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Inicio / Cuenteros Locales / elcorinto / HISTORIAS DE SAN GERVASIO. Episodio 3

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Un leve ruido, como un susurro, arrancó a Juan Lucas de su sueño. Abrió los ojos. Estaba en el portal de una casa solariega, y frente a él, una figura encorvada y enlutada (negro infinito), que le miraba con cara de pergamino.

- Perdone... me temo que me he dormido... me llamo...
- Usted es el que alquila el cuarto- dijo la anciana con una vocecilla que parecía salir del recuerdo, de dentro de un baúl lleno de sabanas viejas, o de lo más profundo de un viejo pecado- Pero llega tarde. Le esperábamos ayer.
- Si, bueno, no sabía que me esperase... ¿Usted es doña Aurora Rojas?
- Sí. Traiga sus maletas. Le enseñaré el cuarto.
- No se preocupe, yo llevare las maletas... y disculpe por haberme dormido, estaba el portal tan fresco y tranquilo... ¿sabe?, yo nací en una casa como esta, una casa castellana...
- No es necesario que se disculpe. Es la hora de la solana. Nadie sale a la calle en la hora de la solana. El sol cae tan fuerte que te hace ver visiones
- Si, lo sé, me ha pasado algo parecido.
- Una vez Martín Diezdedos creyó ver una torre oscura flotando sobre los bancales.
- ¿Martín Diezdedos?. Nunca había oído un apellido como ese
- No es su apellido. Su apellido verdadero no lo sabe ni él. En su familia todos han sido “Diezdedos”. Su padre era Diezdedos, igual que su abuelo, y el padre de su abuelo. Martín se llama Diezdedos, y el hijo de Martín también será Diezdedos.
- ¿Y por que le llaman Diezdedos?
- Porque tiene diez dedos.
- Como todo el mundo. Yo también tengo diez dedos.
- Martín tiene diez dedos en cada mano.
- Ah, claro...

