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IR A PELAR Y SALIR PELADO

_ ¡Pum!¡Pum!¡Pum!¡Pum!!!!.....¡Pum!
¡Pum!¡Pum!!¡Pum!!!!!!
_ ¡Qué pasa!, ¿por qué tanta desesperación al tocar la puerta?
_ ¡Me asaltan don Arnulfo!, ¡me asaltan!
_ ¡A ver, a ver, a ver, cálmese!, ¡tranquilícese y cuénteme que sucedió!
_ ¡Me asaltan don Arnulfo!, ¿quién desgraciao me habrá soplao?, acabo de vender un ganadito para meter chamba, acá no más cerquita, en el terrenito que lo he comprao a don Isidro. Cenando estábamos, cuando de la nada aparecieron cuatro hombres encapuchados portando relucientes cuchillos. Me pidieron la plata, dijieron que me pelarían si no les daba. Mi mujer casi se muere de susto, pálida se había vuelto, no podíamos hacer nada; pero, al momento que les entregaba mi dinerito se descuidaron y, zaaaasss lo machetee a uno. En ese momento mi mujer salió corriendo y yo también hice lo mismo, pero en el afán de fugarme me clavaron un cuchillazo en el brazo, que me hizo soltar el machete. No me quedó otra que, correr y correr para salvar mi vida. Suerte que los desgraciaos no nos siguieron, mi mujer ya se quedaba en el camino, he tenido que cargarla para hacerla llegar hasta aquí. Si salen ahoritita seguro que los encuentran. Con el herido que tienen no creo que vayan muy lejos.
Don Arnulfo, de mediana compostura, a veces testarudo pero muy honrado. Había sido elegido Presidente de la ronda campesina de Aguas Claras, Centro Poblado del distrito de Pardo Miguel Naranjos en la región de San Martín, no tanto por su audacia, sino por su valor. En sus dos años en el cargo había realizado numerosas capturas de avezados delincuentes que asaltaban a los ómnibus que recorrían la marginal de la selva. Sin embargo por su actuar rápido, no premeditado, metía la “pata” muchas veces. Pero lo superaba y seguía adelante. Tener hazañas ronderiles era su pasión, gozaba cuando salía victorioso. Al escuchar al recién llegado, imaginó al instante la fama de buen rondero que ganaría en la región. Él mismo llevó a Jacinto a la posta para que le curasen la herida. Inmediatamente después organizó a los ronderos y fue en busca de los asaltantes. Poco tiempo después, Jacinto y Blanca, en un auto particular, desaparecieron para siempre del lugar.
Al día siguiente Francisco Corrales escuchó por última vez la voz de Blanca que le decía: Querido suegro, debes viajar urgente a Aguas Claras, Julio está muy grave, y al instante colgó, jamás le dio tiempo para pedir explicaciones.
La llamada le resultó extraña, Francisco sabía que Blanca había abandonado a su hijo y, que éste a su vez no quería charlar con nadie. Pero más que extraña, la llamada era desconcertante: ¿Qué hacía Julio en Aguas Claras?, ¿se habrá juntado nuevamente con Blanca?, ¿qué es lo que pasó?, ¿por qué tiene que estar grave?...Jamás imaginó que había perdido a su hijo para siempre. Jamás se le cruzó por la mente que iba encontrar su cuerpo inerte, sin vida, totalmente desfigurado por certeros machetazos que le cayeron en el rostro. Las lágrimas deslizábase por sus mejillas y el nudo de la garganta no le dejaba pronunciar palabra. Giraba en su cabeza un torbellino de venganza. Si hubiera encontrado al asesino, hasta el alma le hubiera arrancado. Ya nada podía hacer, todo estaba perdido.
