...

Siguieron caminando un rato, en silencio. Por fin, volvió a hablar Juan Lucas.

- ¿Conoce usted a doña Aurora Rojas?
- Si, si la conozco. En el pueblo todos la conocen. La llaman “la señorita”. Ya sabe. De joven era un poco loca. Ligera de faldas. Su hija, Aurorita, es su vivo retrato. ¿Por qué lo dice?
- Me dijeron que alquila habitaciones.
- Si, alquila una vieja bodega en su casona. Pero no suele vivir nadie. Nadie viene...
- Ya, ya ya... nadie viene a San Gervasio, ya lo sé
- ...nadie viene a San Gervasio
- Oiga... a usted le debe de haber asombrado mucho que yo viniese, ¿no?
- No
- ¿...?
- Sabíamos que vendría, pero le esperábamos ayer.
- ¿Sabe usted quien soy?
- No, pero sabíamos que vendría
- Ya... ¿y quien se lo dijo?
- La Nona. Ella lo sabia
- ¿La Nona?
- Sí. La Nona.
- ¿Y quien es la Nona?
- La Nona es la mas vieja del pueblo. Ya era vieja cuando nació mi padre, y a mi padre lo enterramos el invierno pasado. Vive cerca de la plaza. No se preocupe, que ya la verá. Se pasa los días afilando una guadaña tan desgastada que puede verse a través de la hoja.
- ¿Afila una guadaña?
- Constantemente
- ¿Por qué?
- No lo sé. Si le pregunta, le dirá que tiene que afilarla un poco más, que aun no es suficiente, pero que ya le queda poco, 5 o 6 años quizás. Y que cuando la haya afilado bien, debe cumplir un encargo.
- ¿Cuál encargo?
- Nadie lo sabe. El cura, don Alfonso, dice que la Nona no es otra cosa que el ángel de la destrucción, uno de los jinetes del Apocalipsis, y que cuando haya afilado la guadaña, la usará para segar las vidas de todos los hombres del planeta.
- ¿Eso dice el cura?, ¿Y la gente que dice?
- La verdad es que poca cosa. Casi nadie va a misa en San Gervasio. Por lo menos, no desde que llegó este cura. Tiene demasiado éxtasis. Demasiado fervor. Una vez, en un arrebato de ateísmo, se comió su propia sotana. Esa misma noche, arrepentido, se impuso a si mismo una pena ejemplar por su pecado, y pidió al sacristán y a los monaguillos que lo crucificaran en la plaza durante tres días y tres noches. Si le miras con atención, puedes ver las heridas de los clavos en sus manos, y si alguna vez lo ves bañándose en el río, verás la herida que le hizo Servando, cuando, llevado por una imagen de la pasión que vio en una película italiana, hundió su bierno en el costado del cura crucificado. Mire, ¿ve?, ya hemos llegado.

Y era cierto. Entraban ya por las primeras calles de San Gervasio. Juan Lucas se sorprendió, pues no se había dado cuenta que se acercaban al pueblo, ni había visto las casas al acercarse. En un segundo estaban entre inmensos trigales, en otro entraban ya en el pueblo por una calle desierta.
“Todos los caminos llevan a San Gervasio, si lo que quiere es ir allí”, pensó Juan Lucas, “el sol te esta derritiendo el cerebro”.

- Yo sigo de largo- dijo el arriero- Aquella es la casa que busca.
- Muchas gracias por todo, amigo. De verdad, gracias.
- No me las de todavía. Yo solamente le he traído al pueblo. Deseas al que le saque.

Juan Lucas sacó las maletas de las alforjas de la mula. Esta le devolvió una mirada de reojo, y un resoplido. El arriero ya estaba caminado por la zona de la calle en la que daba la sombra.

- ¡Eh, oiga!
- ¿Sí?- se giró el arriero
- ¿Cómo se llama usted?
- ¿Yo?
- Sí, usted. Hemos venido todo el camino juntos y no sé ni como se llama
- Me llamo Sara
- ¿Sara?
- Sí

Y se dio la vuelta y continuó calle abajo. Juan Lucas miró la casa ante la que se encontraba. Era mucho más grande que las demás. Tenía dos plantas, y no era de adobe encalado, como las otras, sino de piedra. La enorme puerta tenia un frontón gastado triangular rematado por un casi imperceptible escudo heráldico. Encima, unas balconadas con forja arriera, de barrotes herrumbrosos y torcidos. La puerta, de dos hojas en gruesos tablones claveteados, abiertos de par en par, mostraba un pasillo alto y empedrado con grandes losas de granito. En el centro, un canalillo surcaba la distancia entre el patio y la calle. Debía haber sido una casa espléndida, pero hace mucho que dejó de serlo. Juan Lucas pasó al recibidor. Al fondo veía el patio, con muchas macetas de geranios festoneando irregulares paredes blancas. En el centro, se vislumbraba un pozo. El recibidor era muy fresco. Vio varias sillas de madera, toscas y oscuras, y se imaginó por un momento cuando de niño, en las noches de verano, su madre y su abuela salían a las puertas de la calle a tomar el fresco, sentadas en sillas como estas, sillas de paja y palo, sillas que siempre parecían viejas, sillas melancólicas, pintadas de negro o verde. En aquellos años, él se sentaba en el suelo, y apoyaba la cabeza en el regazo de su madre. Y casi lloraba. Porque estaba solo. Los niños no venían a jugar con él porque estaba sordo. La soledad y el silencio fueron sus compañeros de infancia en un pueblo muy parecido a éste. Y creció odiándolos. A la soledad, al silencio, al pueblo y a su madre. Y también a las sillas de paja y palo. Y ahora, él era quien buscaba voluntariamente soledad y silencio.
El recibidor estaba fresco y tranquilo. Se sentó en una silla y cerró los ojos. Y tuvo un sueño. Y en su sueño, alguien había muerto. Y el barro subía por su rodilla

Texto agregado el 30-11-2005, y leído por 227 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-01-2006 No sé qué te habré dicho en la primera versión... pero me encantó... me encanta esa imagen con la que empezás... atrapa. Aniuxa
 
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