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Un pedazo de hoja amarillenta continúa soportando los achaques de la gravedad, levita sobre la consistencia húmeda de la luz sucia que llega diseminada desde una claraboya que observo conmovido, como si de pronto quedara subyugado a esa claridad acuosa que sospecho proveniente de una divinidad desconocida hasta este momento en que se presenta lastimando mis ojos, haciéndome caer en la cuenta de que arriba las cosas deben estar distintas luego de la explosión, bien diferentes después de ocho o nueve meses, quizás un año de andar viviendo bajo la superficie, solo y torpe, como un topo acongojado.

Lo más terrible de los sótanos es el frío, la humedad espesa que moja el olor nauseabundo y se impregna en los huecos que deja la soledad amarga, apenas empañada con la carrera de los roedores y las cucarachas, o el encuentro de algún desquiciado a la vera de los senderos, perdido, como en la mayoría de los casos, entre delirios que estallan ante los agravios de la realidad.

Por lo demás, pocas personas escogen los túneles. Los problemas de respiración rayan el límite de la vitalidad, provocan espasmos cada vez más frecuentes, cada vez menos soportables; como el que me azota ahora, acalambrándome la espalda con una intensidad que finalmente me derriba de cara al suelo túrgido de heces, casi sin poder respirar, porque a cada inhalación los huesos parecieran quebrarse.

Luego de la calma, poco a poco, voy recuperando el aplomo. Y así quisiera quedarme luego de tanta fatiga y dolor en la columna, descansando con la nariz enterrada en el calor pútrido de los excrementos, llenándome los pulmones con ese aire sucio. Permanezco quieto y rendido al devenir de las cosas, sólo unos minutos que desearía eternos, hasta que vuelvo a la conciencia de que la entrega es un privilegio que no puedo permitirme, por eso me reincorporo y lucho aferrado a un misterioso instinto de supervivencia que aniquila las ganas de permanecer revolcado sobre la mierda; las ganas de estar quieto con la lumbre de un cigarrillo cerca de la boca, pensando en Martina o en mamá, durmiendo el tiempo suficiente que me permita soñar cosas bellas y despertar a una hora en que todo haya terminado.

Podría, sí. Pero no claudico. Me levanto con uñas clavadas en las paredes leprosas de musgo. Y sigo, más flaco, trémulo por la impronta del fresco insufrible; todavía un poco paralizado de dolor, dándome aliento a fuerza de susurros que mencionan mujeres. Mamá. Martina. En cualquier orden, saboreando cada sílaba; cualquier cosa que sirva para hinchar la superstición de que una entrega parcial significa la derrota absoluta, la muerte que no quiero, porque Martina en algún sitio de estas galerías mugrientas. Martina y sonrisa de labios calientes, reparadores. O mamá, esperándome desde una mirada verde que siempre cura todos los males.

Apenas cruzo la arista que forman dos muros cubiertos de verdín, encuentro la opción que puede llevarme a la ciudad; ese otro infierno perdido, hecho de asfalto y mujeres, luces que le ponen colores a la noche. Veo la alternativa y dudo como tantas otra veces, vacilo, aun sabiendo inútil cualquier regreso. Añoro los hoteles, el calor de un colchón que se mancha con un pedazo de luna. Así me quedo un instante, iluso, mirando el montacargas desvencijado que vomita su luz añil y daña el juego de sombras dentro del que me muevo ya cómodo, hábil a transformar cualquier oscuridad en una penumbra que cada vez siento más mía, más natural a mis ojos. Por eso elijo continuar por los bajos, satisfecho por la decisión, desplegando una sonrisa cariada mientras pienso que arriba las cosas no deben estar mejor que acá, sobre todo ahora que el día asumió una claridad sempiterna que desplazó a la noche para siempre. Veinticuatro horas de luz natural en todos y cada uno de los países. Algo terrible y final debe estar ocurriendo, estoy seguro, la fauna lo percibe y huye desesperada de las grandes urbes; quizás hacia ninguna parte.

Sí, vuelvo a pensar a modo de consuelo, tratando de convencerme definitivamente de que arriba la situación no debe ser mejor, aun cuando uno de los más ancianos me haya asegurado que en los suburbios pueden hallarse refugios extraviados entre callejones vírgenes, libre de las hordas infectas.

