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I

El hombre resbala, pierde el paso, intenta mantener el equilibrio, pero al final cae.
Su mano se desliza sobre las hojas húmedas y podridas. Queda tendido en el piso. Un rayo de luna que se cuela entre las hojas de los árboles ilumina su rostro angustiado.
Sólo dura en el suelo un instante. Inmediatamente se levanta y continua la huida. La camisa desgarrada por las ramas, aquí y allá un raspón de donde mana la sangre. Los zapatos desechos golpean con piedras y raíces.
En su frenética carrera el hombre apenas si repara en los obstáculos, los esquiva en el último momento o se golpea contra las ramas de un arbusto o de un árbol, pero no se detiene, la mirada siempre clavada hacia adelante.
No necesita volverse. No necesita escuchar pasos a su espalda. Sabe, de sobra sabe, que ellas están detrás, que lo siguen sin prisa, sin cansarse (el cansancio no está en su naturaleza), inexorablemente.
Nadie tiene una esperanza cuando se convierte en presa de ellas, nadie se salva. Pero él corre; tiene una oportunidad, hay una esperanza, un punto de escape y debe llegar rápido.
Su arma no es la velocidad (la velocidad es inútil), su arma es el propio juego de ellas. Sabe que juegan con él como el gato con su presa. Lo dejan escapar, lo dejan confiarse para, al final, soltar el zarpazo definitivo y mortal.
A lo lejos, frente a él, una pequeña luz rompe la semioscuridad del bosque; su meta, su punto de salvación. Quizá logre llegar ahí antes de que ellas se den cuenta de su objetivo.
Corre. Sin darse cuenta atraviesa un espino que le desgarra la carne del brazo. No siente la herida, sólo siente la distancia entre él y el punto luminoso, que cada vez es mayor.
La luz se convierte en la ventana de una pequeña cabaña. El hombre sólo está a unos metros de la entrada. Grita un grito de angustia y de triunfo. La puerta se abre y en el umbral aparece una silueta femenina.
La cabaña está bien resguardada; las ventanas rodeadas de collares de ajos, una cruz en el centro de cada una y en la parte superior sendas bolsas agujeradas con agua bendita. La puerta está defendida en forma semejante, pero cuenta también con símbolos cabalísticos.
No las ve, las siente. El hombre siente que ellas están muy cerca de él, teme no lograrlo. Escucha su grito agudo, su grito que aterroriza y hace perder la conciencia. Pero él ya no tiene conciencia, toda su realidad es la entrada de la puerta de una cabaña perdida en medio del bosque.
A punto estuvo de atropellar a la mujer al momento de entrar.
Estoy salvado, piensa y pide a la mujer cerrar la puerta.
Desde el suelo se vuelve. Entre la mujer y el marco de la puerta alcanza a ver las siluetas. Pero la mujer no se amilana, levanta la mano (sostiene un crucifijo). No se puede pasar, dice con calma, claramente.
Ellas se detienen, la miran un instante, se vuelven y desaparecen en la noche.