Atravesaron el patio. El sol sacaba el blanco infinito de la cal en las paredes, y el orín de los herrajes del pozo. En un rincón, cubierto por una enramada por la que trepaba una parra vieja como las raíces del mundo, había una puerta, hecha de tablones antes recios, ahora gastados, astillados, desvencijados y parcheados con láminas de hojalata (en las que se podía leer “aceitunas la española”, y una mujer de mejillas abundantes mostraba un cesto de olivas recién cortadas). Era la puerta que daba al corral de las caballerizas, menos blanqueado que el otro, con arreos colgando de enormes clavos por todo adorno. El cobertizo estaba al fondo, al lado de la puerta trasera (“la puerta falsa”, que decía su abuela; “falsa porque por ella salían las mujeres”).
Siempre siguiendo a la anciana, Juan Lucas entró en el cuarto. Esperaba ver un cuchitril cubierto de polvo y poblado por arañas. Sin embargo, aunque tosco y sin ornamentos, la estancia parecía agradable. El cobertizo, por ser alargado, creaba una única sala dividida en su mitad por una cortina que ocultaba la cama. En la parte visible, unas sillas de mimbre, una mesa con faldillas marrones y un trapito de punto, un sofá y una mesa escritorio. Tras la cortina, una enorme cama de hierro, alta como un caballo, una mesilla con un despertador que parecía un saltamontes, una cómoda y una foto. Las paredes estaban perfectamente encaladas, y el cuarto, aunque olía a cerrado, tenia un agradable y fresco ambiente. Juan Lucas se miró la hora. Pero su reloj continuaba averiado. Y marcaba las cuatro menos cuarto.
- Oiga, ¿tiene usted hora?
Pero la vieja ya no estaba. Juan Lucas cerró la puerta. Dejó las maletas y la maquina en el suelo. Empezó a pasear su nuevo cuarto. El suelo era de tierra. Era tierra suave. Apisonada. El ambiente era fresco, aunque fuera hacía mucho calor. Se descalzó para caminar por la tierra. Estaba fría. Se tumbó en la cama. Los muelles anunciaron ruidosamente su cambio de estado. Juan Lucas sonrió. La cama delataba cada uno de sus movimientos. Hacer el amor en esta cama tiene que ser como dar un pregón.
Y Juan Lucas se quedó tumbado, en la cama, boca arriba. No podría decir el tiempo que pasó tumbado en aquella ruidosa cama. Bien podían haber sido meses, pero sospecho que tan solo estuvo media hora. Estaba cómodo. Estaba tranquilo. Casi se podía cortar el silencio (solo roto por la monotonía chirriante de las cigarras). Su mente volaba, se remontaba en el tiempo, volvía, paraba, se iba, se detenía en pequeños detalles insignificantes. Pensaba en el día que la profesora de latín perdió un botón de su camisa. Y en el techo vio una araña. Pensaba en el color de las cerezas, en Eva, su primera novia, y en el patio de un cortijo de Granada.
Y en el techo, seguía estando la araña.
Una araña
La araña...
Juan Lucas sintió hambre. Instintivamente, se miró el reloj, que le devolvió las cuatro menos cuarto. Recordó que su reloj no funcionaba. Juan Lucas sonrió. “San Gervasio produce curiosos efectos sobre las personas y las cosas”.
Salió al corral. El sol estaba alto, pero ya empezaba a caer. Quizás serian las cinco o las seis, pensó. Abrió la puerta trasera (la puerta falsa, por que por ella salen las mujeres), y salió a la calle.
La calle estaba absolutamente desierta. Lógico, pensó, la gente estará durmiendo la siesta. La calle, hacia la derecha, hacía una pequeña cuesta abajo. Juan Lucas empezó a caminar, despacio, por el lado de la calle en que daba la sombra. La pendiente se iba poco a poco agudizando. La calle estaba ahora empedrada, y las casas eran un poco más altas. Llegó a una plaza irregular a la que le faltaba algo para ser cuadrada, con tres entradas y soportales en dos lados. Presidía el ayuntamiento y en un lateral había una fuente con pilón. Atravesó la plaza. En un rinconcillo se agazapaba lo que parecía ser un bar. Tenia una diminuta puerta verde, abierta. Una cortina de canutillos impedía a las moscas entrar y a Juan Lucas ver el interior. Fuera, cuatro mesas de hierro, también verdes, se tostaban al sol.
Entró en el bar. Estaba prácticamente en penumbras, así que tardó un poco en situarse. El bar era alargado, con una barra de latón y madera a todo lo largo. A la derecha, tres mesas de hierro verde y mármol. Al fondo, una chimenea apagada. En las paredes, irregulares, se arremolinaban como traídos por el viento, calendarios con imágenes de vírgenes y escenas de toreo, avisos de caza, fotos de viejos, dos laminas de hojalata que anunciaban Mirinda, y fotos de perros. Pegados en los cristales de las ventanas, pegatinas de cebollas y pepinos. Tras la barra, sobre un fogón, hervía el café en un puchero rojo. Sobre la chimenea, la cabeza de una cabra disecada. Entre dos de las ventanas, un reloj parado que marcaba las cuatro menos cuarto. Colgando encima de una puerta, dentro de la barra, un jamón del que solo quedaba el hueso.
Y de esa puerta salió un hombre. Bajo, gordo, cincuenta y tantos, prácticamente calvo, con una camisa blanca con las mangas subidas y mandil. Venia esgrimiendo una sonrisa de oreja a oreja.
- Buenas tardes- dijo
- Buenas- contestó Juan Lucas
- Usted es el inquilino de la “Señorita”
- Sí, de doña Aurora
- Eso, doña Aurora. Aquí la llamamos “la Señorita”, porque de joven era...
- Si, lo sé, me lo contaron ya...
- Bueno, eso dicen, que yo no digo nada, porque no me gusta hablar...¿y como se llama?
- ¿Quién?
- Usted
- Ah. Juan Lucas Jimeno
- Encantado. Yo soy Arquímedes. Como los búhos. ¿Qué le voy poniendo?
- Pues un café con hielo, si puede ser.
- Mejor le pongo un vinillo tinto. Y me serviré yo otro. Fresquito, pa que siente bien.
- No, pero yo no quiero...
- Ande, ande, calle, que ya están servidos.

Y diciendo esto, con una rapidez más propia de trilero, sacó dos vasos que llenó con el mismo movimiento. Le acercó una a Juan Lucas, y él se bebió el suyo de un trago. Juan Lucas lo probó. Era un vino magnifico.

