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“Ahora resumamos”, dijo Bernard. “Ahora voy a explicarte el significado de mi vida ...”
Las Olas, V.Wolf.


Es tan imposible no encandilarse cuando miras directamente al sol como es imposible no sumirse en la oscuridad cuando buscas el significado de tu propia vida. ¡Por favor, qué alguien encienda una vela, por lo menos!, gritas con aliento que se corta antes de salir de la garganta. Ruedas por las escaleras, chocas con objetos que conoces hasta el hartazgo, risas y carcajadas te abruman los tímpanos, los huesos crujen con sonido de madera partida, estrellitas bailan en tu cerebro, y la sensación de que hay que empezar de nuevo te tranquiliza como una marea de oscuros algodones. Es que no hay que pretender ir directamente al grano. Hay que empezar por algún arruga exterior, como quien toma un pliegue de la camisa para saber de qué se trata, ir entrando de a poco en la sustancia, para terminar abarcándola en su totalidad, luego despojarse de ella, y dejarla sobre un sillón. ¡Una menos!, y continúas con la cebolla....
“Mi vida no tiene ningún significado”, es la frase más frecuente que aparece. No es un mal resumen, pero carece de lógica, es infantil y no es del todo cierta. No sirve. Tu vida empieza y termina en la cubierta epidérmica. Más allá, el mundo. Que te es ajeno, que no te pertenece, que te asombra, que te aburre, que te presiona, que te exige, que demanda tus respuestas, que te ignora, que te ama, que te odia, que te besa, que te mata. ¿Y... más acá lo mismo?

¿Dónde estás tú ubicado dentro de tu propia epidermis?

Empecemos por alguna parte.

Alguna vez viví mi primer año de vida. No poseo recuerdos de esa época en mi memoria racional, pero intuyo que los tengo en la memoria de los ojos, de la boca, de la piel. Entonces, alguien procuraba satisfacer mis necesidades primarias, y en ese tiempo dejó en mí improntas definitivas. Sé que con mirada borrosa la contemplaba poseído de un placer desconocido para los adultos, de la entrega total y absoluta. Y que su mirada clavada en mí provocaba que todos mis precarios sentidos se concentraran en una sensación que sólo podía sentir y que aún ahora no puedo nombrar. Mi cerebro abierto no lo necesitaba. Mis manos y mi cara sobre sus pechos, mi boca saboreando y engullendo de sus pezones me indicaban que había valido la pena salir de su seno y estar allí, apretado por sus brazos, mecido en su regazo, escuchando los latidos de su corazón y su voz...Ahh, su voz, que surgía de sus labios que se movían con suavidad y que terminaban siempre apoyándose en mi ligera piel, dejando una marca invisible e indeleble en algún rincón de mi encendido y precario ser. Ella era única. Ella era mía. Para eso había nacido. Y yo era suyo y era único. Tan extasiado y colmado me dejaba luego de tenerme junto a sí, que sólo el sueño era posible después de estar junto a ella. Porque la vida era eso. Estar con ella, junto a ella, pegado a ella, saboreándola, escuchándola, tocándola, mirándola, y luego diluirme en el sueño más profundo. Así me lo repite la memoria de mi piel, de mi boca, de mis ojos, de mis oídos, y hasta la memoria de mis sensores internos.

Este verdadero paraíso no duró mucho. Como parte de lo que creemos es la vida, el crecimiento y desarrollo se ocuparon a su tiempo de informarme que la realidad era otra, más cercana a las parcialidades que a la totalidad. La percepción de que la vida es una combinación de amor total y sueño absoluto, tuvo su reverso despiadado cuando la realidad me tomó sin pedir permiso, y se mostró tal cual era, dejándome como al entrar en un prostíbulo luego de haber meditado en el templo.


