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Inicio / Cuenteros Locales / Combariza / Sobre Cordelios y Uramundios, capítulo 11

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La crianza del cordelio es magistralmente más difícil que la del uramundio. Al principio todo parece sencillo, pero basta empezar a observar las dificultades que representa cuidarles: alimentarlos, quitarles las hojas secas, retirar la hierba mala, mantener las ventanas abiertas para que entre la luz y el aire, observar minuciosamente y registrar en el libro los cambios de forma y color que cada mañana ocurren, pero que son imperceptibles para el ojo inexperto.

Mon Torche, deberías verlos, parecen estar tan tranquilos dormitando en sus macetitas de barro negro, con los tallos aún tiernos doblados de gusto. Hasta parece que sueñan. Yo los miro y por alguna razón empiezo a pensar en célebres y locos, en conciertos que no he escuchado aún, colores indescriptibles, guerras que no se han librado. Pero no hay que dejarse engañar por los cordelios, que son magos arteros. No sueñan, no duermen, solamente cierran los ojos por pequeños intervalos, eso es todo. Es así que se hace imperiosa la necesidad de observarlos meticulosamente y sin descanso. Yo pensaba que si los dejaba solos por un rato no sucedería nada, pero me di cuenta de mi error aquel fin de semana, cuando fuimos a visitar a tus padres.

Alimentarlos sin tirar el costoso alimento no es tarea fácil. Cuando alzan la cabeza para recibir el primer alimento de la mañana, todo ocurre comunistayidoincontrolablecapasdekemarlotódo. No he terminado de preparar el cárnico concentrado, que debe dárseles molido para que puedan masticarlo pues a esta edad temprana los dientes aún son blandos, cuando empiezan a emitir ese chillido mandragórico que distingue tan claramente a los cordelios en crecimiento. Los chillidos se sobreponen unos sobre otros, y es como un concierto agudo, taladrante y desafinado.

Te confieso que a diario me gana el sueño. A veces me duermo abotonándome la camisa o atándome los zapatos. El otro día me dormí leyendo el periódico. Bueno, eso se explica porque el periódico que leo ya ha dejado de ser periódico. Desde que estoy en esto de la crianza del cordelio, he dejado de comprarlo. Es por lo mismo que he leído una y otra vez el mismo periódico, al punto de que a veces no me doy cuenta que es el mismo del 24 de julio de hace dos años. En el fondo sé que ya lo he leído, que las grandes letras de primera plana son igual de negras y con el mismo orden que el día anterior, pero aún sabiéndolo no dejan de afectarme una y otra vez las noticias tristes y rancias. En eso soy un poco uramundio, tal vez te cuente más adelante.

No vayas a pensar que guardo de manera alguna resentimientos contra los cordelios, ellos no tienen la culpa de ser lo que son. Es sólo que a veces me hace sentir absurdo el hecho de verme como dibujado por ellos. Es que uno llega a imaginar que se puede controlar a los cordelios, pero todo cordelicultor dedicado, y hay que ser dedicado en estos asuntos, entiende que son los cordelios quienes que lo dominan a uno.

Cuando empiezan a crecerles los brazos y los dientes parecen pequeños monstruos, y su chillido característico empieza a parecerse a una risilla cosquillosa, como la de una hiena. Hubo un tiempo en que llegué a pensar que era yo el motivo de su risa. No los culpo si así fue, un tipo como yo debe verse realmente jocoso a las cinco de la mañana, barbado, despeinado y a medio despertar, alimentando con gotero y tenedor a cientos de cordelios hambrientos que ríen como hienas y estiran sus tallos como lo harían coloridos pichones dentados. En ocasiones me gana la pereza de empezar la ardua rutina, pero sé que solamente yo puedo cuidar de mis cordelios y que si me descuido vendrán los cuervos para llevarse sus frutos.

Para descansar a veces leo la sección de sociales, me gusta reírme una y otra vez de los personajes atrapados en una foto eterna, nombrados de izquierda a derecha con una sonrisa sin alegría y eterna. El punto es que el otro día estoy en eso, y ¡zaz!, de repente un cordelio ya salido de la maceta me está mirando desde abajo, observándome de pies a cabeza con sus pequeños ojos negros sin cejas ni pestañas. Y vino el vértigo, sentí miedo de que me mordiera, porque a los que caminan ya incluso les están cambiando los dientes. Aún así lo dejé que me observara, que me examinara una y otra vez con esa mirada vacía. Lo tomé en mis manos y lo levanté con cuidado para no maltratarle las piernas, que aún tenían fragilidad de las raíces, y se dobló temeroso para lamerme la muñeca. Aún olía a tierra negra y húmeda.

Mientras lo sostenía pensaba que era realmente ridículo llamarle cordelio a una criatura tan extraña: cordelio, cordelius, crudelios, crumelios, camelius, carmellanos, sumelios, santimuelios o quien sabe que elios. Cualquiera puede ponerle un nombre a cualquier cosa y creer que entiende algo que realmente no entiende porque ni siquiera sabe cómo se llama, aunque piense que lo sabe. Yo he preferido no cambiarles el nombre por que de cuando en cuando soy supersticioso o tal vez por miedo a llamarles de otra forma. Sé que en algún momento tendré que hacerlo para creer que los entiendo mejor que los demás y darme un poco de falsa paz. La gente no se da cuenta hasta que punto el lenguaje es una mentira.

Debido a mi oficio en la cordelicultura constantemente debo conversar con colegas cordelicultores. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, conversar con ellos siempre me recuerda aquella vez que tu padre me negó la entrada a tu casa hasta que aceptara llamarte por tu nombre en esa fría mañana de abril. Sabes, Mon torche, que nunca he estado de acuerdo con tu nombre. Eres quien eres y yo soy quien soy, el resto son mentiras y acuerdos sobre falsedades y los nombres de las cosas.

Lamentablemente esto es un asunto que trasciende a la cordelicultura y al nombre que te dio tu padre. Basta que uno, cualquiera que uno sea o como quiera que uno se llame, trate de decir algo para que, sin darse cuenta, empiece a hablar de alguna cosa completamente diferente a la que en principio quería decir, aún cuando uno se crea la fantasía de que uno es uno y no dos o tres y que sigue hablando de lo mismo. Aún cuando se cobre “conciencia” de ello tiene uno que empezar a hablar desde el primer punto del círculo, y ubicar ese punto es por sí solo un gran problema. A fin de cuentas, uno acaba por desviarse casi inmediatamente. Así termina uno por mentirse.

Así termina.

Texto agregado el 22-01-2006, y leído por 97 visitantes. (0 votos)


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