- Este vino está de miedo.
- ¿Verdad que sí?. Lo hago yo mismo, con uvas de mi viña. El truco consiste en mezclarlo con un poco de agua bendita.
- ¿En serio?
- Claro. Pero con este cura es cada día más difícil. Tiene... ¿cómo decirlo?...
- ¿Mucho éxtasis?
- Justo. Es demasiado fervoroso. Y me cuesta Dios y ayuda sacar agua bendita a escondidas de la iglesia. Don Alfonso dice que es una herejía. Pero yo creo que no. El vino es la sangre de Cristo. La derramó por nosotros para redimirnos de nuestros pecados. Ya de por si, el beber es comulgar. Si además el vino está bautizado, y por tanto consagrado y santificado, purgado de sus pecados, y limpio de toda mácula, el beberlo es un acto de fe. El vino es como los hombres. Nace con pecado. Pecado que se limpia con el bautizo. Mi padre llegó a dejar envejecer vinos hasta la edad de hacerlos tomar la primera comunión. Pero, la verdad, yo no tengo tanta paciencia. Ande, apúrese el vaso que le sirvo otro. Y me pondré otro para mí, porque la tarde es muy larga. Y usted bebe muy despacio. ¡Apúreselo ya, hombre!.
- No, si yo no...
- Beba coño, beba, si no hay cumplido. Además, es salud. Mi abuelo vivió 109 años y no estuvo sobrio ni un solo día. Cuando era joven se apostó con sus amigos un borrico a que era capaz de beberse una tinaja de vino él solito.
- ¿Y fue capaz?
- No. Cuando llevaba media tinaja, le entró la risa floja y ya no pudo seguir. Pero al día siguiente volvió y se bebió la otra media.
- Me toma el pelo, Arquímedes...
- Se lo juro por lo más sagrado, mire usted.
- Venga hombre, ¿se bebió una tinaja de golpe?
- No se la bebía de golpe, hombre. De vez en cuando paraba para picar unas aceitunas...
Juan Lucas estalló en risas. Y se bebió el vasito de vino. Arquímedes le sirvió otro, y un cuarto para él (el tercero se lo había servido ya y bebido por su cuenta mientras hablaba). Juan Lucas no había probado nunca un vino como ese. Era estupendo. Fresco, pero sin perder ni un ápice de sabor. Aspero, oloroso. No sabia muy bien como describirlo. Cada trago era distinto. Juan Lucas sentía que se le iluminaban las tripas. Este vino produce euforia y fervor religioso, pensó Juan Lucas.

- oiga, y ese cura...
- ¿Don Alfonso?
- Si, don Alfonso, ¿qué más le da lo del agua bendita?
- Eso pienso yo. A don Atanasio, el cura anterior, nunca le importó mucho. De hecho, el mismo me traía una garrafita cada semana...
- Y una cosa... a mí me dijeron que con una sola gota de agua bendita puede convertir un cubo...
- Eso son mariconadas modernas. El agua bendita tiene que ser bendita de verdad. Nosotros la cogemos de la mismita pila bautismal. Además, tiene que ser de la pila bautismal.
- Pero eso se solucionaría rápido. Si el cura no quisiera que cogiesen, no tendría mas que no llenar nunca la pila bautismal, o hacerlo solo cuando haya bautismo.
- Usted no entiende nada, ¿verdad?. Aquí, la pila bautismal siempre tiene agua por que el agua mana de ella. Dicen que la encontró don Pedro de Villafresnosa. Parece ser que tras la derrota de Valdemuy a manos de los moros, don Pedro pudo salvar el pellejo de milagro. Vagó herido, muerto de hambre, sed y vergüenza por estos campos durante tres días, y al tercer día, encontró cinco robles, donde había tres muchachas que llenaban siete cántaros de una pila redonda de piedra, que aunque cogían agua, nunca se vaciaba. Cada muchacha tenia una fruta, y sobre la pila había nueve cuervos. Dicen que al beber de la pila, don Pedro sanó de sus heridas, al comer las frutas, don Pedro se hizo fuerte, al dormir bajo los robles, don Pedro se hizo sabio, y al cepillarse a las muchachas, don Pedro descubrió la manera de conquistar Olivenza.
- ¿Y los cuervos?
- Con los cuervos no recuerdo lo que pasó..., pero el caso es que alrededor de esa fuente construyeron una iglesia, y alrededor de esa iglesia, construyeron este pueblo.
- ¿Entonces la pila bautismal es la fuente de la leyenda?
- La misma
- ¿Y siempre está manando agua?
- No, claro, siempre no. Hay tres días al año en que no mana agua. Uno es el Corpus, en que mana sangre. Otro es Navidad, en que mana resina. Y el tercero es el día Internacional del Trabajo.
- ¿El primero de mayo?
- Si, el primero de mayo.
- ¿Y que mana el día del trabajo?
- Nada, ese día no mana nada. ¿Ha terminado ya ese vasito?. Tenga hombre, tenga. Le tengo otro preparado. Yo me voy a servir un chupito, pero en este otro vaso más grande... los vasitos pequeños son solo para los clientes, ¿sabe?. A mi beber en vasos pequeños me da gases. Se traga mucho aire. Y a mi edad luego los gases son muy malos. No se expulsan bien. Y cuando los expulso, hago huir hasta a los ratones, ¿sabe?.