Pasó el tiempo. Bastante tiempo. Y el niño nunca regresó a su paraíso. Y al convivir con la realidad, comenzó a cederle espacios a ésta. Y una parte sustancial de ésta tomó la forma de un enano que marcaba los tiempos del crecimiento y desarrollo. Miedos y caprichos, rabietas y dobleces para adaptarse eran su marca de fábrica. El niño se refugió, débil y solitario, en el arcón de los trastos usados. A veces era requerido por el enano para que le cediera la vitalidad, la vitalidad que los sueños y las ensoñaciones le dejaban magramente al niño. Y el enano los tomaba sin pedir permiso, y hacía y deshacía a su antojo. El niño se mantenía vivo pues en su interior sabía que el mundo vivido en sus primeros tiempos había existido. Si había existido, también era posible. Ese era su último sueño.

El despertar de la sexualidad marcó en el enano un estremecimiento abrupto, violento, casi desgarrante. El niño también reclamaba lo suyo. Ese sentimiento potente de la búsqueda de la otredad le recordaba el mundo que añoraba. Pero el uso y abuso en que cayó el enano en la búsqueda de descargar tensiones, de contacto meramente genital, terminó ensuciando, lastimando y mancillando al niño.

Hasta que un día apareció el amor. Conflictivo, el mundo en contra, las circunstancias adversas. El enano no supo qué hacer con ello, y el niño tuvo su oportunidad de crecer, de desarrollarse. De ser por momentos feliz. De dar lo mejor de sí, en definitiva. Pero eran sólo momentos, y el enano se recuperó. Vigoroso, con argumentos, puso la realidad por delante y envió al niño al desván olvidado. Pero tampoco el enano conservaba todo el poder. El amor había dejado su huella, y ya no se podía regresar a las rutinas anteriores. Época de confusiones, la salida era encontrar un sustituto del amor. Algo que se asemejara a él, y con eso, armar un esquema de vida, definitivo, sólido, sin fisuras, y donde incluso el niño tuviera su lugarcito y sus momentos de esparcimiento. Pero nada más que eso. Él retendría el poder.

Y pasó el tiempo, mucho tiempo. Y la amalgama entre ambos parecía funcionar con armonía y fluidez. Hasta que algunas circunstancias, como el reencuentro con una pasión dejada de lado, como era el hecho de escribir, y probablemente otras cosas más, rompieron el equilibrio. El niño volvió a tener protagonismo, y el enano se dejó estar en un mirar hacia atrás con nostalgia, con la sensación paralítica de un fracaso descomunal. El niño reclamó espacio, como pichón que rompe el huevo para salir. Vio la luz, y su propia luz se reflejó hacia el exterior. Recordó que en una época había escrito algo titulado “La gota minúscula”, y volvió a sentirse pequeño, ínfimo. Pero ya no en relación con la realidad y sus reglas y convenciones, sino en relación con el Cosmos, donde cada partícula tendría su razón de ser y su sentido.

Comenzó entonces a despojarse de las corazas que lo envolvieran como capas de cebolla. Y salió de sí, al mundo, al real y al virtual. No era completamente libre. Sabía que nunca lo sería. Intuía la libertad, la vislumbraba, la deseaba. Pero la amalgama con el enano era antigua y compleja. A través de sus escritos marcó su disidencia, sus distancias, su necesidad de ser. Y el enano respondió en el mismo sitio con violencia, buceando en las tortuosidades de una desoladora experiencia. Ya eran irreconciliables. La única ventaja de esta situación era que el agua parecía separada del aceite. El niño arremetió entonces reclamando espacios definitivos.

Adivina quién va ganando.

Y ahora, volvamos al principio: Dime, ¿tú, dónde estás ubicado/a dentro de tu propia epidermis?

Texto agregado el 13-01-2006, y leído por 285 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
24-02-2006 Dentro de mi propia epidermis me ubico en el estante transparente de un eco. El eco no se agota. Se repite, se repite. Susurra lo dichosa que he sido al encontrarme con tu talento. Gabrielly
13-01-2006 "Es que no hay que pretender ir directamente al grano. Hay que empezar por alguna arruga exterior, como quien toma un pliegue de la camisa para saber de qué se trata, ir entrando de a poco en la sustancia..." ¿No está ahí la respuesta? "Y ahora volvamos al principio... maravillas
 
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