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Corría.
La brisa contra el rostro, la mirada fija en el horizonte, como si ya pudiese ver su destino y su meta... las voces, los cantos...
Recordó como había comenzado aquella solitaria carrera, sentado en aquellos médanos, en aquel mar de arenas doradas, con aquel cielo tan azul, contemplando en sus manos aquel negro y lustroso revolver, a plena luz de aquel sol tan luminoso. Casi se sorprendió, al ver aparecer aquella redondeada gotita de agua sobre el oscuro metal... ¡y luego otra sobre la arena entre sus piernas!... formando una opaca manchita lenticular. No alzó el rostro para buscar alguna nube inexistente, no reclamó a una lluvia lejana, no culpó al sudor ausente.
Recordó qué peregrinar le había llevado hasta allí, que caminatas por calles bulliciosas, entre gentes extrañas, deambulando cabizbajo por solitarios puentes, el rostro ceñudo y el silencio pensante; el sentir que algo no cuadraba, que él no lograba encajar en aquel mundo gris.
Y allí, sentado en la arena, se desdobló de su cuerpo, se incorporó sin ropas y descalzo, dejando sentada a aquella envoltura de textiles y piel, y emprendió su lenta carrera, corriendo desnudo y despacio por los arenales, en pos de aquellas voces que lejanas coreaban, más allá de aquellas dunas.
Aún sin llegar y sin estar allí, pudo ver aquella enorme planicie de flores de maravilla, que se extendía hasta el horizonte, a todo lo ancho de su campo visual, y veía y escuchaba, como eran las flores las que cantaban y coreaban, eran miles, y se mecían armoniosas al son de aquella melodía.
El cántico prosiguió “a capella” en aquel millar de voces, hasta que pareció atenuarse, para dar paso a un gran vitoreo, y precisamente en ese momento, se vio nuevamente a sí mismo desnudo y de espaldas, corriendo y alejándose hacia el borde de aquella duna, y al alcanzarle levantar los brazos en señal de triunfo, para recibir la colosal bienvenida de aquella verde y amarilla multitud, para luego comenzar a desaparecer tras aquel muro de arenas, con los brazos aún en alto.
Y elevándose desde las alturas, pudo ver su cuerpo arropado y tendido en el suelo; el revolver aún en su mano derecha y su propia sangre como almohada... distanciándose cada vez más... y su cuerpo cada vez más pequeño... casi hasta desaparecer.

Texto agregado el 18-12-2005, y leído por 99 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
31-01-2006 Tú también escribes lindo. Es un relato lleno de magia y poesía. margarita-zamudio
 
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