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El compendio de circunstancias que me llevó de regreso a la vereda de mi infancia, no fue casual; Convencido de haber dilucidado los hechos y siendo parte fundamental de los mismos, expongo como inobjetable prueba las caprichosas maniobras que obraron en mi contra.
Quizás no logre la imparcialidad que amerita el caso, sin embargo, comprenderán lo difícil que resulta tal empresa para quién vislumbra estos perversos designios.
Considero fundamental, para una mejor interpretación de los sucesos, una breve reseña de los primeros años de mi vida:
El conventillo de la calle Ayolas y Brown fue el refugio casual de mi niñez. Doña Matilde Reinoso, viuda de Genaro Paglione -a quién no conocí-, no escatimó esfuerzos en procurar, a su manera, la dicha de una existencia feliz.
Debo al enorme corazón de esta mujer, quien me acogió luego de aquella trágica mañana del año treinta, en que el tranvía de la línea 105 cayera al riachuelo llevándose consigo a Isabel Bermúdez y a Bernardo Salerno, la ventura de no peregrinar toda mi infancia por los orfelinatos de la ciudad.
Mas por falta de certezas, que por desidia, no ahondaré en detalles sobre mi adolescencia; los desventuras que socavan mi existir, develan su naturaleza mas cínica promediando la década del cincuenta.
Por aquel entonces rondaba los veinticinco años de edad. Los días transcurrían apacibles entre el taller de los Velásquez, los tugurios de la isla Maciel y el Cafetín de la calle Lamadrid, cita obligada de cada tarde. Sin duda alguna, confieso que aquellos tiempos, aunque ilusorios, fueron los mas felices de mi vida.
Por obra de la fatalidad, conocí una tarde de verano a don Goyo Pedernera. Su sobrina Perla, con quien noviaba en aquellos años, nos presentó en el velatorio de Rolando Ramírez, su ahijado; muerto en circunstancias poco claras, a la corta edad de catorce años, durante el resonado asalto al banco de la avenida Independencia.
Fue la secreta intervención de Perla –no cabe dudas- la que motivó, tiempo después, el ofrecimiento de don Goyo. La ruta de la zona Oeste aún no estaba cubierta, y conseguir viajantes de confianza, por aquel entonces, resultaba una tarea incansable.
Aquel itinerario, previsto para diez días aproximados de recorrido, era todo un desafió para alguien que pocas veces había dejado la ciudad. Caminos, hoteles, pueblos, y vagas promesas de aventura fueron, durante los días previos a la partida, temas excluyentes de conversación en el café. Quien mas, quien menos, resultaba ser todo un experto en este tipo de empresa; por supuesto, siempre atento a ofrecer buenos consejos a un amigo.
El polvo de los arenosos caminos, el húmedo calor de Febrero, los magros resultados obtenidos luego de las primeras visitas comerciales, y el malestar provocado en mis riñones por el duro asiento del Chevrolet, convirtieron a la exaltada emoción de los primeros kilómetros en una tediosa rutina de matices casi desesperantes. Debo confesar que durante largos trechos de camino, encontrar una buena excusa que me llevara de regreso a Buenos Aires, fue la tarea que ocupó la totalidad de mis pensamientos. Así transcurrió buena parte del trayecto recorrido, entre el barrio de la Boca, donde partí, y Estación La Niña, aquel pueblito de la provincia que hoy se devela como parte fundamental de mi vida.
Quizá, solo para mitigar la hosca idea de ir por rumbos equivocados, distraje mi atención para leer el cartel indicador; ese ínfimo instante bastó para presenciar la sorpresiva escena: El hombre rodó por la pendiente del terraplén hasta alcanzar el cañadón; luego, se fue sumergiendo bajo las aguas estancas para desaparecer por completo de mi vista en unos pocos segundos.
Supongo que debido al instinto heroico, que en muchas ocasiones nos lleva a cometer estupideces, pisé a fondo el freno del automóvil. Todo esfuerzo por mantener el control resultó vano; la alocada carrera terminó en el lecho mismo de la laguna.
Abandonar el vehículo e improvisar rápidas maniobras de rescate, fueron por cierto, tareas nada sencillas; sin embargo, descubrir un enorme corte sobre la zona yugular de aquel desdichado, fue sin duda alguna, el trance mas difícil que debí sortear.