La unión hace la fuerza, compañero, todavía quedan restos de bondad en la gente, no todo está perdido; había dicho desde una palmada amistosa en el hombro, queriéndome llevar con él, antes de entrar al ascensor y perderse en el índigo que ascendió lo suficiente, hasta fundirse en la cerrazón donde no llega la vista.

Pero yo creo que nada permanece inmune a la devastación, escéptico, insisto en mi camino hacia abajo, caprichoso a una intuición apocalíptica que acepto y elevo hasta darle una jerarquía próxima a la certidumbre; cauto a cada paso que doy a tientas, alerta a cualquier ruido o forma solapada en una negrura que a sus veces lo envuelve todo, dejándome solo con mis propios temores, a veces casi al borde del llanto, aferrado a una botella rota que hallé clavada en la espalda de una mujer obesa, cuyo último rostro del horror, cargado de tinieblas, no pude contemplar.

Hay un perro enfermo de sarna recortado en la tierra mojada por un claroscuro que llega desde el fondo del pasillo, restregándose el lomo gris y raquítico contra un ladrillo agusanado; sin reacción cuando me ve, sólo observa con cierta pavura manifiesta en un temblequeo constante; quizás consciente de mis ansias de golpearlo, patearle la cabeza hasta el punto de la muerte con tal de no ver su cara lánguida a la espera de que la sarna termine por acabarlo.

Y realmente hubiera seleccionado la manera más cruel para matarlo si no fuera porque lo veo arrastrarse por el fango, vacilante la mirada sin pestañeo, un poco amarilla, hasta lamer mis botas como un mendigo que no pide más limosna que una mirada indulgente.

Por un momento sufro en mi piel la comezón de su carne lastimada. Siento pena por su vida y por la mía, por la vida de cualquier ser humano que le tocó en suerte padecer esta época infame. Vuelco parte de esa tribulación en una caricia gratuita a su hocico despeluzado, pensando que hubo un día lejano mejor que éste; un día lleno de olor a flores, a césped recién cortado sobre el que corría descalzo y feliz, jugando con un perro tan peludo que se parecía a una oveja negra.

Elijo un nombre cualquiera, algo íntimo que lo una a mí más allá de los gestos que reconozco cuando acaricio su cabeza mansa y a cambio recibo el movimiento ágil del rabo, una mirada de ojos dolientes, cubiertos de lagañas.

Cuando los pasos retumban y se multiplican en las paredes del túnel, interfiriendo en el principio de cualquier pensamiento, poniendo fin a la tregua; corro hacia el pasillo más pequeño que se abre a la izquierda. Al verme, el perro hace lo propio, se levanta con un reflejo que no le creía capaz, para seguirme y sellar un pacto que acepto tomándolo entre mis brazos, lanzándome con él a la carrera.

Luego de haber recorrido una distancia prudente, casi llegando a la zona de las cucarachas, sigo oyendo sus pasos al acecho. El ruido de la mucosidad atragantada llega en forma de eco, anunciándome que son muchos y están cerca. Quizás más de veinte, no podría ofrecerles ninguna defensa, por eso elijo la protección de un pozo profundo en el que me arrojo junto al perro; disimulado en la concavidad de la tierra, acallándolo con caricias en el lomo para que resigne cualquier ruido, aun el de su propia respiración si fuera posible.

El silencio y el olor a mierda son insoportables; pero nos resguardan, confunden la percepción de sus sentidos. Pasan en pequeños grupos, cerca, moviéndose con pasos desganados. La mayoría están muy perjudicados, tienen las mejillas oscurecidas por las manchas, la vista extraviada en algún punto que flota en el aire.

Desde allí, quieto entre alimañas, no puedo evitar el resbalón precipitado hacia un sueño hecho más que nada de insectos y materia fecal. Duermo insondable un tiempo que no soy capaz de medir; sin pesadillas que puedan ser traídas a la realidad cuando vuelvo a despertar y encuentro al perro a mi lado, masticando cucarachas mientras me escruta la nariz con su respiración convulsionada.

Me arrastro en el barro para observar la opacidad estática del túnel; recién entonces retomo el camino del sendero, buscando pasadizos que conduzcan hacia abajo, siempre atento a cualquier ruido, junto al animal como única compañía que camina mis pasos como si de alguna manera fuese una prolongación, una sombra de mí.

