| Cuento "Finalista con Mención de Honor" en el Concurso Internacional Literario Pepe Fuera de Borda 2005
 
 EL MASCARÓN DE PROA
 
 
 
 Amelia sabía que Beatriz, después que se casaron (una con un patrón de pesca
 y otra con un marino mercante borracho), seguía viviendo en la casa paterna;
 al menos eso creía... Beatriz..., su hermana, compañera inseparable y amiga
 del alma hasta que, a los 17 años de ella y a los 18 años de su hermana, el
 novio de la mayor, Roberto, abogado de 32 años, se fijó en ella y, tras
 saber del desliz, Beatriz la condenó al más oscuro rincón de su memoria y no
 le dirigió nunca más la palabra... Total, que el tal Roberto resultó ser un
 fresco y, cuando el padre, marino de carrera e imbuido de la más estricta
 caballerosidad de los antiguos, con su habitual severidad y sus cejas
 tupidas, lo encaró, conminándolo a dar explicaciones, desapareció de la
 casa, sencillamente, sin dejar rastros de su existencia. Tiempo después se
 supo que se había casado con una viuda rica de Viña del Mar...
 
 A Amelia le dolió en el alma la actitud de su hermana y siempre buscó con
 humildad y vergüenza la reconciliación, pero jamás obtuvo el perdón de
 Beatriz.
 
 Pero ella, ya perdido su juicio en las rémoras de la historia y en la
 neblina del puerto, con su raído abrigo y sus tacos torcidos, a punto de
 salirse de los zapatos, bajaba del Cerro Alegre, de junto a la Iglesia,  al
 Cerro Concepción, todas las tardes, con un ramito de flores secas y ajadas,
 al que iba agregándole papeles que recogía del suelo (de preferencia los
 metálicos de los cigarrillos), tratando de componer la ofrenda de paz,
 inclinada por el peso de los recuerdos y de la edad; se colocaba bajo la
 ventana que era de Beatriz cuando ellas vivían juntas con su familia, y
 llamaba desde la calle, apenas sin voz, profiriendo un ¡Beatriiiz...!
 lastimero y nostálgico; una vez, otra vez, muchas veces. Pero Beatriz nunca
 asomó, quizás, nunca existió, porque aparecía en alguna ocasión algún
 habitante de la vieja casa y le preguntaba que a quién buscaba, y ella, con
 un gesto nervioso, entre risa y llanto,  decía, a Beatriz, mi hermana...
 Pero, no vive acá ninguna Beatriz..., le respondían. Y ella no cejaba y
 rogaba, así que le preguntaban ¿Cuál es el apellido?... Papali. Beatriz
 Papali, contestaba. Pero, tras consultarse entre ellos, le decían que no
 conocían a nadie con ese nombre, y que ellos vivían ahí hacía 7 años, y
 cerraban de nuevo esa ventana que sellaba tantos recuerdos...
 
 Y la vieja volvía sobre sus arqueados pasos, más arqueados por la soledad y
 por la pena, y se volvía murmurando, pero era ahí; sí, era ahí, esa es la
 casa...
 
 Quizás, los 15 años alejada de la familia en Recreo y los 28 años en el
 Norte con su marido borracho, que se hizo a la mar en Iquique contratado por
 una empresa pesquera y que,  una tarde de abril no regresó nunca más,
 perdiéndose su rastro tras la bahía salada, en la que ella se quedó, ya sin
 sus hijos, que emigraron, primero a Panamá, y luego a USA, sola en la Pampa,
 tejiendo su temprano invierno, envuelta en la Camanchaca y amparando su
 infancia y sus recuerdos, anhelando su vida de familia en Valparaíso...
 
 Hasta que, convencida de su viudez irremediable, bajo el sol inclemente y
 alucinógeno del Desierto de Atacama, se decidió a volver al puerto querido,
 al puerto amigo...
 
 Pero, ya nada era igual; las caras eran otras, los niños eran otros y se
 burlaban de ella, diciendo a su paso está loca..., y reían.
 
 Y ella insistía todas las tardes, volvía a aquella ventana cerrada, a llamar
 a ¡Beatriiiz...! con su lastimero quejido cubierto de fantasmas de antaño...
 
 Fue con los años que a uno de los muchachos de la pandilla del cerro se le
 ocurrió jugarle una broma; y fueron a la playa, a buscar a la cueva de sus
 tesoros aquel mascarón de proa que un día el mar arrojó en la arena,
 devolviéndolo con su misterio a la tierra de los humanos.
 
 Se lo llevaron envuelto en una manta y le dijeron que Beatriz se había
 ahogado mientras navegaba, que el mar devolvió su cuerpo, y que había que
 darle cristiano entierro...
 
 Amelia abrió los ojos, ya casi ciegos por haberse bebido tanta luz en el
 desierto. Ésa era su Beatriz adorada; aquí estaba... Sus mismos ojos de
 ensueño, su pálida piel... Pero estaba tan dura, tan fría y tan sola...
 
 La vieja tomó al mascarón, les dio unas monedas con lágrimas en los ojos a
 los muchachos, les agradeció emocionada, puso agua caliente en la tina,
 sumergió  a Beatriz  en el agua, la jabonó, la masajeó, la perfumó con
 violeta. Estás tan joven... Te vas a poner bien. Ya vas a ver...
 
 La recostó en una cama, vas a estar mejor, arrópate niña que has tomado un
 frío que te ha dejado tiesa e inerte... Tápate con mi punta tejida en la
 soledad, recordándote a ti, mi niña;  mañana vas a estar bien, nos vamos a
 misa a agradecerle al Señor que te ha traído y nos ha  juntado...
 
 Amelia primero desvistió a un borracho, luego intentó vestir a los Santos,
 pero no era tanto su pecado y mucho era el llanto, así que ahora la arropa,
 la apaña, le pone carmín en los labios, rubor en sus mejillas, pálidas como
 el Polo Norte, coloca un collar en su cuello (el que le regaló ella a los 14
 años, el mismo que le arrojó en su cuarto con violencia, junto a todas sus
 pertenencias aquél día aciago...). Le ajusta un pañuelo de seda, recuerdo de
 su difunta y querida madre; te voy a poner un sostén para que no se te
 transparente el busto con el vestido... Y, en una silla de ruedas
 improvisada, el mismo carro donde carga el balón de gas cada tres meses, la
 lleva, orgullosa a la Iglesia... ¡Niña, que linda te ves! Te dije que ibas a
 estar bien... Amelia está dichosa al fin, feliz; ya no va a tener que seguir
 buscando a Beatriz. Sus ojos se inundan de lágrimas, pero lágrimas de
 verdadera felicidad.
 
 María Luisa Landman R.
 
 
 |