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La joven triste

El fuerte sol de Enero le estaba provocando jaqueca. El cielo descampado en su totalidad no ofrecía alguna nube que lo opacara al menos unos minutos.
Buenos Aires era un infierno y con treinta y nueve grados de térmica caminar por el asfalto caliente no era muy divertido. Al menos estaba mejor que en el colectivo saturado de gente del que acababa de bajar.
Numerosas gotas de sudor le bajaban por el rostro, desganada automáticamente se las limpio con un pañuelo de papel desechable, que llevaba empuñado en una de sus manos. Solo dos cuadras más y llegaría a su casa, se refrescaría y bebería un vaso lleno de limonada helada.
Doblo en la esquina buscando refugio en los frondosos paraísos que habitaban la cuadra. Pasar por su sombra fue un gran alivio.
Fue entonces que escucho los gritos, pero no se detuvo, nunca lo hacia, ni miraba hacia atrás. Nada. Seguía caminando como si no pasara nada.
Sabía que los gritos provenían de la casa de rejas rojas, la que estaba ubicada a mitad de cuadra y tenía esos perritos tan simpáticos.
Era común pasar por allí y escuchar cada tanto, gritos de desesperación, los vecinos aledaños estarían a estas alturas acostumbrados a esa espantosa rutina.
Cada vez que pasaba por ahí, cosa que era frecuente, y escuchaba los gritos una angustia extraña la acompañaba por días.
Tal vez por que ella conocía a la joven que en un ataque de nerviosismo se desahogaba gritando.

Habían sido compañeras de curso cuando ambas tenían alrededor de quince y dieciséis años, solo habían compartido ese curso, el tercero de lo que antiguamente se llamara secundario.
La recordaba de una forma muy distinta a la que ahora se imaginaba. Y no dejaba de preguntarse que demonios le había pasado. Aun no llegaban a los treinta y en sus gritos daba a entender que todo estaba perdido.

-¡Estoy maldita! ¡Nadie me quiere!

Escuchaba mientras se cruzaba a la vereda de enfrente. También se escuchaba los gritos, aunque mas bajos, de la madre de la joven, en un intento vano por consolarla.

En ese año que se conocieron no fueron grandes amigas, sino más bien buenas compañeras, habían hecho varios trabajos juntas, y hablado mucho en las clases de gimnasia. ¿De qué? De cosas de adolescentes. Como ser el chico que les gustaba o cosas de esa índole. Y ella, la joven triste, tenía una visión muy romántica de la vida. Soñaba despierta con ese gran amor que algún día iba a cruzarse por su camino. Estaba en ese momento tan llena de vida que contagiaba al resto de sus compañeras.
Estaba a unos pasos de su casa, busco las llaves en su bolso y abrió el enorme enrejado. El perro fue el único que salió a recibirla, era temprano para que el resto de la familia llegara a casa, generalmente lo hacían hasta las seis de la tarde, miro su reloj pulsera y contó que todavía faltaban tres horas para que sus padres o hermano llegaran.
Con los gritos resonando en su cabeza tomo una ducha fría.
Envuelta en su bata de baño calibro el aire acondicionado y se sentó revista en mano a descansar un momento. No pudo concentrarse en la lectura, así que se levanto, se sirvió otro vaso de limonada, tomo una aspirina y encendió el televisor. Nada interesante para ver en ninguno de los doscientos canales que le ofrecía el servicio de la zona.
Se recostó a lo largo del sofá dejando caer las pantuflas al suelo. Con la mente en la joven, el sueño le fue llegando induciéndola en sueños extraños, donde se veía a ella misma con su apariencia quinceañera parada frente a la casa de rejas rojas, esperando.
La secuencia se repetía una y otra vez.

Después de varios días el asunto quedaba momentáneamente olvidado hasta la noche a la hora de dormir.
Durante el día era fácil mantener la mente ocupada entre la oficina y la familia.
Pero a la noche todo quedaba tan fresco como si recién acabara de escuchar los gritos.

