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A mi primo Juan, quien me relató una historia parecida.

Era una noche de tormenta. El señor Figueroa me hacía compañía en la desolada salita de estar. Hablábamos en aquel instante de caballos.
-Extraños animales los caballos- apuntaba, mientras dejaba caer las cenizas del cigarro sobre el cenicero de plata-. Nacen parados, pasan la vida parados y, por si fuera poco, mueren parados.
-Ciertamente, mi querido Augusto- estuve de acuerdo-. Es su naturaleza. Hay que admitir que se sientan pero, si he de ser sincero, jamás los he visto hacerlo.
-Pero claro, claro- me siguió la corriente sin prestarme el más mínimo de atención-. Y si hemos de hablar de animales, se sorprenderá al enterarse de que una vez tuve en mi poder un espécimen de sapo.
-¿Un sapo?- pregunté ciertamente desconcertado, pues era el señor Augusto Figueroa un señor, señor, un escritor casi tan reconocido como el padre del Hidalgo.
-Como escucha- confirmó-. Lo iban a soltar en medio de la calle. Imagínese usted que hubiera sido del destino de aquella pobre criatura. Expuesta al peligro de la pista y la gente.
-Lo imagino. Y, pues, ¿qué hizo?
-Pues, ¿qué cree? La compré por unos cuantas monedas. Los dueños estuvieron encantados de deshacerse del animal y recibir algo a cambio.
-¿Y luego?- interrogué, curioso.
-Y luego... ¿Qué cree? Me la dieron en la nada. Busqué en mi armario una caja de zapatos.
Asumí que debía ser uno de aquellos zapatos que cuestan lo que cuesta una casa hoy en día.
-Así- continuó- la mantuve un mes. No obstante, un justificado miedo me embargó: mis sobrinos, los hijos de María, ya sabe usted. Sepa que en una ocasión pasaron a un pez dorado, regalo mío, por la taza del baño. Naturalmente, no sobrevivió. ¿Qué podrían hacerle entonces a la pobre criatura como Otelo?
-¿Otelo?
-Otelo, Otelo- repitió él, como dándose cuenta de que yo no entendía a lo que se refería-, fue como bauticé al animal.
-Shakespeare, si mal no recuerdo.
-Exactamente.
Se produjo un silencio incómodo en el que pudimos oír un par de truenos y el caer de la lluvia casi torrencial. Un momento después, pregunté:
-¿Y qué sucedió entonces con Otelo?
-Pues, nada. Terminé por soltarlo.
-¿Sí?
-Como lo oye. Me fui con Norberto, el chofer, ya sabe, a la vuelta del Pentagonito. Siempre supe de un río improvisado a la vuelta del edificio.
-Así que se fue hasta al mismísimo Servicio de Inteligencia por un simple sapo- levanté una ceja, aún más anonadado que al principio de la historia.
-Pues pensé que era lo más lógico. No podía dejarlo a su suerte. Concluí que aquel riachuelo era el indicado para un animal como Otelo.
-¿Y entonces?
-Sabe usted perfectamente que no me gustan las despedidas largas. Aunque fue inevitable- noté, a pesar de la oscuridad, una leve nostalgia en sus ojos-. El pobre Otelo parecía no querer irse y hasta llegué a pensar que era un animal doméstico, pero no podía hacer nada, no podíamos volver casa donde residía la amenaza de mis sobrinos. Así que resolví en dejarlo ahí, a orillas del agua.
-¿No sabe nada de él?
-Pues, aunque no lo crea, sí. Fíjese que el sitio es ahora un hábitat natural de renacuajos y toda clase de anfibios...
-Otelitos- pensé, pero no dije nada.

Texto agregado el 14-01-2006, y leído por 141 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
15-01-2006 punzante. me agrada. Akxa
15-01-2006 Muy bueno.Interesante,creativo .Con buenos diálogos y un final sorprendente.Entiendo que en el servicio de inteligencia se dejo un sapo y ahora hay cualquier cantidad de renacuajos y toda clase de anfibios.***** lengua_de_puma
15-01-2006 Escueto, como le agradaba hacerlos a Chejov...excelente.... aukisa
 
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