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La vio sentada en aquel rincón. En el mismo lugar en que tantas veces esperó a su amor. La recorrió enterita con aquella mirada exaltada. “No es ella”, pensó. No se parecía en nada a la que había esperado por años. Esta era fina, tenía una cara de ángel incomparable. Su pelo, largo, liso y castaño delineaban con perfección aquella cara ovalada sin exageración. La expresión de su mirada podría volver loco a cualquiera. Él deseó odiarla.

Una fuerza desconocida hizo que la amara. En un instante las curvas perfectas de esa mujer perdieron la razón del pobre hombre. Esas piernas incitaban a acariciarlas y a buscar entre ellas el paraíso. Su piel, tan tersa, a simple vista, parecía un imán para las manos de cualquier ser humano. Ella se percató de esa mirada que la estaba desnudando. Un resquicio de pudor se apoderó de su expresión y prefirió bajar la cabeza. No tenía ganas de discutir, no tenía ni ganas de darse por aludida.

Él casi pierde la razón. Casi se entrega a sus encantos, pero el bello forraje natural de tal damita no lo inmutó. Su vida ya tenía un destino y debía cumplirlo. En vez de acercarse a la joven con la galantería y la fineza que lo caracterizaban, llegó con brusquedad y la cogió del brazo. Ella se sorprendió, esperaba cualquier cosa, menos eso.

Se miraron a los ojos y el amor fluyó. Ella creyó que ese hombre tan elegante, tan guapo, tan para ella, no podía hacerle ningún daño. Se dejó llevar como una niña inocente en manos de su padre. El terror no la inundó, se sentía segura entre unos brazos que quizás habían sido hechos según el molde de su cuerpecito espigado.

Fueron al callejón más lejano. A medida la oscuridad iba envolviendo el ambiente, ella sentí que el corazón le palpitaba más rápido y, por qué no decirlo, comenzó a excitarse. Creyó que esa noche sería del hombre que siempre había esperado y que, sin preámbulos, se apareció en su vida.

Él estaba nervioso pero decidido. Puso su cuerpo muy cerca de ella, sus alientos se juntaron e impregnaron la atmósfera de humedad. Ella cerró los ojos, deseaba sentirlo. Él cerró los suyos, estaba aterrado. Ella lo abrazó. El amor movía sus brazos. Sin abrir los ojos, dio un suspiro y esperó un beso. Él la tomó con la mano izquierda y también suspiró. Tomó su revolver y le disparó en la sien. Ella no sintió nada. Su cuerpo se desplomó, no se sabe si más muerta que enamorada o viceversa.

Le flaquearon las rodillas. Sintió que su trabajo estaba cumplido, pero que su vida no valía nada. Se creyó muerto. Se levantó, dejó el cadáver que amaba en aquel callejón oscuro y se retiró a llorar, llorar, llorar…

Texto agregado el 06-12-2005, y leído por 134 visitantes. (0 votos)


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