Una vez metido en el sopor de una nube negra y espesa, un movimiento corta el aire tensándome los músculos, encendiendo cada uno de mis sentidos. Sus ojos asumen el brillo que tienen los gatos en la mirada; quizás por la fiebre, por la muerte inminente. Calculo su sombra anoréxica, proyectada contra la mezquina diafanidad que estalla contra el filo de un recodo. Es un púber. Su edad no debe exceder los once o doce años; lo sé porque ahora estoy cerca, puedo oír el ronquido de su respiración entrecortada flotando en el aire calmo. Y sin embargo no puede verme. La miopía es otro de sus síntomas. Pienso un momento en cómo voy actuar si llegara a reaccionar violentamente ante mi presencia.

Miro al perro y me reembolsa una quietud que lo deja echado en un rincón; quizás al borde de la muerte.

Sigo acercándome un poco más, tanto que recibo en la nariz una marejada de su hálito podrido en el justo momento que un chorro de fina luz me muestra los lunares de su rostro, confirmándome la gravedad de su cuerpo contaminado que al verme no alcanza a eludir el vidrio que le incrusto en la garganta.

No gritó. Como calculando la caída, se desplomó silencioso contra el suelo ripioso. El único sonido fue el ruido del vidrio atravesando la tráquea y por eso, camuflados en la oscuridad, descubro la excitación del resto. Demasiado tarde ya. Hay más de cinco escondidos entre las rocas. Uno de ellos me agarra el tobillo con una fuerza que no puedo vencer sino hasta el momento en el que el perro sarnoso me asiste, mordiéndole la mano desde una agilidad inusitada que agradezco en silencio antes de abandonarlo a la gracia de Dios.

Y allí lo dejo, rodeado de violencia y enfermedad; mientras vuelvo a la carrera rebosante de una ligereza no mensurable en otra cosa que no sea el miedo y la certidumbre de estar solo otra vez, confirmada cuando desde el corredor escucho el ladrido desgarrado por los golpes que no podrá resistir.

La puta que los parió, digo en un grito, sin dejar de correr, ajeno al control de mis extremidades. Corro como si las piernas tuvieran una voluntad separada a mi propio organismo, cierta autonomía para hacer las cosas a su antojo y atravesar la baba oscura que el sendero va dejando atrás para poner ante mis ojos el resplandor de tu cuerpo lánguido, tirado en un rincón atestado de ratas y alimañas que pisoteo sintiendo bajo mis pasos el crepitar de los cadáveres sobre los que finalmente caigo sin más fuerzas, sin fe para aceptar lo que un momento atrás no era ni siquiera una presunción que progresa cuando te oigo mascullar mi nombre; mientras los roedores insisten con sus chillidos molestos, transitando por la geografía de tu cintura como si formara parte del caótico hábitat que ahora mancillo arrancándolos a fuerza de manotazos.

Estás débil, menos que vencida; tenés las piernas entreabiertas, laxas, castigadas por los ultrajes de los que encuentran tu cuerpo débil, sin resistencia. No te sorprende verme tan ahí, sin ansias de hacerte daño, respirándote las mejillas mientras mi tacto comienza a descifrar una piel suave, labios gruesos, magullados; la complexión de tus senos pequeños y distanciados.

Martina, susurro saboreando las palabras del amor, algo tan lejano a lo inmediato.

Y de plano al velo que impone la falta de luz, te presiento anoréxica cuando decís ayudame con una ternura próxima a la súplica, agregando susurros entrecortados que a pesar de la debilidad enfatizás con un abrazo que me hace sentir bien, realmente bien.

Ayudame, repetís apretándome a tu cuerpo. Ya no puedo más. La vida tiene que ser otra cosa.

Te miro a través del tacto y quiero decir que aún podemos sorprendernos. Quiero decirte tantas cosas que me deshago en el silencio de saber que el futuro no depende de nosotros.

No hay que pensar, esa es la peor opción en una situación así. Trato de que lo entiendas; pero si apenas podés caminar. Es terrible verte tan perjudicada y no poder hacer otra cosa que abrazarte y ayudar a que no flaquees, darte un beso de labios cuarteados mientras te reclino sobre mi espalda y siento el filo de tus huesos, menos livianos ahora que el cansancio me vence hasta el límite de la derrota.

Sigo por el sendero, lentamente, llevándote a cuestas como puedo, respirando un aire cargado de muerte; mientras susurro: Martina, una y otra vez, sin pensar en otra cosa que no sea en vos y en mamá.

No podemos parar. Ahora estamos juntos y para siempre, digo en voz alta, cada vez menos convencido.

