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Soliloquio

Fuera llovía a cántaros. El cielo se empeñó en no dejarla caminar a casa y ella se resistió a obedecerle. Con paso firme, como tentando al destino, llegó al edificio, subió al ascensor y se plantó frente a la puerta de madera oscura del departamento; detrás, una huella lodosa indicaba su trajinar por el mundo.

Las gotas resbalaban por su frente y se metían, traviesas, en la comisura de sus labios. Buscó la llave en los bolsillos del abrigo y al meterla en el hoyo de la cerradura, se trabó. –Mierda- musitó empujando un poco la madera con la rodilla para ayudarse; la llave giró y la puerta le dio paso al interior.

Dentro todo estaba en penumbras. Pudo distinguir los contornos de los muebles, la mesa esquinera, las sillas, el estante de los libros. Atravesó la estancia de puntillas, como queriendo evitar que el agua de su ropa llegara al suelo. Al otro extremo, la habitación la recibió con el silencio prestado de las cortinas gruesas y opacas. Respiró hondo, queriendo introducir en sus pulmones, junto con el aire, la oscuridad y tibieza que ahora la resguardaban.

Se descalzó ágilmente. Los zapatos terminaron su viaje lluvioso junto al abrigo que había resbalado al piso; luego, las medias y el pantalón fueron sumándose a ellos, poco a poco y con descuido.

Desabotonó despacio su camisa, tomándose el tiempo para sentir el roce de la tela sobre su piel y, al caer junto con el resto de la ropa, pareció llevarse el cansancio del día. Soltó el lazo que sostenía su trenza. Las gotas enredadas en las hebras oscuras, rodaron por su espalda y el frío repentino le hizo dar un salto, que precipitó sobre sus hombros a las que todavía bailaban en su cabellera.

La cama era una tentación demasiado grande, sin embargo, pudo voltearse y ver el hueco de luz que dibujaba la puerta. Desde la calidez, el mundo se veía hostil y fúnebre.

Se recostó de lado sobre el cubrecama y el colchón se hundió un poco bajo el peso de su cuerpo. Sin casi sentirlo, sus dedos, con voluntad propia, comenzaron a recorrer su costado, deteniéndose en la curva de su cintura o en la cima de su cadera. Cerró los ojos dejando espacio solo a las sensaciones que el contacto iba despertando sobre su piel, reconociendo sus formas.

En un descuido, otros dedos, más ágiles y ávidos, sorprendieron el recorrido de los suyos contagiándoles sus ansias; poco a poco, el calor del otro cuerpo se adueñó de su espacio y pudo sentir cómo unos labios inventaban nuevas rutas sobre su geografía.

El temblor, cargado de emociones de su cuerpo, fue confundiéndose con el movimiento convertido en cadencia de una sinfonía a dúo; ella apretó sus párpados con más fuerza, como queriendo evitar que filtraran la luz que, presintió, manaba por sus poros y se aferró a las sensaciones y al aroma que emergía de su recuerdo, revolucionándola.

Sintió las tenaces manos explorando su cuerpo, rozando sus piernas, tomando sus senos; percibió cómo sus puntas en tensión por el contacto y el placer eran rociadas por la sal de su saliva; deseó la frescura de los pequeños senderos húmedos recorriendo hacia abajo, el fluir del líquido por su estómago, el acumularse del agua en su ombligo.

La atmósfera parecía entrecortada por su respiración expectante. Los dedos de él, exploradores sin brújula, buscaban suavemente entre sus pliegues, develando sus rincones y sus simas hasta encontrar el origen del fuego que mojaba sus muslos.

La habitación se llenó de temblores. Él entró lento pero sin titubeos. Ella se abrió sin resistencias, y el vaivén sumergió sus cuerpos en mareas saladas y dulces, frías y calientes, dejándola sin aliento. Con un brazo por detrás de su espalda la acercó un poco más a su pecho, mientras con la otra mano exploraba su cabello negro, su rostro, le abría la boca y sumergía la yema de los dedos en ella recorriendo, luego, su cuello, sus hombros, sus pezones.

Ella no pudo seguir resistiendo. El placer pugnaba por salir en forma de gemido, de sollozo, de susurro, pero adivinándolo, los labios de él sellaban los suyos, como queriendo impedir que develara el secreto, que cortara el hechizo y la música que los envolvía.

Los embates de las olas se hicieron más intensos, el ritmo de los cuerpos se tornó irrefrenable y sumergirse en el vacío era lo único posible.

Sin pensarlo, el goce se convirtió en descarga eléctrica atravesando sus entrañas de repente.... un espasmo... dos... tres... mil... luego cansancio y silencio.

Se volteó sobre la espalda para respirar mejor. Demoró en abrir sus ojos para sentir, hasta el último instante, los labios cálidos del hombre sobre sus párpados.

Su mano, húmeda, salió lentamente de su centro.

Él no estaba.

Texto agregado el 05-11-2003, y leído por 383 visitantes. (9 votos)


Lectores Opinan
28-11-2003 Soledad, amor, placer, nos diste de todo un poco. Muy bueno, burbuja
25-11-2003 Es un texto genial, la soledad presente pero sólo descubierta en el final. Sorprendente por cierto. Me encantó. Un beso Rithza. MCavalieri
20-11-2003 Muy buena descripción de las situaciones; desde la llegada a la casa, el cansancio, las sensaciones, la pasión y, finalmente, la soledad. Buen relato, mis felicitaciones. pedromarca
20-11-2003 Bueno, bueno. Me ha enganchado desde el principio. Je, je, ahora entiendo el título. Ha estado genial, de verdad. Lo encuentro formidable. Diría mucho más pero es que me he quedado sin palabras. Bueno, solo decir que es la primera vez que doy 5 estrellas. Eddy_Howell
15-11-2003 Has construido un relato fenomenal, cargado de erotismo y menejado con una sutil maestría. Te felicito. Saludos, Praprique
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