Los sucesos posteriores no están del todo presentes en mi memoria; correr al pueblo en busca de ayuda, rostros consternados, el destacamento policial; todo es una película difusa, una cadencia desordenada de imágenes y palabras sueltas, que aún hoy, luego de denodados esfuerzos, no logro reconstruir de manera consistente.
La claridad de mis pensamientos cobra nueva vida, algunas horas después, en el destacamento policial. Entre mate amargo y galletas marineras, el temor de una acusación injusta comenzó a rondar mi cabeza. Tal era la premonición, que durante varias horas, no pude evitar un creciente temblor de manos secundado de una notoria tartamudez; por fortuna, el anuncio de la próxima llegada del comisario, prevista para esa misma noche, fue serenando los ánimos.
El comisario Malazotto, resultó distar de la imagen elaborada en las horas mas agobiantes. Amable, campechano, no escatimó esfuerzos en asegurar que todo se arreglaría y que, a mas tardar en dos días, estaría de regreso en casa. Si bien no me encontraba en calidad de detenido, por razones obvias – según fueron las palabras del comisario – sería aconsejable no abandonar el pueblo, al menos, hasta finalizar los trámites pertinentes.
Cerca de medianoche, el agente Ribero, a cargo del destacamento en ausencia del comisario, comentó de manera afable:
-Bueno..., bueno mi amigo; su semblante pide a gritos un descanso.
Reflexionó unos instantes, luego con enorme tranquilidad continuó:
-Si gusta, puedo ofrecerle una celda; no encontrará comodidades, pero es mas confortable que su silla- acodándose sobre el escritorio, en actitud pensativa prosiguió hablando:
– Tal vez, si la suerte lo acompaña, encuentre al jefe Ventancour; a estas horas suele matear por los andenes – dirigió su mirada a través de la ventana como en busca de alguna seguridad; luego, con expresión complaciente, afirmó:
- El furgón de los cuadrilleros, no es exactamente un hotel; sin embargo, encontrará considerables diferencias con respecto a una celda- acentuando la frase, remató diciendo:
- No cabe duda que el jefe lo recibirá con gusto-
Optar por una celda, solo por no cruzar una desierta calle en medio de la noche, hubiese sido un verdadero despropósito. Agradecí tan amable sugerencia y, a paso lento, caminé en dirección al edificio ferroviario.
El jefe, tal como refirió Ribero, mateaba en el extremo opuesto de la estación. Con un afable saludo a modo de bienvenida dijo:
- Buenas noches compañero –
- Buenas noches jefe - repliqué en tono cordial.
- Arrímese nomás..., aquí siempre encontrará mate amargo y techo decente – Con estas palabras, el jefe comenzó un interminable relato de vulgares personajes, que alguna vez. con distintas prisas, pasaron por el lugar. Tal vez, por gratitud fingí interesarme en sus relatos; lo cierto es que aquella historia, casi sin matices, se extendió hasta altas horas de la madrugada.
Cuando el cansancio gobernaba mi voluntad, sin mediar pedido previo, el jefe ofreció las comodidades del furgón, que según sus palabras, suplen de manera muy eficiente la falta de un hotel en el pueblo.
Quizá, debido a la tensión acumulada durante el día, el viejo vagón resultó en verdad acogedor. Luego de comprobar que la cama era por demás confortable, me entregue a un profundo sueño que se extendió hasta media mañana.
Estaba aún envuelto en una pesada soñolencia cuando una mujer joven, de contextura fuerte y rasgos prominentes, entro al furgón bandeja en mano.
- Buenas, nada mejor que un mate cosido y unas galletas para arrancar el día- dijo con voz un tanto maternal. Luego añadió:
- No deje que se enfríe, el mate caliente sienta mejor-
Con algunas palabras amables agradecí aquella deferencia. Antes de retirarse, la mujer se despidió comentando de modo casi autoritario:
- Yo soy la Mirta; cualquier cosa que necesite, me lo hace saber -
Refugiado en una embriagante soledad, acometí contra el desayuno de manera implacable. El fantasma del día anterior se encontraba, por fortuna, a siglos de distancia.