Mascando coca y libando cañazo, armados de retrocargas, en la oscuridad de la noche, diez ronderos habían rodeado la casa del supuesto asaltado. Se acercaron sigilosamente. Las puertas estaban abiertas de par en par. _ Pero ¡¿Qué es lo que sucedió aquí?!_ con voz baja y meditabunda, don Arnulfo, se preguntó así mismo. Las cosas iban muy mal, no era como lo pensaba (capturar al delincuente herido, hacerlo declarar y, luego toda la banda se fregaba). Pero no, el hallazgo auguraba otro desenlace. Echó maldiciones llenas de rabia. Porque tuvo que creer en la historia de un maldito desconocido. La sangre estaba por todos lados. Las huellas de los machetazos habían quedado impregnadas en los horcones, en la puerta. Cada corte manchado de sangre y, aun más en la puerta había un poco de pelos incrustados igualmente manchados de sangre fresca.
_ ¡Dios santo! ¡Seguro que se lo pelaron!; pero, ¿donde está?_ turbado por el hallazgo, don Arturo, Hablaba para sí.
_ ¡La sangre sale de cuesta don Arturo! ¡Hay que seguirlo!_ Gritaron desde afuera.
Reanimándose, todos siguieron las huellas de sangre que se internaba por una finca de café. Sólo unos 50 metros. El agotamiento no le había permitido correr más, el desafortunado había caído sobre un tronco, estaba totalmente desfigurado, sin vida. La sangre no dejaba reconocer el color de sus prendas.
El horror y el espanto se apoderaron de todos, jamás imaginaron ver tanta crueldad para matar a un hombre. Por más delincuente que hubiese sido, no merecía morir de esa manera.
Don Arnulfo, deduciendo ya los hechos, ordenó inmediatamente regresar al pueblo y capturar al que, en horas antes había hecho la denuncia de un asalto; pero, la reacción fue tardía, habían desaparecido del lugar sin dejar pistas de su nuevo destino.
Jacinto Yánez, joven, buen mozo, de hermoso vocabulario, nacido y criado en Naranjillos, un pueblecito ubicado en medio de arrozales y papayales, a pocos kilómetros de Aguas Claras. Se había enamorado de Blanca y prometido así mismo estrecharla entre sus brazos hasta hacerla su mujer, al precio que fuera. Blanca estaba casada felizmente con Julio Corrales y ya tenían dos hermosos hijos que estaban en la escuela. Parecía imposible una relación con ella, una mujer que a pesar del duro trabajo del campo y haber dado a luz dos veces, conservaba su belleza. Pese a eso, Jacinto, diez días antes del crimen, no dudó entrar a casa de Blanca, aprovechando la ausencia del esposo. Las confesiones de ella sobre su vida conyugal le cayeron como anillo al dedo. Las cosas iban saliendo mejor de lo que había imaginado. Éste era el momento que esperaba con ansias. Encontrar una debilidad en la pareja, saber por donde atacar; pero jamás, jamás imaginó esto. No podía perder la oportunidad. Jacinto había aprendido en la escuela de la vida, que para conquistar a una mujer no bastaba ser pintón, había que utilizar un lenguaje adecuado y mejor aun si sonaba un tanto poético. Pero, esta vez, se trataba de una mujer casada. Había que emplear mucha astucia para crear el momento, aquel momento oportuno, necesario para bajarle las estrellas y cantarle al oído dulces y tiernas canciones al son de los pajaritos. Había dejado de trabajar para acercarse a ella y ganar su amistad. Escondido en los ramales, cerca de la casa, esperaba que Julio saliese a su chacra. Luego la visitaba y las risas y las bromas no se hacían esperar. Los días pasaron rápidamente, allí estaban otra vez, pero en situación distinta. Ella, después de contar su historia, estaba temblando frente a él. Él, con la mirada fija en sus ojos, sabía que llegó el momento. Utilizando sus mejores frases, le prometió una vida mejor, llena de pasión y placer. Sin encontrar resistencia fue acariciando sus mejillas, sus cabellos, sus muslos. La ropa de ella iba deslizándose suavemente hasta caer en el piso. Sintióse como se le erectaban los pezones cuando le rozaba con la punta de la lengua. Era un sentir desconocido, la piel se le sonrojaba, tiritando gemía desesperadamente y retorcíase como víbora del oriente. Jamás había tenido un orgasmo, jamás había llegado a la cima más alta del placer coital, el moco cervical deslizábase por sus anchas caderas hasta mojar las sábanas. La excitación era tanto que al sentir contraérsele los músculos casi se desmaya. Con lágrimas en los ojos se aferró fuertemente a jacinto. Luego como entendiendo la situación, rápidamente se levantaron. Alistaron maletas, y con el dinero que Blanca sustrajo de un cajón, salieron a toda prisa.