La situación es delicada, ambos lo sabemos bien. Todavía nos falta un buen trecho para llegar hasta la profundidad donde pueda encontrarse un poco de agua potable. No podremos resistir la sed muchas horas más. Y encima el hambre, menos mortal teniendo en cuenta que puede saciarse con alguna rata pequeña, algún cigarro de los que no abundan y ayudan a digerir el tiempo atroz.

Todavía puedo fumar, eso es importante. Me queda un último cigarro que aprovecho sentado contra una piedra, tapando la llama anaranjada para que nadie nos descubra. Tu cabeza relajada sobre mi falda asume un resplandor que se mezcla en el humo grisazul que saboreo con la angustia de lo escaso e imprescindible. Ya no resistís la aspereza del tabaco quemado. La pitada te da un ataque de tos que resuena señalando el silencio al que ya nos estamos acostumbrando.

Un silencio parecido al que debe preceder a las grandes catástrofes, pienso mordiéndome el labio inferior, respirando profundo. Ni los susurros atravesando los corredores se oyen.

Desde una grieta que cruza la cúpula de barro, cae sobre mi frente la viscosidad de un líquido ácido. Es agua peligrosa, lo sé, rápidamente, comienzo a sufrir los síntomas de la contaminación, el resquemor que trato de contrarrestar arrojándome contra el suelo pedregoso, para fregar mi piel entre las rocas, hasta el límite de la sangre y lo soportable.

Y ahora sí me quedo ahí, entumecido contra el suelo, mientras el frío recrudece. No puedo caminar más. Vos tampoco. La sensación de la muerte es lo que hay. Una caricia larga y compasiva, marcando el reverso de una esperanza que solamente se sostiene con la posibilidad de que ocurra algo que esté más allá de nosotros mismos.

Tenés que seguir, me decís al oído. Vos podés.

Quiero contestarte que todavía soy capaz de regalarte un mundo hecho a tu medida; pero un reloj gigante cae en un estallido de campanarios, dejando tras de sí el sello de la incertidumbre, el miedo que antecede a la hora última.

Tenés mi cara entre tus manos y lloro desesperado, aturdido por el ruido del metal reventando contra el suelo.

Es sólo un reloj. Nada más que eso. Tranquilo. ¿Me oís?

Y seguís diciendo una cantidad de cosas que se pierden en el túnel. Ya demasiado tarde para reincorporarme y seguir, no tengo fuerzas ni para escuchar tus gritos desencajados que suplican la lucha, el dorso de la muerte.

Pero no depende de la voluntad. El cansancio y el frío me vencen, perpetúan la oscuridad terrible, apenas ajada con una luz cremosa que sólo por instantes diminutos ilumina labios lindos que se abren y se cierran profiriendo palabras que ya no puedo descifrar; porque ahora solamente escucho el ruido del reloj, derribándose una y otra vez contra un piso de parqué (porque es exactamente así: un piso de madera lustrada, idéntico al que había en una habitación de mi infancia.)

Y ahora sé que es la fiebre la que me hace verte a vos, Martina, abrazada a mí, pidiendo que no me rinda, implorando la obligación de dar pelea hasta un final que sospecho próximo, Martina, impetuosa como en los mejores tiempos, llorando lágrimas frías que se deslizan por mis mejillas.

Parece mentira que los delirios asuman semejante nitidez. Mamá permanece al borde de la cama con su mirada verde que cura todos los males, estrujando un pañuelo que podría ser blanco; pero yo veo fosforescente, por la fiebre. También está la abuela, más envejecida después de tantos meses, sentada en su sillón de mimbre, rezando un rosario de no sé que virgen, pidiendo por mi salud; mientras un perro parecido a una oveja se relame a sus pies.

Quiero abarcarlos a todos, pronunciar algo sagrado, cualquier palabra que sirva para la redención; pero la voz se mezcla entre los mocos, dificultando la respiración, llenándome de un silencio que no sosiega, aun cuando ya no escucho la estridencia del reloj deshaciéndose incansablemente.

Ahora son los lunares en el rostro los que me atormentan dejándome al filo de la locura; manchas negras y rojas diseminándose por todo el cuerpo, no las veo, simplemente sé que están ahí, provocando expresiones horrorizadas en las caras limpias de peste de todos los que rezan por mi vida, mientras la contaminación empieza a consumirme.

Texto agregado el 26-01-2006, y leído por 115 visitantes. (0 votos)


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