Mas tarde, bajo el fuerte sol del mediodía, crucé la calle en dirección al destacamento policial. Tras el escritorio, en postura idéntica a la que mantuviera durante toda la jornada anterior, el agente Ribero trabajaba inmerso en una marea de formularios. Debo confesar, que la afabilidad demostrada en el saludo termino por alejar los últimos resquicios del infundado temor.
- Póngase cómodo no mas...- Ordenó amablemente.
- Quiera Dios, que me esperen buenas noticias- comenté; debo aclarar que no soy creyente, sin embargo, la ocasión ameritaba el artilugio.
- Está todo aclarado mi amigo- se detuvo un instante en la tasa de té; la pena que denotaba su expresión era conmovedora. - El finado, dejó nota de sus desgracias antes de cometer tamaña locura-
Temiendo que la ansiedad jugara una mala pasada, permanecí en silencio; pasaron unos segundos antes de aventurar:
- ¿Cree Ud. que podré partir hoy mismo?
El agente Ribero trajo a mi memoria un detalle que había olvidado por completo, el automóvil estaba inutilizable, y seguiría en esa condición al menos hasta el día siguiente.
- Despreocúpese, está en buenas manos – acotó – Ud. mismo lo comprobará-
Desde la puerta del destacamento, disculpándose ante la imposibilidad de acompañarme, Ribero indicó el camino para llegar al galpón de los Bramajo; Según palabras del propio agente: - Los mejores mecánicos de la zona – intuí, con cierta malicia, que eran también los únicos.
Las primeras horas de la tarde transcurrieron entre explicaciones mecánicas, papeleos y telegramas; el Jefe Ventancour, aseguró que esa misma tarde, don Goyo, quien estaría preocupado debido a la falta de contactos, sería puesto al tanto de los inconvenientes.
- Los amigos telegrafistas, nunca le fallan a uno en situaciones como estas...- acotó.
Confieso, que a esta altura de los acontecimientos, todo cuadraba de manera perfecta en el estereotipo de viaje aventura; sin duda, estas historias, mas o menos adaptadas según la ocasión, alimentarían durante años las charlas de café con los muchachos.
Absorto en vagas ideas, con el propósito de comprar un periódico y tomar algún vermouth, llegué hasta el almacén de doña Matilde, un bodegón con aires del siglo dieciocho, ubicado frente a la estación.
Sin saberlo, fue este el lugar elegido por el destino para realizar su próxima jugada.
Debo aclarar, que por aquel entonces, era yo inconsciente de tan maquiavélico conjuro.
Promediaba el segundo Fernet cuando llegó al bodegón la Mirta. Calzada en un jeans ceñido, bastante sugerente por cierto, y una camisa con pocos botones abrochados, despertó en mí un notable interés; sin embargo, creo entrever la influencia del aperitivo en las proporciones de mi apreciación.
- Buenas, buenas – saludó al trasponer la puerta; cambió algunas palabras con doña Matilde, y luego, con aire fatigado, tomó asiento en una mesita contigua a la que yo ocupaba.
- Se lo ve mejor- observó esbozando una amplia sonrisa.
- Pasada la tormenta, la calma pueblerina sienta bien- respondí intentando congraciarme.
La intuición presagiaba una fácil conquista; en aquel momento, parecía el único antídoto contra el tedio que cargaba desde hacía ya varias de horas. La idea de una última aventura, antes de partir al día siguiente, cambió de manera notable mi estado de ánimo.
- Poca gente es capaz de hacer lo que Ud. ha hecho- comentó a modo de adulación. Luego, como si una avalancha de recuerdos la atrapara, comenzó a relatar la triste historia que llevo a don Caputo a tomar tan trágica decisión. Por increíble que parezca, hasta el momento, no conocía el nombre del desdichado por quien puse en riesgo mi vida.
El viejo arrastraba una vida signada por la desgracia. La pobreza y la mala suerte, compañeras inseparables de camino, no dejaban de golpear al hombre cada vez que una oportunidad se presentaba. Sin embargo, fueron las circunstancias en que murió su hijo, las que me dejaron tan sorprendido como perplejo.
- Vea Ud.- comentó la Mirta. – el Pipi Caputo, su hijo mayor, fue ultimado a balazos por la policía – luego, adoptando una expresión fatal, continuó:
- Al parecer, esto sucedió durante el asalto al banco; Recuerda?, ese que ocurrió allá en Buenos Aires, en la avenida Independencia...- Cielos!; el golpe tuvo su acuse; estuve absorto entre pensamientos durante varios minutos, al retomar la atención, la Mirta hablaba de la Celia, la finada esposa de don Caputo.
