Pensaba que todo había acabado, o que estaba en vías de hacerlo, pero ahora veo que me equivocaba yo. Me lo demuestras cada día, cada vez que llego del trabajo y te encuentro dormida en el sofá, delante de la tele encendida. No es que suela llegar a horas intempestivas, más o menos acostumbro a estar en casa a eso de las seis de la tarde. Es, simplemente, que otra vez vuelves a oler a alcohol. Aunque ya no sé si es otra vez o que nunca dejaste de hacerlo y yo, de alguna forma, no me di –daba- cuenta. Lo mismo fueron esas ganas de que esta vez fuera cierto y lo hubieras dejado o aprendido a controlar que no me dejaron verlo o que me lo velaron temporalmente. No sé qué hacer contigo.
Al principio pensaba que sólo era cansancio, agotamiento por la media jornada. A mi a veces me pasa, necesito dormirme y me duermo, a cualquier hora, y no es anormal que sea sin previo aviso y de repente. Una necesidad apremiante de cerrar los ojos y dejar la mente en blanco; claro que me viene pasando más a menudo desde que no nos hablamos y dejamos de dormir juntos. Está claro que la confianza ya no es solución factible, está demasiado maltratada como para darle ningún tipo de credibilidad. Y tú sigues sin reconocer que puedas tener un problema y no nos dejas ayudarte, ni a mí ni a tus hijos. Ellos no saben cómo comportarse, no saben qué hacer cuando ven a su madre tambaleándose ante la puerta de casa buscando la llave del coche. Es una impotencia compartida que no parece importarte lo más mínimo, demasiado, o suficiente. Tú bebes, y nosotros nos ahogamos.