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MIOPÍA

Existe una generación nacida en medio de la guerra. Una guerra que todavía no parece tal, un conflicto que se ha hecho omnipresente y por lo mismo no nos ha permitido entender que la realidad no debería ser la que nos ha acompañado siempre, sino aquella que los medios tienden a invocar, recurrentemente, como la utopía de la paz. Hace varias décadas que Colombia, la esquina nororiental de América del sur, ha sufrido una serie de embates desde todos los ángulos posibles, situaciones que han terminado por desboronar cualquier posibilidad de desarrollo. Una de las grandes debacles que hemos enfrentado, sin saber, es la intervención extranjera en la región. Históricamente, el sur de América ha sido la base de la explotación del mundo desarrollado y ha pasado por varias manos, principalmente España, Inglaterra y, desde el siglo pasado, Estados Unidos. Es claro que todas las políticas que nuestros países han adoptado, siguiendo los modelos que el F.M.I. les imponen, debilitan la opción de una integración regional en busca de una sola patria, a diferencia de los grandes avances, en este sentido, del viejo continente, que encara al siglo XXI desde una perspectiva de unificación total; en unos años dejarán de existir las pequeñas naciones que allí encontramos, para dar paso a los Estados Unidos de Europa. A nosotros no se nos ha permitido ver el futuro de esa forma, porque así, divididos, somos una presa fácil para esta economía que siempre enriquece más a los ricos y nos hunde más en la miseria que representamos en el ámbito internacional. A esta calamidad, depredadora y desgarradora, se une esa envidia que sentimos por nuestros vecinos, esa costumbre de pensar que nuestros hermanos de naciones idénticas a las nuestras son mejores o peores. Hace no mucho, en el interior de Colombia se creía que el Perú era diametralmente opuesto, en virtud de que gozábamos (¿?) de mejores comerciales: los colombianos no entendíamos que esta proximidad regional nos hace herederos de las mismas tradiciones y las mismas costumbres. Regionalmente, es idéntica la reacción: los Uruguayos veían con desdén a los Bolivianos y los Argentinos se sentían más italianos que Americanos. Nuestros hermanos Venezolanos ven a la distancia cómo los Ecuatorianos cambian la lengua europea por el Quechua y no los reconocen. Varias preguntas se pueden hacer al respecto: ¿la gente se deja manipular a tal grado de no reconocer que somos el fruto del mismo proceso a todo lo largo y ancho del continente?, ¿será posible que creamos la mentira desarrollada desde el proceso de conquista y usurpación de estas tierras, cuando fueron divididas en virreinatos para su administración?, ¿de verdad es imposible conciliar el virreinato de La Plata con el de la Nueva Granada, por ejemplo, en cuanto a la visión de un mismo pueblo nacido de la mezcla de creencias, mitos, artes y tecnologías de dos mundos? En ciertos lugares, la situación es agravada por la certeza de que lo normal es escuchar, a diario, las decenas de muertos que los noticieros narran. En Colombia, mi patria, se enfrentan todas esas fuerzas militares y mueren los que se atraviesan. Así ha sido desde que tengo memoria. No ha importado que pasáramos de violencias por el poder, entre partidos, hacia las violencias por la libertad y la igualdad, de las guerrillas marxistas, y que todo esto degenerara en una guerra intestina y cruel que ya no tiene sentido, que parece no tener objeto. Ha sido, también, muy curioso el cambio de mentalidad de la gente en apenas veinte años: primero se apoyaba al M-19, un grupo militar que luchaba por acabar la pobreza, y cuando el poder logró desarticularlo, las FARC llegaron al titular apoderándose de las malas noticias y enviando a todo el mundo a buscar la derecha. Es decir: ellos mismos han hecho que la población apoye y elija a gobernantes que plantean una salida (a mi modo de ver) peor que la enfermedad. La gente pide guerra total. Esto es algo que se convierte en una petición apenas normal después de los vientos de golpe de estado, que el pueblo saltó a respaldar cuando fueron públicos, que soplaron hace apenas seis años. No es posible ganar una guerra contra la desigualdad, contra la miseria, sin acabar con la miseria, sin acabar con ese abismo de desigualdad que nos separa. Pero como todo, esto no puede ser entendido desde ese punto de vista tan cerrado al que nos obliga nuestra cercanía: como cuando se quiere leer un libro pegando la nariz a la hoja. La nuestra es una generación que ha nacido y crecido en medio de todos estos problemas, admirando una forma de vida que todo lo que hace es estimular el consumismo y que está terminando por consumir hasta a sus mujeres y a sus niños de formas que harían sonrojar a Sodoma y Gomorra. La nuestra es una generación que, seguramente, va a morir en medio de ésta situación que nos obliga a escapar hacia lugares en donde vivir tranquilo, vivir sin preocuparse por el dinero o por la seguridad, no es un privilegio sino un derecho, abandonando el suelo más fértil del mundo, dejando atrás una primavera eterna, simplemente porque la capacidad de pensar de estos jóvenes está adormecida (ojalá no aniquilada) y nadie se atreve a levantar la voz y preguntarse si éste es el derecho (o el izquierdo) de las cosas.

GUSTAVO ALBERTO MÁRQUEZ RINCÓN

Texto agregado el 03-12-2005, y leído por 85 visitantes. (0 votos)


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