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La extraña historia de Francisco, el que se enamoró de la Luna.

Para Bella, mi Luna.

El áspero sonido de su agitada respiración, es lo único que entretenía la mente cansada de Francisco en el largo camino a pie hasta su casa. El frío aire de la noche resecaba su garganta. Tan solo anhelaba llegar lo más pronto posible, tomar una taza de té bien caliente y quedarse dormido bajo el silencio de sus cobijas, mientras escuchaba la radio. Ese día había sido de los peores del mes y deseaba con todas sus fuerzas terminarlo lo más pronto posible. Por ello después de pasar por la vieja cervecería optó por tomar el oscuro, pero más corto camino del campo de fútbol. No le llamaba en lo más mínimo la atención este deporte y evitaba pasar por allí para no tener que escuchar a su lado conversaciones estúpidas sobre árbitros sobornados y penaltis fallados. Sin embargo se animó a cruzar el campo para ahorrarse camino, suponiendo además, que a las diez de la noche no quedarían más fanáticos ebrios en el lugar. Miró las gradas vacías sumidas en la oscuridad y tropezó de pronto con una botella vacía que lo hizo girar como un trompo a punto de caer. Sus labios temblaban ya, preparándose a escupirle al cielo una estruendosa grosería de desahogo, sin embargo ésta no salió, el coraje fue triturándose fuertemente en sus dientes apretados. Se detuvo de pronto como si no fuera ya a ningún lugar. Las lágrimas escurrían tambaleantes por su rostro, cambiando de rumbo a través de los canales que formaban sus arrugas. Comenzó a andar lentamente sin verificar a dónde lo llevarían sus pasos, como si nada importara en el mundo, sumido en una tristeza somnolienta. Cuando tomó conciencia de sí, había atravesado ya el campo entero, llegando hasta la reja del fondo. Sabía que muy probablemente era la última vez que se encontrara en esa reja, así que por simple curiosidad y tal vez inconscientemente, miró con atención lo que había del otro lado: trenes, viejos trenes inservibles, a juzgar por su aspecto, despintados e incompletos vagones que se alineaban paralelamente en un terreno solitario. Un inesperado interés por verlos de cerca le cosquilleó la espalda al ver que algunos pasos adelante había un acceso abierto, sin aparente vigilancia de ningún tipo, al parecer a nadie le interesaba resguardar ese lugar. Francisco suspiró con tristeza y, tal vez solo por terminar de saciar una curiosidad casi forzada, caminó hacia aquellos vagones. Cruzó la entrada y miró con atención a su alrededor... nadie, ni un solo rastro de respiración animal se escuchó, estaba completamente solo, y al pensar en esto Francisco sintió un extraño alivio, como si se liberara de pronto de una pesada carga que había soportado durante años sobre sus hombros sin haberlo sabido antes. Soltó un pesado suspiro y dirigió su rostro hacia el cielo. Observó la luna. Le pareció más grande que de costumbre. Aunque después de pensarlo un poco hacía mucho que no la miraba, menos con detenimiento. La miró un instante más, hasta que recordó los vagones y fue hacia ellos, tocó el más cercano, un vagón de un desgastado color rojo. Deslizó sobre él su mano, apenas rozándolo, acariciando su oxidada piel lastimada. Trató de imaginar cómo habría sido unos años atrás, veloz e imponente tal vez. Se preguntó que tipo de gente habría transportado, cuántas personas, cuántas conversaciones habrían tenido lugar en su interior. Y ahora allí, clavado en la tierra, como condenado al silencio, a un horrible y largo encierro dentro de si mismo. Una especie de viento sanguíneo se estremeció en su interior al pensar que era tan parecido a este tren, olvidado, carente de importancia alguna para los demás, acompañado únicamente por seres semejantes a él, pero que ni siquiera entre ellos pueden comunicarse, como viejos animales disecados. Se conmovió ante el descubrimiento y caminó entre los vagones con la sensación que tiene alguien que acaba de despertar de un largo sueño, extremadamente real. Su cuerpo ahora se sentía