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Sólo Porfirio entendió el porqué de su comportamiento. Andaba recogiendo remolachas a las cuatro de la mañana en la pequeña huerta. Llevaba aquel vestido blanco de seda que tan bien le sentaba, las greñas revueltas y un tufillo de melancolía por el ocaso de las tinieblas. Su semblante era de descomunal belleza que contrastaba con su trabajo estéril por cambiarlo. Él la contemplaba con suma ternura haciendo denodados esfuerzos por entender su mundo, pero sucumbiendo en el intento por descubrir su verdadero sentir.

Gustaba mucho de conversar con las plantas, sus únicas amigas. Las trataba con mucha delicadeza y afecto. Apreciaba poco de mostrarse a la luz del día, ser vista por los demás, siquiera dirigirles saludo alguno. Muchos de los lugareños la tildaban de bruja y que tenía pactos con los demonios. Eso a ella poco le importaba.

Porfirio siempre tras el gran tablón corroído de la ventana que permitía observarla sin ser visto. Con la timidez más grande del mundo y ese terror angustiante de sentirse descubierto por su doncella. Podía pasar horas tras su escondite. Componiendo rimas y versos a aquella preciosa mujer. Luego se le escuchaba dulces tonaditas en las faenas del campo, con nombres de mujer que nunca eran los mismos, en su afán inútil por adivinar el de su amada.

Aquella madrugada de remolachas y vestido blanco Porfirio empezó con su cantitos sin tener plena conciencia de sus actos. La mujer fue advertida de la presencia extraña gracias a su arrulladora voz. Tuvo una repentina reacción y se dirigió en busca del origen de aquella melodía. Porfirio totalmente conmocionado perdió el equilibrio y chocó fuertemente con el piso de madera que retumbó toda la habitación. Después de ello, el encuentro entre ambos fue inevitable. Porfirio no pronunció palabra alguna. Sólo podía mirarla repentinamente con intenso amor y terror escénico. Ella, por su parte, únicamente regalaba sonrisas de reciprocidad afectiva y dulce compasión. Eso fue todo lo que tuvieron por relación aquellos seres tan dispares.

Llegado el amanecer, ascendió al firmamento acompañada de una tonada de doloroso amor que respondía al nombre de Mercedes Ana Rosa, dando inicio a interminable peregrinar y evocación eterna.

Sentado en la mísera taberna, con una triste guitarra, está el viejo Porfirio interpretando su inmortal Mercedes de las Estrellas de Evocación Eterna a solicitud de los ebrios de turno; y ella, desde un lugar del cielo sonríe complacida.

Texto agregado el 17-01-2006, y leído por 135 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-11-2006 dificil sería no sonreir... lala-paola
 
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