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Inicio / Cuenteros Locales / buda28 / Crimenes de medianoche I

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Todavía recuerdo el lunar en tu pecho, a un lado de tu pezón, la cavidad cariñosa y confortable del fin de tu vientre, tu pubis, tus caderas sobresalientes, que en ambos costados acariciaban a mis ojos hasta guiarlos a tu interior. También recuerdo tus pies engañosos, friolentos y juguetones, arrullaban mis ánimos, despertaban mis pasiones. Tu cuello aromático me enloquecía: el espacio en el que se encontraba con tu barbilla era mi escondite, ahora mi prisión, mi lamentable encierro, por un crimen que no cometí.

Las celdas están cerradas y el clima huele a muerto, es como si nadie viviera: estamos conectados a una maquina de respiración, a un paso del infierno, pero lejos del cielo. Dan las seis y se abren las celdas, las filas se forman y los gendarmes aparecen. La revisión me recuerda los días de clases, con esas listas interminables y el sueño en mis ojos, esperando mi nombre. Con las cabezas rapadas se distingue a los novatos, yo entre ellos, sólo nos falta oler a mierda para parecer mechones universitarios, aunque dudo que alguno de mis compañeros aquí presentes hubiera, siquiera, pensado en esa oportunidad. Creo que lo único relevante para sus vidas, al momento de cumplir la mayoría de edad, era la posibilidad de ser juzgados como adultos. A fin de cuentas ellos no me interesan para nada, sólo quiero salir lo antes posible.

La voz es clara y firme, “¡todos al patio a cantar el himno!” - y rezar por nuestras almas- susurro. Un ejército de malhechores desfila por los pasillos, llega al patio central donde me encontraba y comenzamos a entonar las primeras estrofas de la canción nacional, del mismo modo en que se vive en estos lugares escondidos del mundo: por inercia. Todo es plano, incluso ante mis ojos de primerizo, esto no tiene sabor, ni siquiera al cantar las estrofas más libertarias e irónicas.

Al parecer el crimen del que me acusan me da cierto estatus dentro del recinto, soy como un Jack el destripador, pero no recuerdo que, a decir verdad, fue lo que ocurrió. Pienso muchas veces en lo que se me imputa: maté a un hombre, pero no encontraron en la escena del crimen pista alguna, sólo una pestaña, lo que me ubica en el lugar. Todavía no se me dice en que lugar ocurrió, creo que quieren que lo diga yo, en las tortuosas sesiones de espiritismo que hacen conmigo, en una sala cómoda, pero lúgubre; no imaginaba, después de leer “los zarpazos del puma”, que los interrogatorios fuera tan agradables. Más parecido a la dictadura son los encuentros con mi madre, que ha esta hora, día de visitas, debe de estar por llegar.

Su blanco pelo y pequeño cuerpo se deja sentir en los fríos pasillos de la cárcel. Habla muy fuerte y llora en demasía. Ella es la única que me cree. Lógico, es mi madre y como tal no escatima en gastos cuando se trata de las dificultades de su niño. Ante mí, el mejor abogado penalista del lugar. Ya había escuchado de él, obviamente entre mis vecinos presidiarios. Todos quisieron, algún día, ser defendidos por este sujeto. Dicen que es tan bueno que no mira a quien defiende, sólo le importa ganar el caso. De una manera profesional, él le comenta a mi mamá en voz baja: “No se preocupe señora Isabel, con los antecedentes de su niño será fácil” y luego esgrime un saludo cliché hacia la ventana donde yo miraba desafiante: “Hola campeón, ¿todo bien?” hice un gesto militar correspondiendo su saludo: lleve mis dos dedos de la mano derecha a mi sien y los baje bruscamente, como si su presencia no me importara más que mirar una parada militar; “tome asiento”, gritó el gendarme a mis espaldas, inmediatamente abrieron la puerta y mi madre y el señor abogado entraron a la habitación. “Mira hijo- empezó a hablar el abogado- esto es simple: tu me dices lo que recuerdas, o lo que quieres recordar...” lo interrumpo barriendo con mi mano sus palabras tiradas en la mesa, yo no quería saber de procesos legales o de lo que ocurrió o debió ocurrir, quería conversar con mi madre, eran semanas duras las que había pasado, “recuerda que ya eres mayor de edad y eres juzgado como adulto, aunque pienses como un niño” refuta el abogado, tratando de recoger sus palabras por toda la salita de visitas, no le hago caso y pregunto: “¿cómo esta ella?.

Aparecio entre la gente, haciendo notar su lisa cabellera, sus ojos despiertos, su delgada figura, su excelente humor, su comprensión ideal, la libertad en las manos y en el corazón una sonrisa. Miro su figura y me atrae. Cantaba y gritaba, se esparcía su olor; a frutas, a flores eternas, a oscuras pasiones, a promesas. Desgrané todo un mes esa situación, busqué los temores, las astucias, su rostro, los pro, los contra, su caminar, las novedades del día. Las pruebas, el colegio, su corazón, el mío, los lastres, las culpas. Medio metro atrás la locura de empezar a construir algo incomprensible, irreal: una relación. Todo empezaba y no era conciente de nada. Explotar es fácil cuando se esta lleno de ella, causante de mis pesadillas, miedo a perderla, miedo a conocerla, miedo a mirarla de frente.

“Bien”- responde mi madre. Las noches oscuras se me vienen a la mente, despertar a las cuatro, con el sudor en la frente y el puñal en el corazón, por haber descubierto, adormilado, que no estaba a mi lado, ella, la que no recuerda, ella la que sigue avanzando, la que movió los cables, la que me empujó al abismo. Entre madrugadas yo la estaba buscando, le digo a un amigo, él me ayudara, él la llamó, ella llegó con otro, ella se rió, yo quería despertar, pero no podía abrir los ojos, me arrancaba de sus brazos, llenos de felicidad, por haberme dejado. Le tengo cariño, pero en mis sueños la odio. “no quiero que él me defienda”- le grito a mi madre, como haciéndola parte de estos estúpidos recuerdos de amor.

Me alejo de la salita, froto mis brazos por el frío y camino hacia mi celda. Sobre la línea amarilla, atrás, clic, (ruido de llaves), manos a la reja, clic, manos libres, siéntate y no hables. ¿qué hago? No puedo quedar eternamente aquí, no puedo defenderme solo. Mi compañero de celda intuye lo que pienso y me aconseja: “hay un caballero que ve los casos perdidos, se llama Ignacio Aguayo”. Esa misma tarde lo trato de ubicar. Después de una semana, ¿quizás fue un mes?, el aparece. Me ponen en la misma salita, contra la luz las manos duras, los hombros grandes, el sombrero de ala corta, voz suave, con autoridad, se acerca a la mesa, quedo extrañado, sus ojos me miran fijamente y no siento temor de decir la verdad, silencio, saca un cigarro, lo prende, me mira y dice: “veamos... (toma un lápiz y una hoja), empecemos por tu historia”.

Texto agregado el 06-01-2006, y leído por 242 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
06-01-2006 orales si q me gusto 5* boddishavtta
 
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