diferente, cada movimiento era un redescubrimiento de su físico, caminó con pasos lentos y pesados para escuchar mejor las hojas secas, que crujían al ser aplastadas como riendo cada vez que se les pisaba. La estruendosa risa de estas hojas resonaba en su cabeza. Su mano encontró en la superficie de uno de los vagones un obstáculo, una escalerilla. Ya no reflexionaba sus acciones, se dejó llevar por su cuerpo que se movía libremente, empujado por un fluido interno que hervía en su interior revitalizando sus sentidos. Trepó por la escalerilla y una vez arriba del vagón miró todos desde allí, le parecieron suyos, de nadie más. Sentía estar a mucha más altura del suelo, cual si hubiera trepado un enorme peñasco para observar el mar. Mareado por las emociones nacientes casi se deja caer de espaldas al recostarse en el techo de su viejo y enorme compañero. Una extraña tranquilidad comenzó a apoderarse de él cuando la miró de nuevo, la luna. Desconcertado sintió que ella lo había estado esperando, o más bien que lo había estado cuidando, acariciándolo con sus suaves rayos de luz azulada. Mas grande, ¿por qué la veía cada vez más grande y luminosa? No. Más grande no, sino más cercana, eso era, la luna se acercaba a él. Le pareció impresionante este pensamiento, que desapareció al atrapar otro aún más desconcertante: era él el que se acercaba a la luna, eso era, explicaba por qué se sentía también cada vez más alejado del suelo, más ligero y más libre. Bella, hermosa luna, la veía preciosa, imponente como una Diosa capaz de todo. Su cuerpo se hacía tan liviano que parecía no existir, Francisco era ahora un ave que planeaba a gran altura sobre el mar, un vivo mar infinito, volaba sin rumbo a gran velocidad, cualquier indicio de miedo había desaparecido de su alma y pasaba de ser ave a ser una transparente ráfaga de viento, viento que se dirige hacia un frondoso árbol para que al pasar entre sus miles de hojas dormidas, emita un suave susurro, un dulce canto de amor a la luna, la Diosa que lo había liberado de un cuerpo extraño a él y lo había convertido en loca libertad.
Con la sensación de estar a punto de explotar, de reventar en millones de pedazos Francisco fue regresando a su corpórea figura humana. Permanecía acostado con un somnoliento hipnotismo sobre el techo del vagón, mirando entre lágrimas la Luna, que ahora se hacía cada vez más pequeña, más lejana. El miedo regresaba a su ser, Francisco trató desesperado de regresar a aquel estado mágico, trató mentalmente de asirse con fuerza a su Diosa, y sin embargo, ella lo abandonaba, se iba sin escuchar la súplica de aquel hombre ebrio de fantasía. Lloró, esta vez de coraje, de impotencia, ¿qué podía hacer ante un astro que se acerca millones de kilómetros para besarlo y después lo abandona sin decir palabra? Se sentía profundamente herido, se fue alejando de aquel extraño lugar con la esperanza de sentir de pronto una fuerza que le pidiera regresar, un llamado de ella, pero ninguna señal había ya. Todo volvía a la normalidad, inútiles y sucios vagones, las gradas, el odioso estadio de fútbol, botellas vacías en el césped, voces lejanas, humanidad.

Francisco sabe en su interior que nunca podrá unirse con su amada, aún así el regresa todas las noches a sus trenes, se recuesta sobre un vagón y hace el amor con ella, sabiendo que al final se marchará sin escucharlo. Sabe que siempre regresará lleno de tristeza y melancolía a su hogar. Sin embargo no podría dejarla, su vida es otra desde que está enamorado de la Luna, desde que puede hacer el amor con una Diosa.

Painkiller Diciembre 2005

Texto agregado el 28-12-2005, y leído por 167 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
29-01-2006 ..seremos el sol y la luna amándonos a orillas del mar.. Se respira belleza en tus escritos painkiller***** monica-escritora-erotica
28-12-2005 alucinante... como beber vino tinto en una playa solitaria y hacer el amor salvajemente con neptuno a la orilla del mar... turcoplier
 
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