Eran las tres de la tarde, la tierra se había convertido en horno viviente avivado por el sol, fuego ardiente que en mitad del cielo se había quedado. A pesar de los cálidos latigazos que caían sobre las espaldas, los hombres continuaban sus labores de siempre en los terrenos arroceros; mientras hermosas mujeres, sus trajes iban lavando sin descuidar a los muchachos que habían salido del colegio y se sumergían en las frescas aguas del río. Y allí estaba Jacinto y Blanca, portando maletines y mirando a todos lados. Presurosos subieron en una combi que los hizo desaparecer en breve por la ruta al occidente. Casi nadie pudo advertir de la fuga. Los gritos y golpes fueron a las siete de la noche. Julio no podía creerlo, su esposa había desaparecido con toda su ropa y el dinero que tenían ahorrado. Estaba como loco, destrozaba todo a su paso, lanzaba injurias y juramentos de venganza. Hasta que por fin, le brotaron lágrimas, lágrimas amargas, lágrimas de rabia, lágrimas de un orgullo que se había perdido y que hoy se confundían con las inocentes lágrimas de sus hijos.
Julio no podía aceptar su derrota, los deseos de venganza, se hacían cada vez más fuertes. Secretamente comenzó a investigar. Su mujer no estaba muy lejos. Sólo bastaba tomar una combi y, en una hora aproximadamente ya estaba en Aguas Claras. De ahí habría que caminar 45 minutos más (los últimos que le quedarían de vida).
Eran las seis y cuarenta de la tarde, el astro rey ya estaba en su alcoba. Las sombras que se aproximaban, esta vez, eran muy raras. Aparecieron por detrás de los cerros formando un manto negro que cubrió todo el lugar. Pronto iba a llover y quizás era mejor así. El sonido de la lluvia no iba a permitir que se escucharan sus pasos. Cerca de la casucha empezó a temblar: se acordó de sus padres, de sus hijos. Vaciló por un momento. Pensó que debería regresar y dejarlo todo a Dios. Los pajaritos dieron su último adiós y, por fin decidió aparecer en la puerta, clavando su mirada fiera en los amantes. Desenvainado el puñal. Estaba decidido pelar a aquél que días antes le robó su hembra, a la que tanto amaba. Con voz cargada de odio y la brillante luz de sus ojos, sólo atinó a decir: ¡Desgraciaos.....! ¡Me las van a pagar......!_ y no pudo más, la rabia cegó sus pupilas, y en un ataque desesperado se avalanchó con toda su fuerza depositada en el puñal. Hubiese atravesado el vientre de Jacinto, si éste no lograba esquivarse.
Estando con el brazo herido, Jacinto retrocedió más y para suerte de él, Blanca, de un sartenazo dejó aturdido a su ex marido. Entonces Jacinto, armóse de un machete y acometió desalmadamente a su adversario. La lucha fue intensa, más que de hombres fue de animales salvajes; pero Jacinto tenía desventaja en el arma. Sólo se necesitaba un descuido para dar el golpe mortal.
Los pelos de Jacinto, llenos de sangre, quedaron impregnados en la puerta. Después le caería otro y otro hasta hacerle correr. Tambaleándose intentó fugarse por la finca, pero era demasiado tarde. Su adversario poseído por el demonio jamás lo dejaría escapar. Cayó sobre un tronco y pudo ver como se le iba la vida, machetazo a machetazo; en cada suspiro, ya no sentía dolor. Se comparó con la serpiente que días antes había matado sin piedad. _ ¡Ya me pelaste desgraciaoooooo!, ¡mi sangre llegará al cielo..., un mismo fin tendraaaaasss......!

Texto agregado el 07-12-2005, y leído por 118 visitantes. (2 votos)


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