- ...La pobre, falleció al dar a luz a los gemelitos- se detuvo pensativa, luego acotó.
- Imagine Ud. el momento, quedar solo con dos niños pequeños, y dos bebes recién llegados...- Resaltando la trágica dimensión del relato, agregó:
-... y para mal de males, uno de los gemelos nació con los bracitos atrofiados -
Debo confesar, que la historia estaba conmoviendo mi humanidad, supongo que esta fue la razón por la que permanecí inmutable.
- A los bebes los dio en adopción...- Dijo, en actitud de quien devela un secreto, luego, retornando su habitual postura, observó:
– Tiempo después, con uno de ellos mantuvo algún contacto, sin embargo, nunca volvió a saber del otro - tomó un instante para beber un trago de agua, luego se embarcó en una detallada historia de rencores y desencuentros.
Al parecer, el Juan Carlos y el Pipi, los hijos mayores de don Caputo, jamás permitieron que se concretara el reencuentro con el Gervasio Domínguez, uno de los gemelos; quién, sin insistir demasiado, abandonó pronto la empresa. Con el tiempo, la esporádica correspondencia que mantenían se fue perdiendo. Por cierto, los hermanos nunca llegaron a conocerse.
- Ahora vea, mañana llega el Gervasio - exclamó, poseída por una exaltación que la desbordaba por completo.
El comisario Malazotto, – muy bicho- según palabras de la Mirta, había informado el deceso al Gervasio, quién ,con alguna indiferencia, anunció su arribo para el día de mañana en el tren de las dieciséis.
El hecho de arriesgar la vida por el viejo, trajo a mi cabeza una insensata responsabilidad por cierto inexistente: sin embargo, de vaga manera, asumí como personal la obligación recibir a Gervasio Domínguez.
La conversación siguió por rumbos previsibles. Vale aclarar, que los menesteres consabidos de todo cortejo, aunque con distinto tino, fueron ensayados -sin diferencias de bando- con la rigurosidad ameritada del caso.
Quizá, producto del alcohol, es la nebulosa que rodea el difuso despertar, en medio de la noche junto, a la Mirta. Por un momento, la dicha se ofreció en un vago esplendor; sin embargo, alguna incomodidad se vislumbraba en mi compañera.
- Prométeme que me llevarás – murmuró.
Fingí dormir, ella Insistió:
- Sácame de aquí; por favor, llévame contigo –
Durante unos minutos, el universo mismo estaba envuelto en una bruma de quietud total. De pronto, de manera imprevista, la Mirta saltó de la cama furiosa, gritando fuera de control.
- Que haces acá..., que haces de acá...- repitió fuera de sí.
Debo confesar, que la figura de aquel hombre en la habitación, me paralizó por completo.
- Salí..., salí de acá, no quiero que vuelvas... – gritaba entre golpes y empujones.
- Infeliz, nunca dejarás de ser un maldito infeliz- sentenció, al mismo tiempo que echaba fuera del cuarto al sujeto y colocaba el cerrojo. La dulce mujer con la que estaba hace instantes, era ahora una fiera sumida en un arrebato descomunal de ira.
El deseo de abandonar el lugar me ganó por completo. Sin embargo, la cordura indicaba que salir, en medio de la noche, era exponerse, inevitablemente, a una terrible suerte.
- Quien es- pregunté, fingiendo mantener la calma.
- El Juan Carlos – comento entre sollozos.
- ¡El hijo de don Caputo!- pregunte exaltado.
- El mismo – aseguró, antes de romper en llanto.
Me invadió un escozor general. Los límites de la aventura estaban llegando al umbral de lo tolerable. La idea de salir el pueblo, cuanto antes, comenzó a rondar mi cabeza en forma recurrente mientras la situación retomaba de a poco la normalidad.
- Es un idiota – sentenció la Mirta.
- Siquiera es capaz de pelear por lo que quiere – aseguró.
- Por favor, llévame contigo – volvió a insistir.
Pegar un ojo, fue una empresa imposible durante varias horas, sin embargo, esta vigilia dio paso a un profundo sueño que terminó en dos grandes tazas de café, bebidas en la cama, al promediar la mañana.
