Te escribí tanto que quise entregarte... que te lo entregué.
No fue muy útil. No tuvo mucho sentido. No perduró en tus oídos. No.
Hubiera preferido que me robes mi equipo, o mi proyector de diapositivas,
o el diente primero que guardo desde que el ratón me lo devolvió.
Si te hubiese dado a elegir, te habría tentado con la guadaña
que está en mi armario, para que la tomes, mirándome a los ojos,
de la misma manera y con el mismo estupor, que manipularon tus pupilas,
al venderme verdades disfrazadas, refugiando mentiras descaradas.
Te escribí tanto, tanto, que me convertí en la profecía de mis insomnios.
Quise regalarte un nuevo sendero para amaestrarlo con respetos,
conociendo tus acuidades, pero alertando nuevos intentos,
fabricando las diapositivas que ahora no vería,
porque te hubiese dado a elegir el proyector, y lo tomarías,
por esa manía de patentar tu recuerdo, de grabar en cada artificio ilusorio,
una avidez de pasado, de tú paso, de tú estilo, de tú mística y redención.
Te escribí a gritos, cantando y en silencios, te escribí tanto.
Y el honor vendido, por esta fábrica de lujuria encandilada en ciertos reparos,
me fastidian el orgullo mal ubicado en tu razón, de no ceder la reclusión
a un dolor mal venido, y encontrar goces vengativos, como superación y poder.
Habitabas un supuesto hogar de moralidad y valores, nunca supiste conciliar
su convivencia, más que la imbecilidad de aferrarte a la soga que
recitó en mis venas, las maneras de odiarte por no poder, aún así, olvidarte.