Otro día el la semana, cuando volvía de hacer algunas compras entrada la nochecita, la cruzo en la calle.
Eran dos perfectas desconocidas. No se miraron, no se saludaron pero estaba segura que la otra joven, la triste, también había notado su presencia como ella hizo. Dos segundos le bastaron para notar la aureola gris bajo sus ojos, su piel nívea en demasía y su delgadez extrema.
Siguió caminando llegó a su casa y no habló de eso con nadie, siguió con su vida.

Esa tarde cuando volvía de la oficina, bajo el terrible sol de las tres de tarde, nuevamente gritos de angustia se escucharon frente a la casa. Agachó la cabeza y prosiguió su camino.
Pero esta vez entendió distinto.
La chica estaba sola, seguramente no tenía amigos con los que reír o llorar. Entendió que la pobre se sentía sumamente desdichada, no importaba el porque o por quien. Tuvo la urgente necesidad de brindarle su amistad, tal vez era la soga que le urgía recibir. Ni siquiera sabía porque no se hablaban o al menos porque no se saludaban cuando se cruzaban.
Una vez habían sido buenas compañeras, ¿Por qué no lo podrían volver hacer?
Con ese pensamiento dándole vueltas en la cabeza se durmió.

Volvió a cruzarla una, dos, tres veces y nunca se animaba a saludarla, pasaba a su lado con una hiriente indiferencia.
Volvió a escucharla gritar en repetidas oportunidades y se maldijo por su cobardía.
Tenía miedo que la joven, la triste, le diera una patada y la mandara volar. Pero otras veces se alentaba diciendo que la chica necesitaba su amistad. Por las noches pensaba una forma de acercarse a ella sin lastimarla, tal vez podía ofenderla metiéndose en lo que no le concernía. Pero si no probaba nunca lo sabría.
Se imaginó llamando a la puerta de su casa. Borró ese pensamiento enseguida no se animaría.
Pensó en escribirle una carta, esa si era una buena idea. Le dejaría por escrito, brevemente detallado una invitación a su amistad, y si por las dudas la joven no la aceptara el golpe no sería tan bajo. Ni dolería tanto, recuerden a nadie le gusta que lo rechacen.

Varios bollos de papel estaban esparcidos por el piso de su habitación, eran fallidos intentos de la carta.
Primero había comenzado a escribirla en la computadora pero luego se fue al papel, lo considero menos frívolo. No hay nada mas lindo que recibir una carta con aroma a papel fresco y caligrafía despareja trayendo buenas nuevas.
Cuando por fin estuvo conforme, dibujo su firma, la doblo prolijamente y la guardo en un sobre amarillo.

Al otro día cuando pasase por la casa la dejaría en el buzón de entrada.
Pero ese día acabó sin la oportunidad de dejarla…
Dos días después, en un anochecer nublado, tuvo el coraje de salir de la casa exclusivamente a dejar su mensaje, se sentía feliz y preparada.

Caminó media cuadra hasta la esquina jugando tontamente con el sobre, doblo, camino un par de metros más, había un tumulto de gente tapándole la visión. Apuró un poco mas el paso y nada absolutamente nada podría haberla preparado para lo que vio.
En cámara lenta pudo observar con gran pesar a un enfermero vestido de verde, subir afligido una camilla con un cuerpo cubierto en su totalidad con una sábana blanca con grandes manchas carmín, no podía ver quien era pero estaba segura que ella.
Su corazón acelerado lo comprobó segundos después cuando una señora gorda, la madre lloraba inconsolable en los brazos de una vecina amiga.

Dejo caer la carta al suelo en el mismo instante que comenzó a llover, parada e inmóvil en el medio de la calle, se maldijo nuevamente, pero esta vez con más ahínco, por ser tan cobarde.
Completamente mojada, vio la ambulancia partir y sintió que nunca lavaría su culpa por haber llegado tarde.
Era tarde, muy tarde y jamás se lo perdonaría.









Texto agregado el 13-02-2006, y leído por 450 visitantes. (1 voto)


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