- Por favor, regresa por mí – fue el ruego de Mirta cuando abandoné su casa para ir en busca del automóvil.
Camino al taller de los Bramajo, tuve en varias ocasiones la premonición de una emboscada inminente; debo confesar, que la falsa seguridad de ser hombre muerto logró inquietarme durante todo el trayecto. Sin embargo, la pasible tranquilidad del pueblo siguió su rutina de manera inalterable.
Ya en el viejo galpón, mezcla de granero y deposito de chatarras, fue prevaleciendo la calma. El automóvil, listo para media tarde, permitiría un regreso sin inconvenientes – al menos, estas fueron las promesas de los Bramajo –
Si bien, un encuentro con el Juan Carlos representaba un obstáculo desalentador, la idea de recibir a Gervasio Domínguez rondaba aún mi cabeza. Sin dudas, el transcurrir de las horas clarificaría el panorama y ayudaría en la toma de decisiones.
Vislumbrarán Uds., que procurar un pasatiempos interesante en un poblado compuesto de una sola calle y tres cuadras de extensión, es una tarea complicada en extremo. Visitar al Jefe Ventancour o al Agente Ribero, eran las únicas alternativas razonables. Volver con la Mirta era, por cierto, una opción nada tentadora.
Quizás, el inconsciente deseo de reafirmar el buen estado de las cosas, me llevó al destacamento policial. Encontrar a varias personas reunidas, era sin duda, motivo de desgracia. La intuición, esta vez, no falló.
El Juan Carlos, al parecer por asuntos de polleras -según palabras del agente Ribero - amaneció colgado en el patio de su casa.
De pié, frente al grupo de consternados vecinos, la Susi, prima hermana del pobre infeliz, relataba su visión del trágico suceso.
- El pobre la quería, pero ella nunca correspondió su amor- contaba en actitud cabizbaja.
- Es sabido que el hijo que espera es del Juan Carlos...– afirmó.
- Pero él jamás la iba a sacar del pueblo, y Uds. saben lo que eso significa para ella- en medio de la expectativa general, la joven siguió con sus infidencias:
- La Mirta, quiere irse del pueblo desde que era chiquita, pero sola y con una criatura, adonde va a ir...- Fue demasiado, no tenia sentido seguir en aquel lugar; sin llamar la atención, en actitud de franca retirada, abandoné el destacamento.
Durante largo tiempo, medité sobre las consecuencias que hubieran obrado sobre mí de haber caído en tan burda trampa. Poco a poco la claridad fue prevaleciendo; No sería yo quien reciba a Gervasio Domínguez. Poco minutos después de las quince horas, emprendí el regreso a Buenos Aires.
El recibimiento de don Goyo me dejo perplejo. Debo confesar, que no sospechaba tan tiránica faceta en su persona; la andanada de reproches y acusaciones de la que fui objeto, todas ellas infundadas, no dejó otra alternativa que la inmediata renuncia – Entenderán Uds. que dicha decisión determinó, por consiguiente, el fin de los amoríos con Perla-.
Quizá, el hecho de creer perdida la reputación, y la vorágine de malintencionados rumores que se desataron sobre mi honestidad, me llevaron a emprender una ridícula huida. Tres semanas después de la frustrada incursión en los viajes de negocio, el mundo se circunscribió a un sucio hotel del barrio de Palermo. Prácticamente sin dinero, sin trabajo, y con la amarga sensación del fracaso a cuestas, viví meses de privaciones y consternación como nunca antes había experimentado.
Fueron varias las circunstancias que, años mas tarde, acercaron a mis manos una cámara fotográfica. El oficio de fotógrafo me a dado grandes satisfacciones a lo largo de quince años de profesión; entre ellos un puñado de muy buenos amigos. Debo confesar, que trabajar de manera independiente, es uno de los principios fundamentales a los que me he aferrado con gran decisión desde hace ya largo tiempo. Sin embargo, me permito afirmar sin duda alguna, que evidencio en esto otra de las quirúrgicas jugadas del destino. Comprenderán Uds. en breves instantes, los argumentos a los cuales hago referencia:
A primeras horas de la mañana, un llamado telefónico puso fin a una larga noche de difícil sueño. Como es costumbre en estos casos, Jorgito Lagore, jefe de redacción del semanario “Contracaras”, no perdía un minuto en detalles inútiles; las primicias – según sus propias palabras – no esperan todo el día.