II

Las cosas ocurren de mil maneras, a veces la realidad toma prestados elementos de la fantasía, como si quisiera imitar las cintas cinematográficas o las novelas.
Así se dan las cosas; un extravío por un camino rural y desconocido, la soledad, una tormenta, una llanta ponchada, la ausencia del gato mecánico y una casona enorme, solitaria y sórdida.
Todo es bajar, llamar a la puerta de la casa, confiar en lo no confiable y dejarse llevar. Después ya es demasiado tarde. En el terror, el escepticismo juega un papel fundamental.
Cuando Rogelio golpeó la puerta con el aldabón, sólo buscaba un teléfono (había que explicar su tardanza) y la herramienta. Las casas solas que aparecen durante las tormentas, en caminos aislados y luego de una avería, sólo son temibles en las películas de terror.
Le abrió una muchacha. Inútil describir su belleza y el impacto de ésta en Rogelio. Inútil también hablar de formulismos. Rogelio pidió ayuda y explicó sus dificultades.
Ella flanqueó la puerta para darle el paso. Entre, fue su única palabra y él la obedeció.
¿Quién es?, preguntó otra mujer desde arriba.
Es un hombre, respondió la muchacha.
Antes de darse cuenta, Rogelio estaba rodeado por cinco mujeres jóvenes. La mayor, más hermosa que las otras, tendría 35 años. Todas lo miraban fijamente, con algo prometedor en su mirada.
Rogelio explicó su problema con unas cuantas palabras y pidió ayuda.
Lo siento, dijo la mujer mayor, no tenemos teléfono, tampoco herramientas, pero puede pasar la noche con nosotras. Mañana a primera hora enviaré a Gonzalo por un mecánico y resolverá su problema. El mismo pondrá su auto a resguardo.
Antes de que él pudiera responder, la mujer llamó a Gonzalo, quien llegó casi al instante. El sirviente (Rogelio supuso que eso era) lo miró torvamente mientras escuchaba la orden de la mujer. Salió.
Dos muchachas acompañaron a Rogelio a su habitación. Te visitaré durante la noche, le murmuró una al oído antes de despedirse. La otra le guiñó un ojo y se mojó los labios con la lengua.
El se quedó excitado. No curioseó no se asomó. El cansancio se apoderó de él, se acostó y se dispuso a dormir.
Un chasquido en la puerta lo sacó de su sopor. Es ella, pensó y sintió la erección casi inmediata.
No era ella, era Gonzalo. Levántate estúpido, le susurró molesto.
Rogelio no entendió en el primer momento.
Crees que tienes suerte, siguió Gonzalo, pero eres un estúpido. Aún puedes escapar y salvar el pellejo.
Rogelio se incorporó; está borracho, pensó. ¿Tienes algún problema?, le respondió lo más tranquilo que pudo.
Ven estúpido, siguió Gonzalo, no te daré ninguna explicación que no creerías. Asómate a la ventana y mira abajo. Decide por ti mismo.
Sin decir palabra Rogelio obedeció: lo que vio lo dejó lívido. No puede ser murmuró.
Si puede, son vampiros y eso (señaló a la ventana) sólo es un aperitivo; tú eres su plato principal esta noche. Quizá puedas escapar. Sígueme.
Obedeció. Caminaron por corredores, bajaron escaleras, llegaron a un sótano y anduvieron por un pasadizo húmedo, que desembocó en medio de un bosquecillo, a unos 500 metros detrás de la casa.
Nadie escapa de ellas, le dijo, juegan con sus presas, no se cansan, su ritmo es distinto, no es el de la vida. Y sobre todo, siempre habrá una más. Tómalo en cuenta porque tal vez tengas una oportunidad; siempre al sur encontrarás una cabaña, ahí vive Marina, ahí estarás a salvo.
No preguntó más, inició su carrera desesperada.

III

Al verlas retirarse Marina sonrió. El se sintió salvado; había triunfado. No importaba que ella las hubiera ahuyentado. Él fue el que corrió, él quien escapó de ellas, él quien estaba a salvo.
Eres extraordinario, le dijo, nadie había podido hacer lo que hiciste tú. Luego reparó en sus raspones. Estás herido deja que te cure. Aquí son muy frecuentes las infecciones.
Se metió en un cuarto. Al cabo de unos minutos salió con una palangana, dos frascos, gasas y vendas. El no dijo nada, se sentía como indefenso y agradecido por la atención de la mujer.
Desnúdate, le pidió ella con dulzura. Obedeció sin protestar, quizá un poco turbado.
Le fue limpiando sus heridas. El no sintió dolor, sintió caricias. Se dejó llevar por la mujer como arrebatado, como entregado a la marea del deseo y la ternura (el fue quien pensó ternura).
No le sorprendió sentir los labios de la mujer en su espalda.
No le sorprendió la caricia. No le sorprendió oírla desnudarse. Tampoco le sorprendió descubrir que sus propias manos buscaban el cuerpo de la mujer.
Se tendió junto a él, se acariciaron. El sintió los pechos firmes de la dama, la piel suave y fría. Buscó su rostro y lo encontró. En la oscuridad vio el brillo de las pupilas ovales de la mujer, los labios rojos, los grandes colmillos.
Recordó las palabras del hombre "siempre habrá una más". Descubrió que los vampiros no se dejan sorprender por una cruz o unos ajos. Supo algo más; estaba perdido.

Texto agregado el 09-03-2006, y leído por 186 visitantes. (0 votos)


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