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EL BASTÓN.

Era como si le hubiera crecido una nueva extremidad. Lo sentía de este modo. Su estabilidad había mejorado en gran medida con el bastón ortopédico. Al menos se sentía más seguro. Más independiente. No necesitaba caminar aferrado a la muralla o deteniéndose a cada rato para normalizarse. Reconocía que su estatura y corpulencia le abrían espacio en todo momento por la calle, antes de tener su bastón canadiense, pese a sus desequilibrios y vaivenes, que los demás difícilmente notaban.
Creía que, ahora, se ganaría un poco de solidaridad ciudadana y que la gente al verlo con un bastón de ese tipo le abriría un espacio suficiente. Se desengañó pronto. Entró al andén del metropolitano y, al subir al carro delantero, notó que había un asiento desocupado. Caminó hacia él con lentitud. No era que estuviera desesperado para sentarse, pero como le quedaba mucho camino hasta el punto a donde se dirigía le pareció razonable ahorrar energías. Sin embargo, de pronto, un verdadero torbellino pasó por su lado empujándolo y se sentó con aire satisfecho, de ganador. Era un atlético joven, con portafolios, más pequeño que él, pero más impetuoso. No dijo nada. En un instante, pensó pedirle el asiento, pero lo desechó. Le miró creyendo que era justo que se sentara y que, éste, quizás con la prisa, no había visto su bastón. Concluyó que él no podía acercarse y decirle de su edad y el síndrome vertiginoso que lo aquejaba y que le obligaba a usar el bastón.
Se ubicó de nuevo frente a la puerta y miró al resto de los pasajeros transeúntes que casi completaban el carro. La verdad, es que lo hizo con un motivo. Quería hallar en los ojos de las personas, un pequeño reflejo solidario. Algo así como un gesto de repudio a tal actitud. Tal vez, un comentario de rechazo:
¡ Oh, los jóvenes actuales ya no son como antes!.
Se desengañó de nuevo. Comprobó nuevamente y esta vez, con asombro, que los rostros y ojos de la gente no lo veían. Simplemente él no estaba para ellos. Parecía que se había vuelto invisible. Esto le causó mayor impacto que el empujón propinado por el jovenzuelo, pues en su cabeza, tan dada a la fantasía, se le ocurrió, de pronto, que la multitud, pese a sus prisas, a sus rostros nublados, a sus silencios, estaban ciegos. No veían o no querían ver, especialmente, algo que los sacara de sus esquemas o rutinas acostumbradas.
No pensó más en ello. Lo tomó como un pequeño incidente, aislado de todo, ya que en todo caso, era una sola la persona la que no había actuado en forma correcta y que, posiblemente, actuaba a conciencia con sus valores propios que no tenían por qué ser los mismos viejos valores suyos.
Se sumergió en el plano de las vías y entre los nombres de las distintas estaciones. Él iba sólo a 5 estaciones de distancia y calculó un tiempo breve de 10 a 15 minutos.
Mientras el carro del tren se iba completando con otras personas, notó que cada vez que subía una, él debía moverse con su bastón para que les quedara más espacio. No hizo cuestión de esto. No dijo nada. Le parecía normal permitir que cada cual tuviese un pequeño trecho donde viajar sin presiones. Sin embargo, más de alguno chocó con su bastón, pese a su cuidado para no entorpecer el paso de nadie. Lo que notó esta vez es que los que tropezaron accidentalmente con él, tenían una expresión enojada y dura en sus caras.
- No puedo disculparme con cada uno, - pensó- además yo también ocupo un lugar en el espacio.
No quería perder su estado de ánimo y sentido del humor, pero sentía que se le estaba recargando sin sentido y que él no tenía ningún deseo de entristecerse.
Pese a todo, salió airoso del tren en la estación que debía. Había mucha gente. Todos con la misma prisa. Cada uno con sus propios mundos y, por la forma que caminaban, siguió pensando que todos estaban ciegos e imaginó que la ciudad entera se había cegado.
Salió a Vicuña Mackenna y aunque por allí no había grandes aglomeraciones, a excepción de los cientos de vehículos de diverso tipo que circulaba por la calle, él se autoconvenció muy pronto que no debía haber salido este día. Debía haberse quedado en casa. Echó de menos la tranquilidad de su cuarto. El ventanal enorme que lo conectaba con los árboles y con algún vuelo de ave que nunca identificaba y que, por lo demás, no eran para nada frecuentes, ya que estaba enfrente a un pasadizo entre enormes edificios silenciosos. Sonrió, porque alguna vez, extrañamente, había visto un hermoso zorzal, escuchando la tierra sobre el cemento frío.