La instrucciones para cubrir un crimen pasional, de seguro, titular obligado en los días venideros, no contrariaba la convencional rutina del oficio. Sin embargo, apuntar las calles Ayolas y Brown, me produjo un escozor generalizado que por algunos instantes colmó de lágrimas mis ojos.
Mucho tiempo había paso desde la última vez que estuve por el viejo barrio. La decisión de renunciar, por voluntad propia, a los lugares de mi infancia, fue transformando en algo abstracto a los recuerdos de mi niñez.
Movido por una melancólica ansiedad, mas que por la premura de mi amigo Jorgito, llegué a la esquina que, alguna vez, fue el lugar mas preciado de mi vida.
El caserón, devenido en hotel de paso, aún guardaba la majestuosidad de los buenos tiempos. De todas maneras, debo confesar que el parecido del barrio actual, con aquel de hace cuarenta y tantos años, era solo un capricho de mis emociones.
Entre los curiosos que se apiñaban en torno a la esquina, reconocí al gordo Merlino y a Pedrito Buena, abocados de seguro, a la infatigable tarea de aventurar suposiciones sobre lo sucedido -por increíble que parezca, hay costumbres que resisten endebles al paso del tiempo- me dije, infiriendo una buena dosis de sarcasmo. Fue en ese preciso instante, que el inspector Ordóñez, viejo amigo de profesión, se interpuso frente a mí con un rostro signado de perplejidad.
- Por favor- dijo, tomándome del antebrazo con evidente la intención de que lo acompañase.
Con alguna dificultad atravesamos el cordón de ocasionales espectadores y ganamos la vereda. Fue en ese momento, donde la siniestra confabulación orquestada por el destino, quedó al descubierto.
A metros de la esquina, con una expresión transfigurada por la tragedia y el revolver aún en su mano, yacía el cuerpo sin vida de don Goyo. En el extremo opuesto, una mujer cubría el cuerpo de un hombre; Ambos acreedores de la misma suerte.
Debo reconocer, que el inesperado encuentro del viejo, a quien guardaba aún rencores, me impactó de manera notable; sin embargo, el destino reservaba escondido bajo su manga un último golpe de gracia.
Sin soltar mi antebrazo, Ordóñez me llevó hasta el lugar mismo en que se encontraban las otras dos victimas; encontrar a la Mirta sobre el cuerpo de aquel hombre, de una extraordinaria semejanza física a mi persona, me arrojó al borde mismo de la locura. A excepción de los notorios defectos físicos, evidenciados en ambos brazos, los rasgos del desafortunado no presentaban diferencia alguna con el rostro que cada mañana me observa desde el espejo.
Aunque extrañas, fueron estas las dolorosas circunstancias que revelaron el génesis de mi vida. Expuestas las evidencias, queda en vosotros determinar el veredicto.

Atte. Rómulo.


Marcelo Rossi - Buenos Aires - 19/02/2006

Texto agregado el 20-02-2006, y leído por 851 visitantes. (47 votos)


Lectores Opinan
09-01-2015 Excelente... me perdí en su atmósfera lóbrega y creí enloquecer en su vorágine... turcoplier
17-06-2006 ¡Uff...! Lo seguire diciendo, no hay que poner fronteras a la imaginación de quien escribe. Marcelo,excelente tu trabajo. Desde caracas, un gran abrazo. bohemio5
01-06-2006 Fantástico!! Me encantaron las imágenes, las situaciones. Imaginé la historia en blanco y negro. Tiene fuerza y fácil lectura. Mis 5*s anyglo
30-04-2006 Me gustó mucho. Encuentro en tu escrito el estilo de la spelículas de Bogart, en las que todo se desarrolla tras un entramado tejido y urdido como una sutil telaraña. Hasta la "Guapa Mirta" mujer obsesiva de apariencias inofensivas en principio, pero que después acumula su dosis de peligrosisdad. En cuanto a tu vocabulario sureño, rico en términos y variantes debo decir que desbancó mis espectativas; pocas veces he visto textos tan ricos en palabras como el tuyo. Enhorabuena!! Un saludo y***** josef
30-04-2006 VALIOSO LaCumbreDeMiCatedra
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