Juan Lucas observaba los movimientos de Arquímedes. Era prácticamente imposible seguir sus manos. Se movían con gracia, con agilidad, con movimientos de una flexibilidad inusitada, continuos, imposible distinguir el principio de uno y el final de otro. En sus manos aparecía la frasca como por arte de embrujo, llenaba dos vasos, alargaba uno a Juan Lucas y vaciaba el suyo de un trago en fracción de décimas de segundo. En un parpadeo. Chas, el vaso lleno, chas, el vaso vacío. Hablaba, sonreía, bebía, pasaba el trapo al mostrador, se frotaba la cara, todo en un continuo fluir. Si, eso era exactamente, pensó Juan Lucas. Arquímedes fluía como el Amazonas. Arquímedes era como un río en su tramo medio. Fluía sin detenerse. Igual que el vino de la frasca: fluía mansa pero continuamente. Como las mareas. Y la marea del vino estaba empezando a inundar la ría de su consciencia. La risa era como las barquichuelas de los pescadores. Antes, dormidas sobre la arena, ahora poco a poco empezaban a flotar y a mecerse libres. Los recuerdos eran como los pilotes del embarcadero. Poco a poco estaban quedando sepultados. Empezaban a aparecer las ruidosas gaviotas que con sus graznidos escondían la cuenta de los vasos apurados (¿cinco?, ¿seis?). Y en las redes de los pescadores empezaban a trabarse sus palabras. Juan Lucas no quería imaginarse como estaría cuando subastasen el pescado.
-¡Felipe!- grito Arquímedes- ¡ven a conocer a un amigo!
El aludido entraba por la puerta precedido por un fuerte olor a gasolina. Se acercó a Juan Lucas. Se presentó (“¿usted es el inquilino de la señorita?”). Arquímedes hizo brotar un vaso de vino frente a Felipe, y de paso, se rellenó él el suyo.

- Oye, Felipe, cuéntale a este hombre esa historia que cuentas tu con tanta gracia, anda
- ¿Ahora?...
- Venga, Felipe, no te hagas de rogar. Escuche, Juan Pedro, escuche, vera que risa
- Juan Lucas
- ¿Qué dice?
- Que me llamo Juan Lucas, no Juan Pedro.
- Claro, claro... ande, bébase eso que tengo la frasca de la mano. Venga Felipe, cuenta lo de los gallegos...
- Eran tres gallegos...
- (Verá que risa, verá que risa... ¿dónde está mi vaso?... voy a hacer una cosa. Tengo unos callos puestos a fuego lento. Voy a sacar un platito y tres tenedores)
- Eran tres gallegos que volvían de la siega, después de haber estado todo el verano segando a jornal...
- (Aquí traigo los callos... apúrese ese vaso... y tenga, pruébelos... cuidado no se queme).
- ... y volvían a Galicia andando, con todo el dinero encima...
- (¿Están buenos los callos o no?... claro, les he puesto guindilla cayena pa darle gustillo... y de paso, pa que la gente beba mas...)
- ... cuando se encontraron con una morera, un árbol cargado de moras...
- (Están picantillos ¿verdad?... coma pan, coma pan, verá como se le pasa... ¿tiene calor?... parece que le veo sudar mucho)
- ... y se subieron dos de los gallegos al árbol, a comer, y otro se quedó abajo...
- (Los callos me los enseñó a hacer mi primera novia... ¿se encuentra bien?, le veo pálido. Tómese otro vino, y se le pasa)
- ... y en esto que aparecen tres ladrones...
- (Pero oiga tenga cuidado que se le caen los callos de la boca... ¡oiga!... ¿se ha desmayado?)
- ... y le dicen los ladrones al de abajo...
- Déjalo Felipe, que se ha desmayado el inquilino de la señorita
- ¿Y que le pasa?
- Estará enfermo, digo yo.
- Vamos a llevarle a su casa.
- Espera Felipe. Vamos antes a tomar otro vinillo.
- Bueno, vale. Lo que contaba. Aparecen los ladrones y le dicen al gallego de abajo:

Texto agregado el 30-11-2005, y leído por 310 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
18-01-2006 Wow... mejorado? Creo que sí... o mi memoria es muy muy mala Aniuxa
 
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