Sí. No debía haber salido. Ahora la situación que lo afligía era que, él, simplemente, practicaba siempre algo que había aprendido desde niño: " En Chile se camina y transita por la derecha". Esto era como una ley de la costumbre. Una forma de cultura. Una manera de disciplina social. Y si uno lo cumplía estaba respetando el derecho de los demás y admitiendo el propio. Sin embargo, esta vez era confrontacional ir por la derecha y aunque hacía visible su bastón para que los "guerrilleros callejeros" lo vieran, porque no podía ir zigzagueando o cambiando de carril a cada rato o cada vez que venía alguien, de frente, hombre o mujer, joven o viejo, y él debía detenerse para que pasaran sin chocarlo.
Su mayor temor era, ahora, el que uno de esos vértigos pudiera tumbarlo en la calle y entonces se quedaría tirado y solo. Nadie lo ayudaría. Ninguna persona preguntaría su nombre. Sintió un escalofrío, pero no se rindió. Como tampoco lo había hecho cuando cayó en su casa, chocó contra el quicio de una puerta del dormitorio y se partió el pabellón de la oreja, con una gran abundancia de sangre en la muralla y en su camisa y, por supuesto, con un enorme susto. Sonrió de nuevo porque recordando ese hecho, recordó que lo primero que hizo luego del impacto fue limpiar la sangre en la muralla y después ponerse un pañuelo blanco en la herida y, entonces, llamar por teléfono a su esposa, ni siquiera del celular que tenía en su cintura, sino que fue al escritorio y llamó desde allí.
Al llegar a la oficina que debía visitar sufrió otra decepción. La persona que iba a ver no lo reconoció. Lo único distinto que tenía era su bastón. Había visto a esta persona hacía dos o tres días, en su casa, al pagar sus cuotas y ahora, ésta, le daba instrucciones para su ingreso a la organización. Recibió la carta, luego de aclarar su identidad, y se retiró rápidamente sin hacer mayor cuestión.
En el camino de regreso no sabía qué pensar. Así que la gente era ciega, olvidadiza, agresiva, superior a los que no eran como ellos. Concluía que un segmento de esta sociedad seguía siendo como fue siempre, pero la otra parte, la que él conocía, a la que siempre había pertenecido, había cambiado. Ya no era solidaria y humanista. Había adquirido valores que no eran suyos y la calle era un verdadero campo de entrenamiento en donde ponía en práctica sus nuevas conductas.
Él estaba exhausto. No advirtió, como otras veces, la brisa invisible sobre los árboles verdes de esta primavera. Tampoco vio las sonrisas que, en ocasiones, se dibujan en las caras de la gente, con o sin motivo.
Su regreso fue exactamente igual. Abrigaba la esperanza de que, dada lo avanzado de la mañana, la actitud que observó temprano, hubiera cambiado, pero fue similar a la otra. Lo tranquilizó el hecho de que esta vez no estaba solo en su humillación. Iba otro pasajero, arrinconado, joven, con dos bastones, sin que nadie le ofreciera el asiento. Lo miró con simpatía comprendiendo lo que debería sentir y se dedicó a la suyo, a sortear cuerpos, a evitar que su bastón metálico incomodara a algunas de las personas de este día. Notó, sin embargo, que uno de ellos, un hombre de mediana estatura, de aspecto rudo, gordo, lo chocó dos veces y simuló una vez tropezar con su bastón. Él lo ignoró. Pero el otro no lo permitía y al bajar en una estación volvió a chocarlo de un modo que se le antojó voluntario. Esta vez, reaccionó con ira y levantando el bastón le asestó un golpe en las piernas al que salía. Éste, no dijo nada. Sólo lo miraba, desde abajo, con cierta indiferencia, mientras se cerraban las puertas y el tren reiniciaba su marcha. Se sintió peor que antes por su reacción. Entendió que tampoco podía pelear con cada uno. Eran demasiadas batallas en una enorme guerra.
Cuando llegó a Tobalaba, advirtió que aquí el "enemigo" era anciano y ancianas de nivel económico elevado y que se mostraban inmisericordes con la condición que mostraba. Jamás se quitaban del lado derecho de la acera y eran capaces de detenerse frente a uno, mirando a los ojos y esperando el siguiente movimiento con aire de astucia. Por caballerosidad, renunció a pelear.
Dejó que el día y la multitud siguieran rugiendo, aquejados por un dolor invisible, envueltos en una larga capa de niebla, extraviados en un tiempo que no volvería nunca a ser como había sido.

Texto agregado el 24-11-2003, y leído por 168 visitantes. (0 votos)


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